Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Héctor Rojas Herazo

Héctor Rojas Herazo (Tolú, 12 de agosto de 1921 – Bogotá, 11 de abril de 2002), el prolífico poeta, novelista, pintor y periodista colombiano, trascendió las fronteras literarias y artísticas del Boom latinoamericano. Inició su carrera como periodista en diarios notables como El Relator de Cali y La Prensa, siendo compañero de Gabriel García Márquez en El Universal de Cartagena de Indias en 1949.

Su obra, traducida a múltiples idiomas, revela una exploración única de temas como el desarraigo y la soledad. Rojas Herazo fusiona la memoria con la búsqueda de un paraíso perdido, especialmente a través de la infancia, la madre y el patio de la casa. Su visión poética teje la vida y la experiencia, creando un universo donde ficción y realidad se entrelazan de manera magistral.

Como pintor, su expresión artística corre paralela a su labor literaria, plasmándose en múltiples exposiciones tanto en Colombia como en el extranjero. El contraste entre las formas expresivas de sus palabras y colores revela una aguda conciencia de las contradicciones humanas, donde lo feo se entrelaza con lo sublime y lo racional con lo irracional.

Rojas Herazo ha sido asociado con movimientos literarios como el Realismo Mágico y el Realismo Social, aunque su estética única se centra en explorar los aspectos más oscuros de la humanidad. Su narrativa, hostil pero filosófica, enfrenta al lector a un mundo extraño y desconcertante, iluminado por metáforas potentes y sinestesias reveladoras.

Entre sus obras destacan novelas como «Celia se pudre» y «En noviembre llega el arzobispo«, así como poemarios como «Las úlceras de Adán» y «Agresión de las formas contra el ángel«. Influenciado por autores como Walt Whitman, Franz Kafka y William Faulkner, Héctor Rojas Herazo deja un legado literario y artístico que desafía y enriquece nuestra comprensión de la condición humana.

Al pie del cascabel crecen dos ojos

Hoy tocas dulcemente
su edad de hueso móvil,
su cadera creciente,
sus hombros que te buscan y caminan.
Tiene seis años de estar aquí,
de estar con el rocío.
Su edad es tantas veces un segundo
que ya perdí la cuenta de su llanto,
de sus árboles-ojos y los ruidos
que fecundan y lijan sus oídos.
Tu hija ha crecido.
Con ella está creciendo su muñeca,
su caballo de palo,
sus trenzas de enroscar las buenas noches
y ese corpiño que le pusieron a crecer por dentro
corpiño de riñones, de sexo silencioso,
con pantuflas ladrándole a la almohada.
Tu hija está aquí con su gran animal agazapado.
Con seis años de leche,
de zapatitos rojos y lazos a la espalda.
Sus años de jazmín están creciendo.
Le empujan su garganta,
le alargan las mejillas
y le tejen su traje de mujer y sus hijos
nadando entre la luna de sus ojos de niña.

El Barro Escoge un Hombre

El barro escoge un hombre, lo señala y madura,
le da su resplandor y su fuerza callada
y un poco de ceniza le derrama en la sangre.
Después el hombre busca, se deshace, recuerda,
des ovilla sus horas,
pone a trasluz su sangre
y una tarde comprende que ha triunfado el olvido.
Es el tiempo, se dice,
pasó por mi cabeza
llovió en mí
tembló sobre mi pecho
y otro labio encendió para henchir mi tristeza.
Entonces busca, mira, regresa por su frente,
pregunta en el invierno por su roto verano.
Y sólo el aire, el sueño, las cosas vagas, una amarga dulzura,
lo hieren sin herirlo, lo deshacen cantando.

Encuentro un memorial en mis costillas

Te parieron de golpe.
Con árboles y todo te parieron.
Con tus fechas amargas,
con tus dientes futuros,
con tu manera de aguantar un susto,
de clavar una viga,
de decir “buenas tardes noche mía”.
Todo eso te lo dieron, te lo hicieron,
te lo fueron poniendo desde siempre.
Para ti se arrastraron.
Por ti fueron canales y aguacero.
Para ti se enfermaron
y tragaron jarabes
y compraron camisas y letreros.
Por eso que ahora dices y suspiras
y pudres en tus sienes
te vinieron pasando por sus venas,
fluyendo en sus orines,
volviéndote dolor en sus espaldas,
navegando de vientre a corazón,
de gestos reverentes a pedidos.
Se abrieron un buen día
dos piernas ante ti como dos puertas.
Te mostraron el mundo,
sus maderas,
el polvo que deshace y que levanta.
Sin decir lo dijeron, te dijeron:
aquí tienes tu manera de ser,
tus palabras dormidas,
lo que viene de atrás y te llevamos,
lo que de ti pesaba demasiado,
lo que sobra en nosotros y te falta.
Vive con todo eso.
Acumula sustancias y latidos.
Camina un poco tú,
usa tu sombra,
tu peso celular,
tu desconcierto de mirar los jazmines y los niños.
No preguntes por nada, sigue siendo,
sigue aguantando, sigue respirando.
No preguntes por nada.
Te basta con estar y ser un ruido,
con llevar lo que llevas,
con ser un maxilar bajo un sombrero
o un seno sobre un hijo.
Ahora tienes el mundo y un camino.
¡Tanto comer, tanto gastar espasmo,
tanto parir para un sendero sólo!,
para que tú camines,
para que tengas dedos y botones,
para que puedas nivelar un bulto,
asomarte a un balcón
y ver dos ojos que te buscan y piden,
que te llaman,
que suplican un viaje y un camino
con una boca oscura y una risa
que ha de estallar furiosa en otros dientes.

Llega Hasta un Amigo

¡Ay, amigo,
qué duro es cuajar alma!
Dale que dale al día,
bebe que bebe el zumo de uno mismo,
tritura que tritura
los granos cosechados por el sueño.
¡Qué tozuda la sangre!
Qué agudo este misterio de los dientes
y esta llaga tan fina que huele a lo que somos
y parte de nosotros
y no encuentra en el aire su borde doloroso.
Cada día entre pulmones
navegando por células, por venas, por suspiros,
cada día entre furores,
dando tumbos, comiendo madrugadas,
implorando mendrugos de almanaque
y acechando —entre un oscuro fondo de empujones y fechas—
la golosina de un domingo imposible.
¡Ay, amigo! Estás tan lejos que te vuelves aire,
harina de memoria, nada,
y me hablas, sí, me llamas.
te asomas a mi frente y hurgas en mis pupilas
y dices en la curva de tu aplomo,
mojando mi estupor con tu saliva:
Mira, sal ya, júntate a mí,
deja, molusco, tu obsesión avara.
Y yo entre huesos, hijo, entre palabras
que no pueden andar,
entre lodo de abuelos
y sortijas con dedos que murieron
sin ser la mano de mi prima hermana.
Yo en la molienda de mi desvarío
destilando mi sangre, mi vinagre,
molusco aquí, molusco de mi luto,
en la caparazón de mis maneras,
saboreando este cieno de mi muerte.
Y tú arriba, llamando,
sabiendo sí —¿lo sabes o lo ignoras?—
que tus ojos, tu lengua y tu pisada,
prietos de ti, comidos por tu hambre,
son ya otra forma de mi propia nada.

Clamor

¡Ay!
árboles rudos, sin eco,
rostros rudos,
no castiguéis mi frente,
no volváis vuestros ojos.
Miradme simplemente.
Soy un ángel o un sueño
o un duro ser que toca
palpable y castigado.
¡Abeja, niño, muerte,
azotea en la tarde,
diciembre como enero
igual a tantos lirios!
Alguien me puso un sello
y un poco de ceniza
disolvió entre mis venas
y el aire de mis hombros.
Quiero algo que responda.
Algo con número y medidas.
Algo que centuplique mi nivel y responda
por tanta vena rota,
por tanto pan comido,
por tanta puerta abierta
sin lumbre ni sentido.

El deseo

El deseo es vegetal
pide caminos
aire
quiere temblar en fruto
suspenderse
pide un cuerpo abonable
pide un labio
pide comer y ser comido
quiere
entrabarse y gemir con ramas duras.
Gime por ser
quiere temblar
sentirse
palparse desde dentro
saberse entre las cosas respirando.
Quiere el viento y el ala
quiere el día
quiere el follaje de su fuerza obscura
brillando entre la luz hoja por hoja.
Es vegetal por eso:
por su destino de tiniebla y cielo
porque rompe y emerge
porque sube
porque la muerte sufre con su anhelo.

Criatura encendida

No es solamente el flujo de la tierra
lo que ha de herir el vidrio de mis ojos.
No es este gasto de sudor y lodo
ni esta ceniza que me puso un nombre
lo que he de combatir y me combate.
Es mi propia criatura, mi sonido de siempre,
mi forma de estar vivo, aunque no tenga
un cuerpo qué gastar
o un tacto entre los dedos.
Es esta furia mía de saberme encendido,
de tener claridad,
de ser zumbido,
silbo de Dios,
silueta diferente.
De estar dentro de mí constituido
para seguir arando sin arado,
para seguir tejiendo sin aguja,
para tener un poco de mi ruido
disperso en un rincón o en un suspiro.
Es esta firme cantidad de esencia
para sufrir, para escanciar destino,
esto que me suplica y me conoce,
que madura mi luto desde siempre.
Este saber que no hay descanso,
ni agua para apagarse,
ni polvo que nos cubra ni deshaga.
Somos esto, sepamos, somos esto,
esto terrible y encendido y cierto:
algo que tiene que vivir y vive
por siempre sollozando, pero vivo.

El amigo

De pronto me miró,
solitario el que más como ninguno.
Me miró con sus ojos y sus huesos
y sus desnudos pies entre zapatos.
No pude resistirlo (el hombre no soporta
lo que mira hasta el fondo).
A espaldas de él estaba el paraíso
con todos sus demonios y pucheros
y papá Dios haciendo sus globitos.
Y de este lado estaba la consola,
los muebles, los testigos de la sala.
Y el amigo sentado en su silleta.
Mirándome, sentado, respirando.