Las lobas de Machecoul

Resumen del libro: "Las lobas de Machecoul" de

El aclamado autor francés Alejandro Dumas nos transporta a la convulsa Francia de 1791 en su intrigante novela «Las Lobas de Machecoul». Dumas, reconocido por su habilidad para entrelazar drama, aventura y romance, nos sumerge en un relato lleno de giros inesperados y personajes inolvidables.

La trama se centra en el Marqués de Souday, un valiente guerrero que combate junto al ejército realista de Charrette en su lucha por restaurar al rey Luis XVII en el trono de Francia. Acompañado por su leal amigo Jean Oullier, el Marqués se ve envuelto en una serie de eventos que cambiarán su vida para siempre.

La traición de un espía lleva a la muerte de Charrette, obligando al Marqués a huir y refugiarse en Bretaña. Allí, su encuentro fortuito con la joven costurera Eva marca un nuevo comienzo en su vida. Juntos, forman una conexión profunda y Eva le implora al Marqués que la saque de su entorno peligroso.

La relación entre el Marqués y Eva florece, y pronto dan la bienvenida a gemelas, María y Berta. Sin embargo, la felicidad se ve empañada por la trágica muerte de Eva en el parto, dejando al Marqués solo para criar a las niñas. Su regreso al castillo de Machecoul con las gemelas da lugar a rumores y chismes entre los lugareños, quienes las apodan las «Lobas de Machecoul» debido a sus poco convencionales costumbres.

Dumas teje hábilmente los hilos del destino mientras explora temas de lealtad, amor y sacrificio en un contexto histórico tumultuoso. A través de sus vívidas descripciones y diálogos cautivadores, «Las Lobas de Machecoul» se erige como una obra maestra del romance histórico, dejando una impresión perdurable en el lector.

Libro Impreso

I

El ayudante de campo

LECTOR, si has ido alguna vez de Nantes a Bourgneuf, al llegar a San Filiberto habrás rodeado, por decirlo así, el ángulo meridional del lago de Grandlieu, y continuando tu camino habrás llegado a los primeros árboles de la selva de Machecoul después de una o dos horas de marcha.

Llegado allí, a la izquierda del camino y en un soto que parece formar parte del bosque, del que únicamente le separa la carretera, habrás descubierto las agudas puntas de dos estrechas torrecillas y el techo parduzco de un pequeño castillo perdido entre las hojas.

Las paredes agrietadas de aquella casa solar, sus ventanas destrozadas y su tejado invadido por los musgos parásitos, le dan, no obstante sus pretensiones feudales y de las dos torrecillas que la defienden, una apariencia tan mezquina, que no excitaría la envidia de los caminantes que la contemplan, a no ser por su deliciosa situación delante de los seculares árboles del bosque de Machecoul, cuyas verdes olas se confunden con el horizonte hasta donde puede alcanzar la vista.

Este pequeño castillo pertenecía, en 1831, a un antiguo hidalgo apellidado el marqués de Souday, cuyo nombre había tomado, y del cual vamos a ocuparnos después de haberlo hecho con su propiedad.

El marqués de Souday era el único representante a la vez que el último heredero de una antigua e ilustre familia de Bretaña, porque el lago de Grandlieu, el bosque de Machecoul y la ciudad de Bourgneuf, situados en la parte de Francia circunscrita hoy en el departamento del Loire Inferior, formaba parte de la provincia de Bretaña antes que aquella nación se dividiese en departamentos. Su familia había sido en otra época uno de esos árboles feudales de frondosas ramas cuya sombra se extiende sobre toda una provincia; pero los antepasados del marqués, a fuerza de gastar para ocupar dignamente un puesto en las carrozas reales, llegaron a talarlo poco a poco de tal modo, que la revolución de 1789 llegó, muy oportunamente para impedir que la mano del alguacil derribase su tronco carcomido, reservándole un fin más digno de su noble alcurnia.

Al sonar la hora de la Bastilla, al hundirse la antigua cárcel de los reyes, presagiando el hundimiento de la monarquía, el marqués de Souday, heredero ya, si no de los bienes —pues sólo quedaba de estos la casa solariega de que hemos hablado— a lo menos del nombre de su padre, era primer paje de Su Alteza Real el conde de Provenza.

A los dieciséis años —esta era la edad que entonces contaba el marqués— los acontecimientos no son más que accidentes; y, por otra parte, era casi imposible no volverse indiferente a todo en la corte epicúrea, volteriana y constitucional del Luxemburgo, donde el egoísmo reinaba con absoluta libertad.

A él fue a quien enviaron a la plaza de la Gréve para espiar el momento en que el verdugo apretaría la cuerda en torno al cuello de Favras y en que este, exhalando el último suspiro, devolvería a Su Alteza Real la tranquilidad que momentáneamente había perdido.

Entonces volvió a escape al Luxemburgo para decir:

—¡Monseñor, todo ha terminado!

Oído lo cual, Monseñor, con su voz clara y débil, dijo:

—¡A la mesa, señores, a la mesa!

Y todos cenaron tranquilamente, como si no acabase de ser ahorcado, como un asesino o un vagabundo, un honrado caballero que sacrificaba generosamente su vida por Su Alteza.

A este acontecimiento sucedieron los primeros días trágicos de la revolución, la publicación del Libro rojo, la retirada de Necker y la muerte de Mirabeau.

Cierto día, el 22 de febrero de 1791, una inmensa multitud acudió al Luxemburgo, rodeándolo por todos lados.

Debíase esto a los rumores que corrían de que Monseñor quería huir y juntarse con los emigrados que se reunían en el Rin.

Pero Monseñor apareció en el balcón y juró solemnemente no abandonar al rey.

Y, en efecto, el 21 de junio partió con este, sin duda para no faltar a su palabra de no abandonarle.

No obstante, le abandonó, por fortuna para él, pues llegó con toda tranquilidad a la frontera de Bélgica con su compañero de viaje el marqués de Avaray, en tanto que Luis XVI era arrestado en Varennes.

Nuestro paje estimaba demasiado su reputación de joven a la moda para permanecer en Francia, donde, sin embargo, la monarquía iba a tener necesidad de sus más decididos defensores, por lo que emigró también; y como nadie reparó en un paje de dieciocho años, llegó sin contratiempo a Coblenza, en donde contribuyó a completar el cuadrado de los mosqueteros que volvía a formarse allende el Rin bajo las órdenes del marqués de Montmorin. En los primeros encuentros combatió con bravura a las órdenes de los tres Condé, siendo herido delante de Tionvila; pero, al fin, después de muchas decepciones, experimentó la más dolorosa de todas con el licenciamiento de los cuerpos de emigrados, medida que arrebataba a muchos desgraciados, al par que sus esperanzas, el pan del soldado, que era su último recurso. Bien es verdad que aquellos soldados combatían contra Francia y que aquel pan estaba amasado por mano del extranjero.

El marqués de Souday dirigió entonces sus miradas a la Bretaña y a la Vendée, donde hacía dos años que se libraba el combate.

En el último de estos dos puntos, los principales jefes de la insurrección habían muerto o sido asesinados.

Cathelineau lo habla sido en Vanes, Lescure en La Tremblaye, Bonchamps en Cholet, y de Elbée iba a ser fusilado en Noirmoutiers.

Por último, el llamado Grande Ejército había sido destruido en Mans.

Había vencido en Fontenay, en Saumur, en Torfou, en Laval y en Dol; alcanzando la victoria en sesenta combates; hechos frente a todas las fuerzas de la República, confiadas sucesivamente a Biron, a Kléber, a Westermann y a Marceau; había visto, rehusando el apoyo de Inglaterra, incendiar sus cabañas, asesinar a sus hijos y degollar a sus padres; tuvo por jefes a Cathelineau, Enrique de La Rochejaquelein, Stofflet, Bonchamps, Forestier, de Elbée, Lescure, Marigny y Talmont; había permanecido fiel a su Rey cuando este se veía abandonado por el resto de Francia; había adorado a su Dios cuando París proclamaba que este no existía, y, finalmente, había merecido que Napoleón llamase un día a la Vendée la Tierra de los Gigantes.

Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.

Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.