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Poesía de Chile

Poemas de Diego Dublé Urrutia

Diego Dublé Urrutia (Angol, Región de la Araucanía; 8 de julio de 1877 – 13 de noviembre de 1967) fue un poeta, pintor y embajador chileno.

Tienen las capuchinas

Tienen las capuchinas
una campana,
colgada de una viga
desvencijada;
laúd de mal agüero,
que sólo tañe
cuando las capuchinas
se mueren de hambre.

Cuando a la media noche
su voz resuena,
la misteriosa esquila
no pide, ruega…
Ruega, y con tanto acierto,
que al otro día
ya no se mueren de hambre
las Capuchinas…

¡Cuántas almas hambrientas,
abandonadas,
cruzan por nuestras calles
sin ser notadas!…
Es que nunca han tenido
las pobres almas,
como las Capuchinas
una campana;
un esquilón de hierro
que al mundo advierta
que ya se mueren de hambre!
que ya están muertas!…

¡Almas que por la tierra
cruzáis calladas:
la caridad del mundo
quiere campanas!…

El lanzamiento

De pronto, en pleno día, cual si hubiera
caído ya la tarde, la montaña
paró de resonar… Bajó la fiera
del monte. Despertóse la alimaña
rondadora y el último gemido
del viejo roble herido
por las rústicas hachas, rebotando,
naufragó en el silencio… Se diría
una inmensa embriaguez, o la agonía
de una madre común… Labriegos mudos
corrían por las sendas, sollozando,
con sus hijos a cuestas. Perros fieles,
silvestres y lanudos,
les seguían. Los pájaros salvajes
devoraban, chillando, los planteles
indefensos. Inmensa era la pena
que turbaba la paz de los boscajes.
¡Horrible y desolante la condena
que azotaba a sus hombres!

En un claro
del bosque el centenario campesino,
patriarca de las selvas, escuchaba,
como un reo de muerte,
la implacable sentencia del destino.
La justicia del hombre le arrojaba
del terruño. Debiera salir luego,
al instante. Rodar era su suerte
como rueda un leproso…No era suya
la tierra no era suyo aquel asilo
de raposas, labrado por sus manos.
La ley lo quiere así: no es del labriego
que la vence, la selva impenetrable,
sino del que la compra… Las mujeres
lloraban y el anciano venerable
sollozaba también. La selva pía
respondía al clamor de aquellos seres
desolados… Tardaban.. Ya no había
sino que obedecer. Era la hora
de la siesta y, en fila, lentamente,
partieron para siempre, y hasta ahora…
Aquello semejaba una partida
para la eternidad…

Corría al frente
el río, era la linde más cercana
y a través de su gélida corriente
tomó la dolorosa caravana.
Montaña iba adelante,
la vaca de los niños; sus mugidos
buscaban a sus críos que, ateridos,
la seguían. Tras de ellos Cordillera
marchaba, el gemebundo y viejo toro,
y a la siga iba, el último, Flor de Oro,
el pobre ternerillo delicado
que a su madre perdió cuando naciera.
Siervos de siervos, el haber salvado
los bueyes arrastraban bajo el grito
siniestro, que lanzaba al infinito
la rabia del boyero… Tristemente
balaron las ovejas
al paso del torrente:
las selvas resonaron con sus quejas;
y después, ¡nada más!… ¡Mísero fruto
de veinte años de lucha y de trabajo:
y mies se helaba, se moría el bruto
y siempre, a cada empuje, más abajo!…
Bien valía la pena
de llorar…

Y lloraba, en seguimiento
del ganado, la mustia cabalgata.
El viejo iba el primero. La melena
de los coigües movidos por el viento
le arañaba las barbas de oro y plata.
Mudo, sobre el caballo campesino,
clavaba, fijamente, las pupilas
seniles y tranquilas
en las hojas caídas del camino.
La selva repetía los sollozos
de la anciana mujer que iba a su grupa;
y en seguida los mozos
caminaban, sus hijos y mujeres,
cargando los campestres menesteres;
su alma hasta el fondo lacerada estaba,
pero hervía la sangre y la cadena
que hundía ahora su cabeza esclava
no alcanzaba a arrancar los sueños fijos
en su pecho: besaban a sus hijos
y soñaban en medio de su pena…
Guadalupe, la huérfana, a la siga
de todos, gimoteaba de fatiga
con su chico en los brazos; y el pequeño,
que todo lo miraba como un sueño,
bajo el materno andrajo miserable
cargaba la paloma y sonreía…

Y así por la montaña inacabable
la errante caravana descendía
con la vaga inquietud y la inconsciencia
de bestias que abandonan la querencia.

«¿Adónde vamos?» -se decían todos
en su mudo terror- y su alma obscura
de víctimas, forjada en los éxodos
de la raza, «a la selva, a la llanura-
les contestaba- al páramo, al camino,
a donde van por el invierno el ave
de los cielos, el cardo peregrino
y el agua del torrente… ¿quién lo sabe?»…
«¿Qué haré? ¡Dios mío!» -en su infinita pena
gemía el viejo- y esa lengua ignota
cuya voz tan clarísima resuena
dentro del alma que la suerte azota,
le contestaba: «Rodarás primero
por la selva materna, luego el llano
dará senda a tu paso lastimero;
verás al hombre y sentirás su mano
más fría que la nieve de esta sierra;
cual puñado de tierra
tirado al río, en ese mundo extraño
se hundirá tu familia perseguida;
venderás tu rebaño
y tu lecho… y tus hijas en seguida…
Hasta que un día de piedad, la muerte
venga y te diga: «Te engañaste, ¡oh viejo
montañés, fatigado por la suerte!
tampoco es tuyo este rincón sombrío,
esta vida no es tuya… Mi consejo
de báculo te sirva. Cruza el río
de nuevo, cruza el valle nuevamente,
los eternos linderos atraviesa
y doblega, por fin, tras tan doliente
caminata, en mi seno, tu cabeza…»

Así con la callada caravana
dialogaban la muerte, la tristeza
o la desolación. La selva indiana
doblegaba sobre ella la cabeza
como un ala materna. Las raposas
hacían resonar las hondonadas
con sus gritos. Bandadas tumultuosas
de pájaros dejaban las aguadas
al acercarse el infeliz proscrito.
El bosque inacabable se volvía
y el camino tornábase infinito;
pero los hijos de la selva obscura,
que temían al sol y a la llanura,
lo deseaban más largo todavía…
De pronto un sofocado rumor de hojas
y el volar de unas aves intranquilas
sacaron de su pasmo y sus congojas
a los hijos del bosque; sus pupilas
tornáronse a mirar por vez primera
el camino sin fin, la senda brava
de sus quejas y lástimas testigo…
era León, el buen perro, el viejo amigo
que alejarse los viera
sin llamarlo, y allí les alcanzaba…
¡Nunca el bruto viniera! Fue una espina
sobre espinas (ya el día era pasado
largamente), la gente peregrina
desbordó su dolor acumulado,
y así como si un puma
rugiera bajo el hambre que le abruma,
un sollozo infinito,
confusión de blasfemia y de plegaria,
prolongó sus querellas,
al primer resplandor de las estrellas,
por la inmensa montaña solitaria…

Piedad

¿Qué es ingrata la tierra? ¿Qué es ingrata
y es cruel la humanidad en que te agitas?
¿qué no acoge tus ansias infinitas
ni se angustia el duelo que te mata?

¿Qué no hay vuelo de tu alma que no abata
su maldad?…¡di, más bien, que son malditas
tus ansias infecundas y tus cuitas
y esa loca ambición que te arrebata!

¡No maldigas del hombre, que es tu hermano,
y, acaso, como tú, su angustia loca
ve perderse, sin eco, en el abismo;

Mírate en él extiéndele tu mano
y, anegado en piedad, besa en su boca
la triste humanidad, que eres tú mismo!

Fontana cándida

Para mí, nada pido,
dadme una rama de árbol, una roca,
y las tendré por nido.

Mi nombre, pronunciado
con ánimo gentil por vuestra boca,
me hará creerme amado.

Evocad mi memoria
al ver una luciérnaga, una estrella,
y me daréis la Gloria.

Pobre es mi celda, pero
a veces canta o se lamenta en ella
el universo entero.

¡Mi Ideal!… lo harta un perfume
de yerba fresca; en la oblación
de un beso su mole se consume.

Llama que al cielo amaga
es mi ambición… que un niño
cruza ileso, y una lágrima apaga.

Todo lo tengo; y, breve,
cabe en un verso mi caudal:
más grave
es un copo de nieve.

Detesto el mal, y amigo
del malo soy, -mi carne bien lo sabe,-
pero a mis jueces digo:

Dolor me apacentara.
Soy el loto que sorbe en agua impura.
Su aroma y su miel clara.

Mi cuerpo, con sus lodos,
dejádmelo, que es mío; con su albura,
mi espíritu es de todos…

Y así, aspirando al cielo,
y aspirando a la tierra, y aspirando
a la quietud y al vuelo,
en este inquieto viaje
me siento derribar de cuando en
cuando por el contrario oleaje.

Y duermo… y en el sueño
me pregunto: ¿quién soy?…
¿quién me conoce?…
¿Estoy despierto o sueño?…

¿Es crimen, es mentira
el placer que me aflige?… ¿santo goce
el dolor que me inspira?…

Y alguien responde: acaso
el ángel bueno que me guarda;
el malo que me perturba el paso;

Dios mismo: acaso Cristo,
por la boca del lodo en que resbalo
o el lirio que conquisto…

Y el dictamen obscuro,
bajo el aire celeste, en la vigilia,
deformo o transfiguro,
en dádiva secreta;
en salmo de esperanza a la familia,
al amigo, al poeta;
En hieles del despecho;
en áspid que amenaza por la espalda
y me emponzoña el pecho:

En un meditar solo;
o en hoja y flor que en ática
guirnalda tiendo a los pies de Apolo…

Ya aletazo aquilino
toca mi ciega fuente, y va a los vientos
el chorro cristalino:

Milagroso fantasma
que enloquece a los pájaros sedientos,
y a los árboles pasma.

Ya mi ala a Dios exalto,
y mi pluma se inflama como loca
en su fanal más alto.

Ya mi bordón requiero,
y no aquieta mi labio hasta que toca
la sandalia de Homero…

¡Tu cielo azul, tus lares!
¡Patria! Nevado monte! Casa vieja!
roble de mis cantares!

Que tu amor me apacigüe.
Quiero ser en tu rama dulce abeja,
solitario copigüe…

Y, tú que el agua acreces
del mar en que me esperas, con tu
llanto ¡Madre!…¿no fui mil veces
golondrina en tu alero;
Rey Mago en tu Pesebre; en tu
quebranto serenador lucero?…

¡Oh, Amor!… Para invocarte
unjo de aromas finos mi piel ruda,
mírome en tu agua, aparte…

Para ablandar tu reja
pido al hambre su súplica más muda:
a la torcaz, su queja…

Y si me das oído
y me entrega su miel tu labio joven,
en tu más hondo nido
vuelo a asilar mi aurora,
para que las alondras no me roben
la eternidad de tu hora!…

Mas, ¡ay! cuán poco dura…
Murciélago me ve la tarde triste,
candil, la noche obscura.

Cabe la turbia poza
gime la rana humilde: por su alpiste
mi ruiseñor solloza…

Dios, patria, amor, ensueño,
se me apartan… Embriágame el
Olvido con su fatal beleño;

y me entrego a mi suerte,
frágil alga que azota enfurecido
un aquilón de muerte…

Y al vendaval, el alga:
¡Muévate, oh Dios, mi
lóbrego destino! ¡Mi confesión me valga!…

Y al alga, el vendaval:
flota y canta; serás
carbón divino: te mudaré en cristal.

El caracol

Cuando la brisa barría apenas
las nieblas grises de la mañana
y al arrastrarse por las arenas,
con sus espumas como azucenas
jugaba, en sueños, la mar cercana,
junto a la choza de sus mayores,
se despidieron los pescadores.

La bruma triste los envolvía:
ella gemía ¿qué haré yo ahora?…
Y una gaviota revoladora
oyó al marino que le decía
que era su virgen, su pescadora,
que no llorara, que volvería…

Y como urgiera ya el tiempo: “toma
-le dijo el mozo- ya el viento asoma,
la gente sale ya viene el sol…»
y recogiendo del agua clara
que entre las rocas la mar dejara,
más armiñado que una paloma
puso en sus manos un caracol:

«Que él te recuerde lo que te quiero,
que oigas mis quejas en sus rumores;
de cierto, vale poco dinero,
pues que son pobres nuestros amores,
pero es eterno su rumor suave,
y aunque es humilde, su labio sabe
de los remotos mares bravíos
y de los mundos que voy a andar,
más que tus padres y que los míos
y más que el viento que habita el mar…»
Ambos lloraron: un ave inquieta
graznó sobre ellos; el humo lento
de las chozuelas de la caleta
blanqueaba apenas, como un mal aliento;
y bajo el cielo mis transparente,
tras la fortuna que se ama en vano,
partió el navío, rumbo a Occidente,
sobre el inmenso y augusto océano.

Y cuenta el viento que desde aquella
mañana triste ¡fatal mañana!
Acariciada por la doncella
la humilde concha de porcelana,
le habló en su lengua de rumoreos
de viajes locos, de pechos fieles,
de remembranzas y devaneos
junto a la borda de los bajeles,
de aves errantes que van a pares
buscando albergues sobre los mares,
de tempestades y de ciclones
y de esos tristes besos perdidos
que van con rumbos desconocidos
bajo las altas constelaciones.

Y el tiempo vino, silente y grave,
siguiendo siempre su ruta ciega,
con el misterio de aquella nave
que en una extraña canción noruega
lleva invisibles su casco lento
bajo las brumas del mundo aquel,
siempre azotada de un mismo viento
con un fantasma por timonel…

Y con los años la niña hermosa
cuya frescura ya ajaban canas,
mirando al agua desde la choza,
vio marchitarse la tinta rosa
de sus mejillas, antes lozanas…
Aún no clareaba detrás del monte
Y ya copiaban el horizonte
sus grandes ojos color de mar;
y en ellos iban las golondrinas,
en sus revuelos de peregrinas,
a ver las barcas ultramarinas
que en lontananza solían cruzan.

Y siempre, siempre la suspirante
y humilde prenda de amor, seguía
contando historias del nauta errante
llenas de inmensa melancolía:
ya eran nostalgias desconsoladas,
en lo infinito del mar lloradas,
noches de nieve que el viento azota,
miserias y hambres en tierra ignota;
triste cortejo que siempre avanza
por esas rutas, en que sus huellas
deja, guiada por las estrellas,
la banda loca de la esperanza.

Y el tiempo alado siguió en su vuelo,
y en sus mudanzas siguió la mar,
y al campo santo más de un abuelo
en la caleta fue a descansar:
siempre escuchando la voz lejana
la pescadora tornóse anciana;
barcos ignotos aves de paso
ya del oriente, ya del ocaso
la mar surcaban cada mañana;
sólo aquel loco bajel risueño
que al occidente partiera un día
tras la fortuna, que es sólo un sueño,
en lontananza no aparecía.

Y de la concha susurradora,
la amable historia, doliente asaz,
seguía oyendo la pescadora
vaga y distante cada vez más;
la sombra triste de otros amores
cruzaba a veces por sus rumores;
hasta que un día trajo el destino,
con los clamores de un torbellino
y entre infinitos ecos perdida,
la última queja del peregrino
sobre una roca desconocida.
Y entre las brumas de la mañana
de un taciturno día de invierno
sobre cuatro hombros subió la anciana,
vuelta hacia el cielo la frente cana,
por las colinas del sueño eterno.

Dejó la tierra como paloma
que abandonada su alero deja
y errante sigue de loma en loma
tras del amado que se le aleja…
Le dio la tumba refugio blando
y allí a su lado siguióle hablando
junto a los mares, el caracol,
del sueño eterno la eterna espera,
y de ese humano vivir soñando
sola y distinta dicha sincera
que el hombre alcanza y alumbra el sol.

En el fondo del lago

Soñé que era muy niño, que estaba en la cocina
escuchando los cuentos de la vieja Paulina.
Nada había cambiado: el candil en el muro,
el brasero en el suelo y en un rincón oscuro
el gato, dormitando. La noche estaba fría
y el tiempo tan revuelto, que la casa crujía…
Se escuchaba a lo lejos ese rumor de pena
que sollozan las olas al morir en la arena,
y a intervalos más largos esos vagos aullidos
con que piden auxilio los vapores perdidos.
Nosotros, los chiquillos, oíamos el cuento
sentados junto al fuego, y como entrara el viento
por unos vidrios rotos, su frente medio cana,
la vieja se cubría con su charlón de lana.

Era un cuento muy bello:
Tres príncipes hermanos
que se fueron por mares y países lejanos
tras la bella princesa que la mano de una hada
en un lago sin fondo mantenía encantada.
El mayor, que fue al norte, no regresó en su vida;
el otro, que era un loco, pereció en la partida;
y el menor, que era un ángel por lo adorable y bello,
llegó al fondo del lago sin perder un cabello…
Allá abajo, en el fondo, vio paisajes divinos,
castillos encantados de muros cristalinos
y en un palacio inmenso, de infinita belleza,
encerrada y llorando, vio a la pobre princesa.
Se encontraron sus ojos, se adoraron al punto
y lo demás fue cosa de poquísimo asunto,
pues al verlos tan bellos como el sol y la aurora,
el hada, que era buena, los casó sin demora.

-Así acabó la historia de aquella noche… El gato
se despertó gruñendo, desperezóse un rato
y se durmió de nuevo. Zumbó las ventolina
en el cañón, ya frío, de la vieja cocina…
Se levantó un chicuelo y sin hacer ruido
enhollinó la cara de otro chico dormido…
Yo, me quedé soñando con el príncipe amado
por la bella princesa, con el lago encantado
y también con los tristes y apartados desiertos
donde duermen los huesos de los príncipes muertos.