El collar de la Reina

Resumen del libro: "El collar de la Reina" de

La situación en Francia para finales del Siglo XVIII era insostenible económicamente, el pueblo moría de hambre y frío, mientras que el clero, la nobleza y en especial la Reina María Antonieta de Austria, se daban la gran vida. El Cardenal de Rohan en un intento por comprar el favor de la Reina se ve estafado, y el pueblo francés pierde la confianza en sus políticos, que gastan millones en joyas, mientras ellos mueren de hambre. El asunto del collar de la reina, que por sí solo ya tenía tintes novelescos, es tomado por Alejandro Dumas, que le da su particular toque, lleno de aventuras, intrigas y por supuesto, una que otra historia de amor.

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I

UN VIEJO GENTILHOMBRE Y UN VIEJO MAESTRESALA

En los primeros días del mes de abril de 1784, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde, el viejo mariscal de Richelieu, antiguo conocido nuestro, después de haberse impregnado las cejas con un tinte perfumado, rechazó con la mano el espejo que sostenía su ayuda de cámara, sucesor, pero no sustituto, del fiel Rafté, y, moviendo la cabeza con aquel gesto que le era propio, dijo:

—Vamos. Ya estoy preparado.

Se levantó de su sillón y se sacudió con ademán juvenil las motas de polvo blanco que habían volado de su peluca a su pantalón azul celeste.

Seguidamente, y después de dar dos o tres vueltas por el cuarto de aseo a fin de desentumecer las piernas, dijo:

—Que venga mi maestresala.

Cinco minutos después, el maestresala se presentó en traje de ceremonia. El mariscal adoptó el gesto grave que requería la situación.

Monsieur —dijo—, supongo que me habréis preparado un buen almuerzo.

—Por supuesto, monseñor.

—Os han entregado la lista de los convidados, ¿verdad?

—Recuerdo exactamente el número, monseñor. Nueve cubiertos, ¿no es eso?

—Hay cubiertos y cubiertos…

—Sí, monseñor, pero…

El mariscal interrumpió al maestresala con un breve movimiento de impaciencia, no exento, sin embargo, de majestad.

—«Pero…» no es una respuesta, monsieur. Y cada vez que oigo la palabra «pero», y estoy oyéndola muchas veces desde hace ochenta y ocho años…, cada vez que he oído esa palabra, ya estoy harto de decíroslo, precedía a una tontería.

—Monseñor…

—A ver: ¿para qué hora habéis dispuesto la comida?

—Monseñor, los burgueses comen a las dos, los letrados a las tres y la nobleza a las cuatro.

—¿Y yo, monsieur?

—Monseñor comerá a las cinco.

—¡Oh, a las cinco!

—Sí, monseñor; como el rey.

—Y ¿por qué como el rey?

—Porque en la lista que monseñor me ha remitido está el nombre de un rey.

—Nada de eso. Os equivocáis. Entre mis invitados de hoy sólo hay simples caballeros.

—Monseñor quiere divertirse con su humilde servidor, y le agradezco el honor que me hace. Pero como el señor conde de Haga, que es uno de los invitados de monseñor…

—¿Y qué?

—Pues que el conde de Haga es un rey.

—No conozco a ningún rey que se llame así.

—Que monseñor me perdone —dijo el maestresala, inclinándose—, pero había creído, había supuesto…

—Vuestra obligación no consiste en creer. Vuestro deber no es suponer. Lo que tenéis que hacer es leer las órdenes que os doy, sin añadir comentarios. Cuando quiero que se sepa una cosa, la digo, y cuando no la digo, es que deseo que se ignore.

El maestresala se inclinó por segunda vez, y ahora mucho más respetuosamente que si estuviese hablando con un rey.

—Por lo tanto, monsieur —continuó el viejo mariscal—, quisiera, puesto que sólo vienen caballeros a comer, que me sirvieseis la comida a la hora de costumbre, a las cuatro.

Al oír esta orden, la expresión del maestresala se nubló como si acabase de escuchar su sentencia de muerte. Palideció, encogiéndose bajo el golpe. Después se irguió con el valor de la desesperación.

—Que sea lo que Dios quiera —dijo—, pero monseñor comerá a las cinco.

—¿Por qué a las cinco? —exclamó el mariscal.

—Porque es materialmente imposible que monseñor coma antes.

Monsieur —dijo el viejo mariscal, moviendo con altivez su cabeza todavía joven—, hace ya veinte años que estáis a mi servicio, ¿no es así?

—Veintiún años, monseñor, un mes y dos semanas.

—Pues a esos veintiún años, un mes y dos semanas no añadiréis ni un día más, ni siquiera una hora. ¿Comprendido? —replicó el anciano, pellizcándose sus finos labios y frunciendo las cejas pintadas—. Desde esta tarde os buscaréis un nuevo amo. No admito que la palabra «imposible» se pronuncie en mi casa. Y a mi edad ya no deseo aprenderla. No puedo perder el tiempo.

Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.

Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.