El castillo de Eppstein

Resumen del libro: "El castillo de Eppstein" de

El castillo de Eppstein, una novela escrita en el más puro estilo gótico que hacía furor en el siglo XIX con sus imprescindibles dosis de secretos familiares, maquiavélicos villanos, doncellas en peligro, amores apasionados y espectros vengadores.

Una macabra leyenda pesa sobre la familia Eppstein desde tiempos inmemoriales: todas las mujeres que mueren en el castillo la noche del 24 de diciembre no encuentran el reposo eterno y regresan del más allá para atormentar a sus moradores. Y Albina, la bella esposa del malvado conde Maximiliano, no será una excepción.

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PRIMERA PARTE

Introducción

Ocurrió durante una de esas prolongadas y maravillosas veladas que pasamos, durante el invierno de 1841, en la residencia florentina de la princesa Galitzin. En aquella ocasión, nos habíamos puesto de acuerdo para que cada uno contase una historia, un relato que, por fuerza, había de ser del género fantástico. Todos habíamos narrado ya la nuestra, todos menos el conde Élim.

Era un joven alto, rubio y bien parecido, delgado y pálido también. Mostraba, normalmente, un aspecto melancólico, que marcaba un fuerte contraste con accesos de alocada alegría que en ocasiones sufría, como si de una fiebre se tratase, y que se le pasaban de forma súbita, como un ataque. En su presencia, la conversación ya había versado sobre cuestiones semejantes; pero cada vez que le preguntábamos acerca de apariciones, aunque no fuera más que la opinión que tenía sobre el particular, siempre nos había respondido, con una sinceridad de las que no dejan lugar a dudas, que él creía en ellas.

¿Por qué? ¿Cuál era la causa de aquella seguridad? Nadie se lo había preguntado nunca. Además, en lo tocante a estas cosas, uno cree en ellas, o no, y no resulta fácil dar con una razón que explique el motivo de tal fe o de tal incredulidad. Por ejemplo, Hoffmann pensaba que sus personajes eran todos reales, y no le cabía ninguna duda de que había visto a maese Floh o de que había trabado conocimiento con Coppelius. Por eso, cuando ya se habían contado las más singulares historias de espectros, apariciones y fantasmas, y el conde Élim nos había comentado que creía en ellas, nadie dudó ni por un instante de que así fuese.

De modo que cuando le llegó el turno al propio conde, todos nos volvimos con curiosidad hacia él, decididos a insistirle en caso de que pretendiese excusar su contribución, convencidos como estábamos de que su relato contendría todos los rasgos de realismo que constituyen el atractivo principal de este tipo de narraciones. Pero nuestro cronista no se hizo de rogar y, en cuanto la princesa le recordó su compromiso, hizo una reverencia a modo de respuesta afirmativa, al tiempo que nos pidió disculpas por contarnos un sucedido que era personal.

Ya imaginarán que tal preámbulo sólo sirvió para añadir más interés si cabe al relato que todos esperábamos. Todos guardamos silencio, y el conde dijo así:

«Hará unos tres años, me encontraba de viaje por Alemania, y era portador de unas cartas de recomendación para un rico comerciante de Fráncfort, que poseía una estupenda finca de caza en los alrededores de esa ciudad. Como sabía de mi gusto por este ejercicio, me invitó, no a cazar en su compañía (deporte que detestaba con todas sus fuerzas), sino con su primogénito, cuyas ideas sobre este particular diferían por completo de las de su padre.

En la fecha que habíamos acordado, nos encontramos en una de las puertas de la ciudad, donde nos esperaban caballos y carruajes. Cada uno de nosotros ocupó su lugar en aquellos coches, o montó en la cabalgadura que tenía asignada, y partimos tan contentos.

Al cabo de hora y media de marcha, llegamos a las posesiones de nuestro anfitrión, donde nos aguardaba un espléndido almuerzo. Me vi, pues, obligado a reconocer que, aunque no fuera cazador, nuestro comerciante sabía muy bien cómo hacer los honores cinegéticos a sus invitados.

Éramos ocho personas en total: el hijo de nuestro anfitrión, su tutor, cinco amigos y yo. En la mesa, me tocó al lado del preceptor. Y hablamos de viajes: él había estado en Egipto, y yo acababa de llegar de aquel país. Este hecho creó entre nosotros una de esas relaciones pasajeras que, aunque parecen duraderas en el momento de su aparición, se esfuman al día siguiente, con la separación de los contertulios, para no reanudarse jamás.

Así que, cuando nos levantamos de la mesa, convinimos en que cazaríamos juntos. Incluso me aconsejó que me quedase en la retaguardia y que apuntase con mi arma en todo momento en dirección a los montes de Taunus, habida cuenta de que tanto liebres como perdices tendían a escapar hacia los bosques allí situados, con lo que disfrutaría de la posibilidad de disparar no sólo a la caza que yo levantase, sino también a las piezas de los demás.

Y seguí al pie de la letra sus consejos, máxime si se tiene en cuenta que comenzamos a cazar ya pasado el mediodía y que, en el mes de octubre, los días son cortos. Cierto es que, ante la abundancia de caza, al punto comprendimos que pronto recuperaríamos el tiempo perdido.

No tardé en comprobar la excelencia del consejo que me había dado el preceptor. No sólo saltaban cada poco liebres y perdices cerca de donde yo me encontraba, sino que observaba cómo se escondían en los bosques bandadas enteras, a las que yo podía disparar fácilmente, puesto que las tenía a tiro, mientras que mis compañeros se veían obligados a correr tras ellas. Al cabo de dos horas, como iba acompañado de un buen perro, decidí lanzarme a la montaña, con la intención de permanecer siempre en los lugares más elevados para no perder de vista a mis compañeros.

Pero está claro que el dicho de que el hombre propone y Dios dispone se inventó especialmente para los cazadores. Durante un rato, procuré tener la llanura a la vista, cuando una bandada de perdices rojas levantó el vuelo hacia el valle. Eran las primeras aves de esta especie que había visto en todo el día. Maté a un par de ellas de dos tiros y, ávido de más, como el cazador de La Fontaine, comencé a perseguirlas…».

—Perdón —dijo el conde Élim a las damas, tras interrumpir su narración—; les pido excusas por todos estos detalles cinegéticos, pero estimo que son necesarios para explicar mi situación de aislamiento y la singular aventura que siguió a esta circunstancia.

Todos aseguramos al conde que le escuchábamos con el mayor interés, y nuestro narrador prosiguió con su historia.

«Perseguí, encarnizadamente, aquella bandada de perdices que, de mata en matorral, de cuesta en pendiente y de valle en llano, acabó por arrastrarme hasta el interior del monte. Las perseguía con tanto ardor que no reparé en que el cielo se había cubierto de nubes y amenazaba tormenta, hasta que un trueno me lo puso de manifiesto. Miré a mi alrededor: me encontraba en el fondo de un valle, en mitad de un claro, rodeado de montañas boscosas. En la cumbre de una de ellas, vi las ruinas de un antiguo castillo. ¡Pero ni trazas de camino para llegar hasta él! Como había ido tras la caza, había corrido por zarzas y brezales, pero si quería un sendero como Dios manda, había que dar con él, aunque vaya usted a saber dónde.

El cielo se tornaba más oscuro, y los truenos se sucedían a intervalos cada vez más cortos. Con estrépito, gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre las hojas que amarilleaban, y que cada bocanada de aire arrastraba a centenares, como pájaros que abandonan un árbol.

No había tiempo que perder. Traté de orientarme como mejor supe y, cuando me pareció que había dado con la dirección adecuada, me puse a andar, decidido a no apartarme de aquella trayectoria. Me parecía evidente que al cabo de un cuarto o de media legua daría con algún sendero, con algún camino, que me llevaría a algún sitio. Por otra parte, ninguno de los habitantes de aquellos montes, ni animales ni personas, me inquietaban, puesto que todo se reducía a posibles y timoratas piezas de caza y a unos cuantos pobres campesinos. Lo peor que me podía pasar era que me viera obligado a pasar la noche bajo un árbol, lo que tampoco sería para tanto si el cielo no tomase a cada instante un aspecto más amenazador. Me dispuse, pues, a hacer un último esfuerzo para dar con algún refugio, y anduve más deprisa.

Pero, como ya les he dicho, mi caminata tenía lugar por un talud situado en la ladera de uno de aquellos montes y, a cada paso, algún accidente del terreno me obligaba a detenerme. En ocasiones, era una vegetación tan tupida que hasta mi perro de caza reculaba; otras, se trataba de uno de esos cortes del terreno tan frecuentes en las zonas montañosas, que me forzaba a dar un largo rodeo. Además, y para colmo de males, el cielo se tornaba más negro cada vez, y la lluvia ya caía con una intensidad lo bastante fuerte como para preocupar a cualquiera que no tiene ni idea de dónde encontrar cobijo. A eso hay que añadir que el almuerzo que nos había ofrecido nuestro anfitrión ya quedaba lejano en el tiempo, sobre todo si tienen en cuenta la caminata que me había dado desde hacía seis horas, ejercicio que me había facilitado extraordinariamente la digestión.

A medida que avanzaba, se espesaba la vegetación de aquel monte bajo hasta convertirse en un verdadero bosque, lo que me permitió caminar con mayor facilidad. Pero con tantas vueltas y revueltas, y según mis cálculos, tenía que haberme desviado del itinerario que había previsto inicialmente, aunque esto no me preocupaba demasiado. A cada paso que daba, aquel bosquecillo aumentaba, hasta tomar el imponente aspecto de un respetable bosque. Me interné en él y, tal y como había previsto, al cabo de un cuarto de legua, di con un sendero.

Mas ¿en qué sentido debería seguirlo? ¿A la derecha o a la izquierda? Como no tenía ninguna indicación que pudiese ayudarme, me arriesgué a ponerme en manos del azar, y torcí hacia la derecha o, más bien, seguí al perro, que había comenzado a andar en aquella dirección.

El castillo de Eppstein – Alejandro Dumas

Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.

Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.