Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Ciro Mendía

En el rincón poético de Colombia nació Carlos Edmundo Mejía Ángel, pero el mundo lo conocería como Ciro Mendía (1892-1979), un destacado poeta y dramaturgo de la tierra de Caldas, Antioquia. Su obra, impregnada de pasión y sátira, resonó como un eco poético a lo largo del siglo XX, dejando una marca indeleble en la rica tradición literaria de Colombia.

Mendía, iniciador del teatro regionalista colombiano, se erigió como un pionero cuyas obras teatrales llenaban los escenarios con un magnetismo irresistible. Su capacidad para plasmar la esencia de la comedia costumbrista y, posteriormente, adentrarse en las complejidades urbanas, le otorgó el reconocimiento de ser el «Tomás Carrasquilla de la escena«.

La influencia de Nietzsche se entreteje en sus versos, donde «El hombre libre» y «Juan Rebeldía» destilan el deseo ferviente de emancipación espiritual. Mendía, con más de 13 libros de poesía publicados, navegó entre las técnicas del teatro moderno, alcanzando la cima de su creatividad con «Prometea desencadenada» en 1955, una obra que reveló su audaz exploración de nuevas formas dramáticas.

Mendía no solo conquistó las tablas, sino que también se sumergió en el periodismo, contribuyendo al periódico El Espectador y las revistas El Artista y Colombia. Su pluma incisiva y satírica se dirigía a todos, desde políticos hasta él mismo, tejiendo un tapiz de crítica social que resonaba con la verdad y el humor.

Su legado literario se extiende por obras emblemáticas como «Sor Miseria» (1919), «Lámparas de Piedra» (1934), y «Caballito de Siete Colores» (1968). A través de sus poemas y piezas teatrales, Ciro Mendía se revela como un artista intrépido, un explorador de la condición humana cuya voz resuena en las letras colombianas como un faro eterno de creatividad y crítica.

Las dos avenidas

Por la avenida del olvido, lento
iba mi corazón convaleciente,
iba medio feliz, medio sonriente,
casi sin un dolor, casi contento.

Ya no tenía nubes en la frente
y estaba más sumiso el pensamiento,
y en ese fino y cálido momento
nada oscuro guardaba ya en la mente.

Yo miraba las aves y las hojas,
la tarde ardía de pinturas rojas,
cuando te vi de nuevo y no me viste.

Yo dejé del olvido la avenida
y tomé del amor, la conocida,
y por la del olvido tú seguiste.

Soledades

Pesa el ambiente y un doliente peso
hace llorar la página del día;
se me rompen la voz y la alegría
en esta soledad de carne y hueso.

Se me clava la ausencia de tu beso
y hace sangre mi luz. Yo te diría
que ya mi corazón perdió la vía,
porque el tuyo ha olvidado su regreso.

A esta casa sin miel y sin objeto,
hasta la lumbre le faltó al respeto
y el viento y el amor la han golpeado.

Es una isla conmovida, en donde
se oye de noche, pávido, y se esconde,
el grito de un fantasma enamorado.

Tragedia de una virgen

Era una buena chica, bien plantada,
Vivaz, alegre, fina, coquetona,
Era una gran delicia su persona
Por dioses y por diosas alabada.

Las tres gracias le dieron la corona,
Y por grandes poetas celebrada
Fue en el alto Parnaso señalada
Como la más picante y la más mona.

Pero el amor –el bicho entre los bichos-
Que tiene sus manías y caprichos
De su moral va siempre a la defensa.

-Virgen y rica soy… me dijo un día,
Y exclamé sin creer lo que decía:
¿Virgen y millonaria? ¡Que vergüenza!

Cambio de escena

Yo vivía al derecho y buenamente,

era dueño y señor de mi pobreza,
pero nunca faltaron en mi mesa
el pan ni la botella de aguardiente.
Yo era el amigo de la buena gente,

yo no dejaba entrar a la tristeza
en mi sangre y reía con largueza
y era ingenioso y casi inteligente.
Me divertía con sabrosas ganas

y al aire echaba canas, tantas canas,
que invadió la calvicie mi cabeza.
Pero un día la muerte —actriz notable—

abrió otra vez mi puerta respetable
y la velada convirtió en tragedia.

Huelga de ángeles

A Adán Arriaga Andrade
y Otto Morales Benítez,
hábiles buzos de las innumerables
lagunas del C.S. de T.

San José se llevó al cielo
su taller de mala muerte,
y en el cielo se divierte
Con muebles de mediopelo.
Sus taburetes de yelo
y sus poltronas de nieve
los fabrica en tiempo breve
mientras ángeles de menta
le exigen pague la cuenta
de salarios que les debe.

Los líderes celestiales
presentaron ya —bribones—
un pliego de peticiones,
de peticiones verbales.
Piden alza de jornales
y campo de balompié.
billar y salón de té,
salacunas y piscina
y hay que verle la mohína
al industrial San José.

Alega entre serio y bravo
que la madera ha subido,
que en los clavos que ha pedido,
esta vez no dio en el clavo.
Que no produce un ochavo
aquella ebanistería
de la que nadie se fía
y nunca se ve que avance,
y les presenta el balance
de JeJoMa y Compañía.

Los obreros y aprendices
fortifican su reclamo
y notifican al amo
que en huelga están felices.
San José sus cicatrices
contempla en su mano larga
y con voz dulce y amarga
les suplica en tono bajo
que regresen al trabajo…
y ellos gritan: ¡A la carga!

Sindicatos del Diamante,
de la Luz y del Perfume,
apoyarán —se presume—
el movimiento gigante.
Se organiza en un instante
un mítin casi siniestro,
e insinúan el secuestro
del Hijo multimillonario…
De piedras cae un rosario
en el taller. Padre nuestro…

Intervienen San Clemente
Y Lenin y San Mateo,
Marx, Stalin, San Tadeo,
Bakunin y San Vicente.
—Es un burgués indecente,
gruñe Karl. San José calla.
Y en las calles la metralla
a su música se apresta,
y se oye allá la protesta
de la celeste canalla.

San José lleno de espanto,
Suavemente y manso dijo:
—Por la salud de mi Hijo
Me entrego con gorra y manto.
Aquí les dejo mi llanto
y mi afán y mi sofoco,
el Pasivo, que no es poco,
el good-will, que es mi pobreza,
y este dolor de cabeza
que me está volviendo loco…

Los ángeles —con matracas—
se tomaron el taller,
San José se fue a leer
sus novelas policiacas.
Y en su rancho de albahacas
pasa sus días frutales,
sin conflictos laborales,
sin cepillo y sin garlopa,
gustando la eterna sopa
que le da María Puñales.

En casa

Yo soñaba en mi casa, viejo, oscuro,

entre libros y lágrimas y penas,
y aspiraba a quitarme las cadenas
y huir, saltando por el alto muro.
Ya mi razón se iba del seguro,

mis manos no eran ya las manos buenas
que de heridas con sal se alzaban llenas
y a un milímetro estaba del cianuro.
Entró una sombra azul, qué bien lucía,

y dijo en baja voz —¿Decirme quiere
si vive aquí el cantor Ciro Mendía?
Yo que al piano ensayaba un miserere,

le dije sin creer lo que veía:
—No, señor, aquí muere.

Mejor así

Así quería verme, abandonado,
sin quién caliente para mí una sopa,
sin quién remiende mi raída ropa
ni coja las goteras del tejado.
No hay quien me sirva un tiro ni una copa,
no hay quien me haga mi lecho desolado,
estoy hace diez días levantado
y no ha vuelto ya más la antigua tropa.
Así quería verme, pobre, viejo,
de púas erizado el entrecejo
y la mirada llena de pistolas.
Sólo me hablan los libros, los retratos,
y sin embargo tengo buenos ratos,
cuando me veo con el diablo a solas.

En los funerales de un amigo

Qué exequias más hermosas, qué gentío,

cuántas flores y sombras, cuánta pena,
con su mutis quedó sola la escena,
cuántas hojas caídas sin rocío.
Qué silencio en las voces, y qué frío

por el amigo muerto. Gime llena
de angustia el alma por el alma buena,
cómo me dueles, compañero mío.
La amistad y el amor están presentes,

la pluma y el talento están de luto,
nieblas hay en los ojos, en las frentes.
Y pienso al ver el fúnebre ajetreo
que por razones de mi ceño hirsuto
no irá a mi entierro nadie, ni yo, creo.

Nada de misereres

Yo no quiero morir, morir me asusta
y la muerte se me hace muy pesada,
me cae gorda la desnarigada,
pues no sabe de amor, ni a nadie gusta.

Me molesta y fastidia con su fusta
y con perdón, no sirve para nada,
es una pobre hembra fracasada,
y es aguafiestas y además injusta.

Yo no quiero morirme ni de broma,
me gusta más la pera que el fibroma,
más la luz que los largos apagones.

Me gusta más la risa que el lumbago,
por un responso que me den un trago
y el cielo se lo dejo a los gorriones.