Poesía de Chile
Poemas de Carlos Pezoa Véliz
Carlos Pezoa Véliz fue un poeta, periodista y educador chileno que nació en Santiago el 21 de julio de 1879 y murió en la misma ciudad el 21 de abril de 1908, a los 28 años de edad. Su obra literaria, que publicó principalmente en periódicos y revistas de la época, fue rescatada y editada después de su muerte por diversos autores que reconocieron su valor y originalidad.
Pezoa Véliz se inscribe en el movimiento posmodernista latinoamericano, que rompió con los modelos parnasianos y simbolistas del modernismo de Rubén Darío. Su poesía se caracteriza por una conciencia del lenguaje como fundamento de una nueva mirada sobre el mundo y, en particular, sobre las raíces culturales y psicológicas de lo chileno. Su temática abarca la vida del campo y de la ciudad, el campesino pobre, los relegados y marginales, los humillados y caídos, mediante un lenguaje coloquial e irónico, y no pocas veces atravesado de melancolía y dolor.
Su obra constituye una poesía de rebeldía, denuncia, ironía, parodia y también de un lirismo sencillo pero profundo, en el que algunos críticos han visto un antecedente de Nicanor Parra. Entre sus poemas más conocidos se encuentran “Hijo del pueblo”, “El pintor Pereza”, “Nada”, “Alma chilena” y “Tarde en el hospital”. Este último lo escribió después de quedar gravemente herido en el terremoto que azotó a Valparaíso en 1906, que le causó la amputación de una pierna y le agravó la tuberculosis que padecía.
Además de poeta, Pezoa Véliz fue periodista y reportero. Colaboró con diversos diarios como El Obrero, La Ley, La Campaña, El Chileno, La Voz del Pueblo y La Comedia Humana. En sus artículos y crónicas retrató la realidad social y política de su tiempo, con especial atención a las oficinas salitreras del norte, donde realizó un viaje en 1905. También fue testigo del fusilamiento de Émile Dubois, el famoso criminal francés que asesinó a varios prestamistas en Valparaíso.
Pezoa Véliz fue un poeta autodidacta que se formó leyendo a autores como Gutiérrez de Nájera, Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Allan Poe, Gorki y Tolstoi. También fue influenciado por el gusto modernista por lo “raro” que imperaba en la época. Sin embargo, supo crear una voz propia e independiente de las modas literarias, representativa de la raíz y la voz del pueblo chileno.
Carlos Pezoa Véliz es un poeta fundacional y fundamental en la historia de la poesía chilena. Su obra ha sido reeditada y estudiada por numerosos críticos e investigadores que han destacado su originalidad, su valor social y su vigencia. Su poesía sigue siendo una fuente de inspiración para las nuevas generaciones de escritores que buscan expresar la identidad y la diversidad de Chile.
Entierro de campo
Con un cadáver a cuestas,
camino del cementerio,
meditabundos avanzan
los pobres angarilleros.
Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hace llorar sus reflejos;
cuatro maderos de encina,
cuatro acompañantes viejos…
Una voz cansada implora
por la eterna paz del muerto;
ruidos errantes, siluetas
de árboles foscos, siniestros.
Allá lejos, en la sombra,
el aullar de los perros
y el efímero rezongo
de los nostálgicos ecos…
Sopla el puelche. Una voz dice:
-Viene, hermano, el aguacero.
Otra voz murmura: -Hermanos,
roguemos por él, roguemos.
Calla en las faldas tortuosas
el aullar de los perros;
inmenso, extraño, desciende
sobre la noche el silencio;
apresuran sus responsos
los pobres angarilleros,
y repite alguno: -Hermano,
ya no tarda el aguacero;
son las cuatro, el agua viene,
roguemos por él, roguemos.
Y como empieza la lluvia,
doy mi adiós a aquel entierro,
pico espuela a mi caballo
y en la montaña me interno.
Y allá en la montaña oscura,
¿quién era?, llorando pienso:
-¡Algún pobre diablo anónimo
que vino un día de lejos,
alguno que amó los campos,
que amó el sol, que amó el sendero,
por donde se va a la vida,
por donde él, pobre labriego,
halló una tarde el olvido,
enfermo, cansado, viejo.
A una morena
Tienes ojos de abismo, cabellera
llena de luz y sombra, como el río
que deslizando su caudal bravío,
al beso de la luna reverbera.
Nada más cimbrador que tu cadera,
rebelde a la presión del atavío…
Hay en tu sangre perdurable estío
y en tus labios eterna primavera.
Bello fuera fundir en tu regazo
el beso de la muerte con tu brazo…
Espirar como un dios, lánguidamente,
teniendo tus cabellos por guirnalda,
para que al roce de una carne ardiente
se estremezca el cadáver en tu falda…
Al amor de la lumbre
A la señora Dolores Endeyza de Silva
Junto a las grutas de las quebradas
donde las aguas alborotadas
charlan de asuntos si ton ni son,
hay una casa de corredores
donde hay palomas tiestos con flores,
y enredaderas en el balcón.
Es una casa de tres ventanas
donde la madre luce sus canas
como argumento de algo gentil,
y unos modales llenos de gracia
que hacen más grave la aristocracia
del aire místico y señoril.
Si fueran cosas de tiempo antiguo,
más de una oda de metro exiguo
hubiera escrito Fray Luis de León,
sobre la dama de blanco pelo,
sobre las dichas que allá en el cielo
tendrán los buenos de corazón.
Y en verdad digna es de verso y prosa
la blanca mesa, la blanca loza,
la porcelana de albo matiz,
los cuchicheos, los tenues corros
y el agua alegre que salta a chorros
por una enorme llave matriz.
Es una dicha que causa pena…
La broma alegre, la charla amena
y allá en el piano, la, si, do, re…
Los besos largos, las risas claras
y el tintineo de las cucharas
sobre las blancas tazas de té.
Unos comentan el cuento charro;
éste que piensa fuma el cigarro
mirando el humo subir, subir.
Hace proyectos mientras bosteza
y ve en las brumas de su pereza
las alegrías que han de venir.
La madre cose; la joven piensa;
la chica enreda su oscura trenza;
los grandes hurgan temas de amor.
Y si a la larga se ponen tristes,
el más alegre cuenta unos chistes
que a todos ponen de buen humor.
Mientras, las flores pueblan la mesa
y la bandeja de plata gruesa
y las cajitas donde hay café,
en cuyas clásicas etiquetas
hay unos chinos que hacen piruetas
sobre cajones llenos de té.
En los jarrones de porcelana
hay una torre y una campana
que casi, casi repica ya…
un cuadro antiguo, colgado al muro,
y en él un gesto grave y seguro
sobre el retrato del buen papá.
Si allá un piloto maniobras manda,
los chicos todos en la baranda
piensas: ¿a dónde va el bergantín?
…Y sopla el viento del mediodía
y una brumosa melancolía
vacía en el aire vahos de esplín.
En las heladas tardes de invierno
se leen libros de arte moderno
o alguna charla de Pedro Gil;
oye la dama de pelo cano,
callado el viento, callado el piano,
y Paderewsky sobre el atril…
Cuando en las noches hay aguacero,
niños y gatos junto al brasero
oyen La lámpara de Aladín;
cuentos de negros duchos en bromas,
niñas que un hada volvió palomas
o gigantones con piel de espín.
…Suenan las doce; la madre reza;
hay en los cielos mucha tristeza,
abajo un vaho sentimental
mientras que enfermas de hipocondría
cantan las ranas su letanía
allá en la orilla de un manantial.
Sueñan los niños que allá en la gloria
hay una inmensa preparatoria
donde Dios hace de preceptor;
y que en las clases, de traje blanco,
a cada uno pone en el banco
una corneta con un tambor.
Cuerdas heridas
A una rubia
Semejante al fulgor de la mañana,
en las cimas nevadas del oriente,
sobre el pálido tinte de tu frente
destácase tu crencha soberana.
Al verte sonreír en la ventana
póstrase de rodillas el creyente
porque cree mirar la faz sonriente
de alguna blanca aparición cristiana.
Sobre tu suelta cabellera rubia
cae la luz en ondulante lluvia.
Igual al cisne que a lo lejos pierde
su busto en sueños de oriental pereza,
mi espíritu que adora la tristeza
cruza soñando tu pupila verde.
El perro vagabundo
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.
Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.
Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.
Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.
Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.
Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.
Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.
Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.
En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.
El pintor Pereza
Este es un artista de paleta añeja
que usa una cachimba de color coñac
y habita una boharda de ventana vieja
donde un reloj viejo masculla: tic tac…
Tendido a la larga sobre un mueble inválido,
un bostezo larga, y otro, y otro: ¡tres!
¡Diablo de muchacho, pobre diablo escuálido,
pero con modorras de viejo burgués!
Cerca de él, cigarros fingen los pinceles,
sobre la paleta de extraño color:
sus últimos toques fueron dos claveles
para un cuadro sobre cuestiones de amor.
Cerca un lápiz negro de familia Faber
enristra la punta como un alfiler;
hay tufo a sudores y olor a cadáver,
hay tufo a modorras y olor a mujer.
Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma
en una cachimba de color coñac,
y mira unos cuadros repletos de bruma
sobre un hecho que hubo cerca del Rimac.
El pintor no lee. La lectura agobia,
y anteojos de bruma pone en la nariz;
Juan odia los libros, ve horrible a su novia,
y todas las cosas con máscara gris.
Su mal es el mismo de los vagabundos:
fatiga, neurosis, anemia moral,
sensaciones raras, sueños errabundos
que vagan en busca de un vago ideal.
Ni piensa, ni pinta, ni el humor ingenia.
¡Qué ha de pintar, si halla todo sin color!
Tiene hipocondría, tiene neurastenia,
y hace un gesto de asco si oye hablar de amor.
Mira un cuadro antiguo sin pensar en nada,
mira el techo, el humo, las flores, el mar,
una barca inglesa que ha tiempo está anclada
y unas acuarelas a medio empezar.
De un escritorillo sobre la cubierta
un ramo de rosas chorrea placer
y una obra moderna, rasgada y abierta,
muestra sus encantos como una mujer.
El pintor no lee. La lectura agobia:
Juan Valjean es bruto, necio Tartarín;
Juan odia los libros, ve horrible a su novia
y muere en silencio, de tedio, de esplín.
Sudores espesos empapan los oros
que el lacio cabello recoge del sol,
y se abren al beso del aire los poros
del rostro manchado con tintas de alcohol.
Y mientras el meollo puebla un chiste rancio,
que dicho con gracia fuera original,
una flor de moda muere de cansancio
sobre la solapa donde está el ojal.
Hay planchas que esperan el baño potásico;
un cuadro de otoño y una mancha gris,
una oleografía de un poeta clásico
con gestos de piedra y ojuelos de miss.
Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma
en una cachimba de color coñac,
y enfermo incurable de una larga bruma,
oye un reloj viejo que dice: tic tac…
Ni piensa ni pinta, ni el humor ingenia.
¡Qué ha de pintar si halla todo color gris!
Tiene hipocondría, tiene neurastenia
y anteojos de brumas sobre la nariz.
Así pasa el tiempo. Solo, solo el cuarto…
Solo Juan Pereza, sin hablar. ¿De qué?
Flojo y aburrido como un gran lagarto,
muerta la esperanza, difunta la fe.
La madre está lejos. A morir empieza,
allá donde el padre sirve un puesto ad hoc;
no le escribe nunca porque la pereza
le esconde la pluma, la tinta o el block.
Hace ya diez años que en el tren nocturno
y en un vagón de última dejó la ciudad;
iba un desertado recluta de turno
y una moza flaca de marchita edad.
Un gringo de gorra pensaba, pensaba…
Luego un cigarrillo… Y otro. ¿Fuma usted?
Luego un frasco cuyo líquido apuraba
para tanta pena, para tanta sed.
¡Tanta pena, tanta! Su llanto salobre
secaba una vieja de andrajoso ajuar;
iba un mercachifle y un ratero pobre
y una lamparilla que hacía llorar.
La vida… Sus penas. ¡Chocheces de antaño!
Se sufre, se sufre. ¿Por qué? ¡Porque sí!
Se sufre, se sufre… Y así pasa un año…
y otro año… ¡Qué diablo! la vida es así…
Teodorinda
Tiene quince años ya Teodorinda,
la hija de Lucas el capataz;
el señorito la halla muy linda;
tez de durazno, boca de guinda…
¡Deja que crezca dos años más!
Carne, frescura, diablura, risa;
tiene quince años no más… ¡olé!
y anda la moza siempre de prisa
cual si a la brava pierna maciza
mil cosquilleos hiciera el pie…
Cuando a la aldea de la montaña
con otras mozas va en procesión,
su erguido porte, fascina, daña…
y más de un mozo de sangre huraña
brinda por ella vaca y lechón.
¡Si espanta el brío, la airosa facha
de la muchacha!… ¡Qué floración!
¡Carne bravía, pierna como hacha,
anca de bestia, brava muchacha
para las hambres de su patrón!
Antes que el alba su luz encienda
sale del rancho, toma el morral
y a paso alegre cruza la hacienda
por los pingajos de la merienda
o la merienda de un animal.
Linda muchacha, crece de prisa…
¡Cuídala, viejo, como a una flor!
Esa muchacha llena de risa
es un bocado que el tiempo guisa
para las hambres de su señor.
Todos los peones están cautivos
de sus contornos, pues que es verdad
que en sus contornos medio agresivos
tocan clarines extralascivos
sus tres gallardos lustros de edad.
Sangre fecunda, muslo potente,
seno tan fresco como una col;
como la tierra, joven, ardiente;
como ella brava y omnipotente
bajo la inmensa gloria del sol.
Cuando es la tarde, sus pasos echa
por los trigales llenos de luz;
luego las faldas brusca repecha…
El amo cerca del trigo acecha
y le echa un beso por el testuz…
Tarde en el hospital
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
Nada
Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo… ¡Tal vez un perdido!
Un día de invierno lo encontramos muerto
dentro de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban… Entre sus papeles
no encontraron nada… los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto;
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.
Una chica dijo que sería un loco
o algún vagabundo que comía poco,
y un chusco que oía las conversaciones
se tentó de risa… ¡Vaya unos simplones!
Una paletada le echó el panteonero;
luego lió un cigarro; se caló el sombrero
y emprendió la vuelta…
Tras la paletada, nada dijo nada, nadie dijo nada…
Fecundidad
A Guillermo Labarca Hubertson.
El porte grave, el porte de esta robusta vaca
de cuernos recortados, el aire distinguido
de ésta que es corniabierta y ésta que es tan retaca,
manchan el pasto alegre donde rumia el marido.
Sopla un aire robusto. ¡Salud, señor paisaje!
¡Es usted tan potente! ¡Y es usted tan salvaje!
El toro de ancha testa contempla en la pradera
La encantadora carne de la esquiva ternera
que hacer saltar la brizna, buscando, hocico al aire,
no sé qué encanto nuevo que ha soñado…, el desgaire
de los gallos erguidos, de los polos de estacas
que hacen rueda a las pollas de floreados pompones,
entre el aire seriote de los toros y vacas
y el chirrido tedioso de cien mil moscardones.
Las moscas acrobáticas se buscan. Y los pavos
empiezan ademanes de lujuria en los rabos.
abiertos a la inmensa gloria de un sol lascivo
que torna obscuro el gesto y el ensueño agresivo.
Los peones cuchichean en los ranchos agrestes;
las hembras escudriñan los espacios celestes,
como soñando un hombre superior, un mancebo
de formas endiabladas, un macho ardiente, un nuevo
peón que viniera a brincos por las viviendas de ellas,
violando a las esposas antes que a las doncellas.
Por el abierto campo las manadas tranquilas
alargan los lamentos de las tardas esquilas,
mientras un venerable camero de agria testa,
salta por sobre aquella borrega o por sobre ésta.
Más allá un potro bayo de musculosos pechos
baja a brincos los quiebros de los bruscos repechos,
mueve la cola, mueve las orejas nerviosas,
salta, piafa, relincha; las patas temblorosas
se levantan, se doblan. El sol cae en el anca
y hay relampaguilleos de oro. Esbelta potranca
vine dando corcovos. Ansía que la violen
Sopla un viento de fuego que arrastra polen, ¡polen!
Oiga usted, buena moza que las vacas ordeña,
más blanca que la leche de las vacas la sueña
mi juventud. Sus pechos deben ser aún más blancos.
(El pastor le echa el ojo por los mórbidos flancos)
Oiga usted, buena moza. Mire el sol: una brasa…
¿Ve usted a la potranca? ¡Pues ella se solaza!
¿Y nosotros? ¡La sangre se me enciende, pastora!
Dame un beso. ¡Otro beso de tus labios! Ahora.
mira cómo en los campos la carne de las frutas
tirita; cómo corren oleadas disolutas.
Mira cómo la vida revienta. Mira cómo
el viento ama a las tierras y les araña el lomo…
La pastora se calla. El pastor tiembla y mira;
luego se va acercando. La pastora suspira…
- Raquel Muñoz de Franco
- Felipe Pardo y Aliaga
- Rubén Morales Buendía
- César Conto
- José Hierro
- Emmanuel Hocquard
- Charles Hubert Millevoye
- Tania Favela
- Eduardo Llanos Melussa
- Basilio Sánchez
- Juan de Timoneda
- Gloria Anzaldúa
- José Ruiz Rosas
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- Rubén Martínez Villena
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