Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Óscar Hernández Monsalve

Óscar Hernández Monsalve (1925-2017) fue un multifacético literato colombiano, cuya pluma dejó una marca indeleble en la escena literaria del siglo XX. Nacido en Medellín, Colombia, el 3 de noviembre de 1925, Hernández Monsalve se distinguió como periodista, poeta, narrador y ensayista. Su formación académica se cimentó en las universidades de Antioquia y Pontificia Bolivariana, donde cultivó su amor por las letras y pulió su estilo literario.

Partícipe activo del distinguido círculo de intelectuales de la época en Medellín, conocido como la «Bella Villa», compartió espacio y reflexiones con luminarias como León de Greiff, Tartarín Moreira, Fernando González y Manuel Mejía Vallejo. Esta vivencia colectiva nutrió su perspectiva artística y le otorgó una sensibilidad única para abordar temas que oscilaban entre lo satírico y lo metafísico.

A lo largo de su prolífica carrera, Hernández Monsalve incursionó en diversas facetas creativas, desde la escritura de cuentos y prosas hasta la composición de canciones populares. Asimismo, sus incursiones como libretista de radio, actor de cine y su desempeño en deportes juveniles como el boxeo y el fútbol, evidencian su versatilidad y espíritu inquieto.

Su producción literaria abarca una amplia gama de géneros y estilos, destacándose obras como «Los poemas del hombre» (1950), «Mientras los leños arden» (1955), «El día domingo» (1962) y «Habitantes del aire» (1964), entre otras. Su escritura se caracteriza por la aguda ironía, el humor negro y la mirada crítica hacia la sociedad, elementos que conforman la esencia de su legado literario.

A lo largo de su vida, Hernández Monsalve fue reconocido con múltiples distinciones por su valiosa contribución al periodismo y la literatura. Su obra, en la que se entretejen lo cotidiano y lo trascendental, continúa cautivando a lectores y críticos por igual, consolidando su lugar como una figura insigne en la rica tradición literaria de Colombia.

Los nombres

De repente aparecen
Aquellos amados fantasmas amados de los nombres
Más persistentes que su voz y su carne
Maruja como una gota de miel entre la mano
Ricardo con la frescura de la lluvia joven
Tatiana y su dulce capullo
Margarita y su palabra azul
La lejanísima Carmen de una noche
Y Octavio mi hermano a quien no conocí
Pero lo siento andar en mi memoria
Lento desfile de unos nombres
Que son vidas escritas en el alma
Nombres que viven por encima
De la oscura muerte
Nombres amados
Perdidos entre sílabas sin nombre.

La voz del hombre

Y además, para que todos sepan,
yo no puedo decir nada distinto
de lo que dicen todos.
La voz del hombre siempre estará prendida
al eco de las otras.
Estas palabras son las mismas,
las mismas que dijera un condenado a muerte,
o las solas palabras que diría el hombre que da trigo
al pico de los pájaros.
Si yo dijera ahora:
El crepúsculo duerme su sueño de violetas
o si cambiara el ritmo que marca el ritmo mío,
y dijese:
El mundo es una hoguera que consume los brazos
de los hombres como leños de carne;
tal vez una mentira se me asomase al rostro.
Por eso, yo digo esto y aquello,
lo de los marineros, lo de la piel del negro,
lo que tiene de blanco el lecho de la esposa
y la sangre que tiene el mismo lecho.
No puedo decir más,
nunca he entendido las raras abstracciones de los hombres
pesar de ser hombre
y decir como todos cuotidianas palabras,
cuotidianas y blancas, porque siempre he querido
que sean blancas las voces de los hombres.
No he dicho nada nuevo,
Simplemente, he hablado una vez más.

Las contadas palabras

Escribe hermano, escribe
para que hagamos un poema,
pero ha de ser escrito con las manos,
con nuestras manos de hombre.
¿Y por qué así un poema, con tan pocas palabras?
Porque todas las cosas deben hacerse así,
como Dios hizo al mundo,
con su fe, con sus ojos y con su voluntad.
Además, conocemos apenas muy contadas palabras,
sabemos dos, o tres o cuatro…
hombre, caballo, alambre, arroz.
Que digan los poetas:
Atardecer, crepúsculo, navío;
nosotros no entendemos más que cuatro palabras,
la última es arroz.
Hay que escribir para los hombres,
para el ladrón y para el santo.
Los hombres del mundo dicen sencillamente:
hombre, caballo, alambre, arroz.
Que este poema, hermano,
sea claro a los ojos de los que no comprenden:
atardecer, crepúsculo, navío.
Y es que todos los hombres, iguales a nosotros,
entienden solamente:
hombre, caballo, alambre, arroz.
Desde la humilde esquina de mi casa
mi mano grande dice adiós
y se mueve en el aire para todos.
Decid conmigo, amigos:
hombre, caballo, alambre, arroz.

La patria en la puerta

Golpean la puerta
como para que no se oiga,
con aquel sonido que tiene
la pobreza que va de sitio a sitio.
Van a dejar tamales?
El chico no es más que un envoltorio
de miseria y una frase
para todas las horas.
Lo miro allí, en la puerta,
ocupando esa raya de luz
que deja el ala abierta
y se oscurece la palabra patria
porque ella es la que ha tocado
en los nudillos de tanto abandonado.
Son de arroz…
los hacen en la casa.
Adentro huele la sopa
de los míos.
Unos segundos más y la patria,
esa patria andrajosa,
está sentada en el pasillo
con sus tamales a un lado
y un plato lleno de alegría y de humo.
Los hacen en la casa…

El fin

Ahora sí, se han secado todas las fuentes.
Ahora sí, se me cayeron las miradas sobre el pecho,
se me cayeron tristemente sobre el pecho.
Recuerdo que tenía pensadas muchas cosas,
buscar una mujer, sembrar en ella un hijo
y cantar en la tarde porque aún tenía cantos
y no pensaba en más.
Pero los días tienen la muerte de las cosas,
y mi esperanza era una cosa, pero los días…
los días son así, nunca meditan
que van hundiendo el tiempo
y van de luz a luz.
Recuerdo también el tacto suave de mis dedos
y el tacto suave de las rosas,
y el tacto suave de las rosas en mis dedos,
y el candil de mi abuela
que se enredaba al hilo y a los ojos,
y el perro desteñido como un retrato antiguo
sobre un amplio cojín;
y las palabras de una tía sin lumbre
entre su ajado sexo, ajado y duro,
que apenas conoció la palabra deseo
se constriñó y siempre fue una ostra
encerrando su perla desesperadamente.
Ningún cuchillo pudo levantar sus dos valvas,
y así murieron, ostra y perla,
perdidas junto al perro que olfateaba,
y mirando el candil, la aguja, el hilo,
y la llama que estaba sobre la aguda punta.
Y recuerdo también que las miradas,
mis jóvenes miradas,
iban siempre hacia arriba.
Ahora, se me cayeron sobre el pecho,
sobre el pecho.