Poetas

Poesía de República Dominicana

Poemas de Pedro Henríquez Ureña

Pedro Henríquez Ureña (Santo Domingo, 29 de junio de 1884 – Buenos Aires, 11 de mayo de 1946) es un destacado intelectual, filósofo, crítico y escritor dominicano que dejó una profunda huella en la literatura y el pensamiento latinoamericano del siglo XX. Nacido en una familia de prominentes intelectuales, sus padres, Salomé Ureña y Francisco Henríquez y Carvajal, así como su abuelo Nicolás Ureña de Mendoza, influyeron en su educación y pasión por la literatura desde una edad temprana.

El ambiente familiar de Pedro Henríquez Ureña estuvo impregnado de figuras ilustres como Eugenio María de Hostos y José Martí, que marcaron su crecimiento y su compromiso con la educación y la independencia. Desde su infancia, mostró un profundo interés por la literatura, compartido por sus hermanos Maximiliano y Camila, quienes se destacarían posteriormente en el campo de la pedagogía.

La vida de Pedro Henríquez Ureña estuvo marcada por la emigración y la búsqueda constante de conocimiento. Después de completar sus estudios secundarios, se trasladó a los Estados Unidos, dando inicio a un largo viaje que lo alejaría de su país natal por la mayor parte de su vida. Desde Cuba hasta México, donde participó activamente en el Ateneo de la Juventud durante la Revolución Mexicana, y finalmente los Estados Unidos, donde se convirtió en un destacado corresponsal periodístico en Washington y Nueva York, realizó estudios de doctorado y ofreció docencia en la Universidad de Minnesota.

Su influencia en las letras argentinas es innegable. En 1925, Henríquez Ureña se estableció en Argentina, donde pasaría las dos últimas décadas de su vida. Allí, se unió a la revista Sur, editada por Victoria Ocampo, y se convirtió en docente en el Colegio Nacional de La Plata, además de colaborar en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires. A pesar de su notable contribución a la cultura argentina, su figura careció de la representación que merecía en el país. Tanto Borges como Ernesto Sabato lamentaron el trato injusto y la falta de reconocimiento que recibió Henríquez Ureña en Argentina, en parte debido a su origen dominicano, su herencia judía y su piel morena.

A pesar de las dificultades y desafíos que enfrentó en su vida, Pedro Henríquez Ureña desempeñó un papel crucial en la vida académica argentina, ayudando a introducir los estudios hispanoamericanistas, filológicos y lingüísticos en el país. Su legado perdura en sus obras críticas, que abordan una amplia variedad de temas con el objetivo de demostrar la unidad y la independencia espiritual de América Latina. Destacan entre sus escritos «Seis ensayos en búsqueda de nuestra expresión,» «Apuntaciones sobre la novela en América,» y «Sobre el problema del andalucismo dialectal de América.»

Pedro Henríquez Ureña fue un hombre que vivió en función de su utopía de una América Latina unida y justa, dedicando su vida y su obra a esta causa. Aunque poseía un profundo conocimiento y habilidad en el arte y el pensamiento, lo utilizó como herramientas en su lucha por la unidad y el desarrollo de los pueblos de América Latina. Además de su destacada carrera intelectual, Pedro Henríquez Ureña también tuvo una vida personal significativa, estando casado con Isabel Lombardo Toledano y siendo padre de dos hijas.

La figura de Pedro Henríquez Ureña sigue siendo relevante y su legado perdura en la literatura y la cultura latinoamericana, recordándonos la importancia de la unidad espiritual y la independencia de la región.

A Cuba

Virgen americana, mártir bella,
triste Cuba infeliz, jardín de flores,
tu luminosa solitaria estrella
iluminando va sangre y horrores.

En pos de libertad audaz te lanzas,
perla brillante de la indiana zona,
y en la contienda la victoria alcanzas;
mas ciñes del martirio la corona.

Ostentas en la frente inmaculada
la corona de espinas punzadoras,
y aunque para la lid estás armada,
para vencer, tus muertos hijos lloras.

Ante una tumba hoy con dolor te inclinas;
yace en ella un poeta y un patriota
que cruzó por tus llanos y colinas
luchando hasta exhalar su última nota.

Para cantar, de bronce fue su lira,
Y fue para lidiar viril su pluma;
siempre un grande ideal su mente inspira,
bellezas siempre su pincel esfuma.

A Borinquen cantó, su patrio suelo,
de Bolívar, de Washington, de Duarte
en las tierras se vio, mas fue un anhelo
tu independencia ¡oh Cuba, hija de Marte!

Y el romancero de la hercúlea lira,
el escritor de bullidora idea,
el periodista de la santa ira,
fue por tu libertad a la pelea.

¡Y hoy ya no existe! Al despertar ibero
combatiendo murió. Mas tu poesía
¡cantor del Veintisiete de Febrero!
no morirá, no muere la armonía.

¡Cuba, indómita antilla, tierra brava!
¡Patria de Heredia, de Martí y Zenea!
¡Rompe cadenas y no estés esclava!
¡Gloria tu nombre el Nuevo Mundo sea!

Y mientras a la lucha te apercibes
y marchas decidida a la victoria,
llora a ese muerto, cuyo amor recibes,
y vuela luego a conquistar la gloria!

Aquí abajo

Aquí abajo las lilas todas mueren,
de las aves los cantos breves son,
¡ay! con estíos que subsisten siempre
soñando voy…

Aquí abajo los labios todos queman
sin de su suavidad nada dejar;
y yo sueño con besos que no sean
crueles jamás…

Aquí abajo los hombres todos lloran
sus perdidos amores y amistad;
yo sueño con amantes que se adoran
eternamente con pasión igual!…

La belleza

Cual soñada escultura soy hermosa;
mi seno vencedorque ahoga y mata,
enciende en el poeta amor eterno
y mudo como el mármol de la estatua.

Mi reino es el azul: soy una esfinge
de helado corazón, cual cisne blanca;
odio el gesto que rompe la armonía:
mi faz ni el llanto ni la risa exaltan.

Ante mis soberanas actitudes,
imperatorias, de desdén supremo,
consumirán su vida los poetas,
esclavos del poder de dos espejos
donde sólo refléjase lo hermoso:
!mis grandes ojos de fulgor eterno!

Mariposas negras

Cual esas tristes notas doloridas,
tal son mis pensamientos,
nocturnas mariposas
que se agitan con lúgubre aleteo
en la prisión oscura de mi espíritu.

Es allí donde ruge el sentimiento,
náufrago de la vida,
do el insaciable anhelo
entre sus ligaduras se debate
en infructuoso empeño,
se alza tenaz el indomable orgullo,
vibra sus rudos yambos el despecho,
y extiende el desengaño,
enemiga de luz, su ala de cuervo.

Mariposas sombrías de la noche,
vagan los pensamientos
en la cárcel oscura en que se agitan
esos torvos, vencidos prisioneros
que guarda y atormenta,
implacable, el recuerdo.

¡Oh notas doloridas!
¡Oh tristes pensamientos!
Cesad, cesad, no sea, mariposas,
vuestro pausado y rítmico aleteo
quien despierte en su cárcel
a los pálidos, torvos prisioneros.

Música moderna

El alma triste, cual corriente oculta
de muertas aguas, gime entre las sombras:
su incógnito dolor canta en el blando
Nocturno de Chopin, vibra en la Erótica
de Grieg, sueña de Brahms en el Adagio,
o a la noche con Schumann interroga.

El alma pasional, violento río,
en luminosos campos se desborda:
ruge celosa con Otelo, ríe
con el payaso, mata con la Tosca,
con Isolda y Tristán de amor se embriaga,
¡con la valkiria espléndida se inmola!

A Colón

¿Qué resta de las grandes,
las gloriosas naciones del pasado?
Y su arte, que gigante
bajo todas sus formas, fue admirado
por las épocas todas ¿dónde ha huido?
Su esplendor y su gloria han perecido.

Todo pasa. Mas ¡ah! que aquellas obras
que en su inmortal anhelo
dan genios inmortales a la historia,
eternas vivirán en la memoria
mientras vuela su alma al alto cielo.

Así Colón. Heroico, despreciando
la inconstante fortuna,
vagaba entre las sombras, mendigando
de avaros reyes a su empresa ayuda.
Mas al fin, tras la noche de la duda,
Isabel aparece en su camino;
y puede ya lanzarse al océano
para cumplir su divinal destino.

Y por el mar avanzan;
pero cansada al fin de ver los días
uno tras otro transcurrir, la turba
se rebela. Mas ¡ah! nada conturba
aquella alma tranquila, y le responde:
“Esperad a que el sol se hunda de nuevo”.
Y se hunde el sol, y tras el mar se esconde.

Colón, en cruel desvelo
pasa la noche, y cuando ya la aurora
a alumbrar viene el mar, cual luz del cielo
¡mira surgir la tierra salvadora!

Tristezas

Muere la tarde. Tras el verde monte
se oculta el Sol; sus moribundos rayos
en el espacio aún la luz difunden.
Presto la noche tenderá su manto,
dará su tenue claridad la Luna,
brillarán las estrellas, …y yo en tanto
tan sólo tengo el pensamiento fijo
en mi hermosa visión, la tierra que amo.

Ausente estoy de mi ciudad bendita,
sólo en ella pensando
bajo estos lares. Mis suspiros todos
hacia ella van desde este suelo extraño.
Y empiezan a cruzar por mi agitada
mente, en febril engaño,
los mil recuerdos del hogar nativo
donde los restos de mis muertas guardo.

¡Oh mis muertas queridas! La primera:
la que en mi ausencia triste —¡ya hace un año!—
se marchó para siempre.
¡Al volver luego de mi viaje aciago
hallé el hogar vacío
que había la buena anciana abandonado!

¡Ay! Yo quise regar de acerbas lágrimas
su venerable tumba, y con mi llanto
pude sobre esta tierra
que sus pobres despojos ha encerrado
sembrar algunos bienolientes lirios
y colocar la cruz que abre sus brazos
piadosa y solitaria
sobre el lugar de su memoria guardo.

¿Y tan sólo eso fue? No, que más tarde
otro nuevo dolor hirió las fibras
de mi más acendrado sentimiento,
y moriste ¡moriste! madre mía!

Yo no lo sé explicar, pero yo siento
dentro de mi alma tibia
dolor extraño al repetir tal frase,
me parece escuchar una mentira;
torno a reflexionar, y al fin comprendo
la horrible realidad, y en mi agonía
las lágrimas se agolpan en mis ojos
y surcan a millares mis mejillas.

Vivo en eso pensando. Y a la hora
en la cual el silencio nos convida
a la meditación, aquella idea
viene y trastorna y mi cerebro agita,
sostengo en mi interior terribles luchas,
mi corazón con inquietud palpita,
y al fin cansados de llorar mis ojos
se rinden al dolor y la fatiga.

Todo lo veo en sueños como era;
recuerdo la hora de dolor sombría
en la cual ¡yo no sé lo que sintiera!
y tu imagen ¡oh madre! miro pía.
Todo así por mí pasa y me tortura
y quisiera morir porque algún día
pudiese contemplar tu alma figura
y escuchar tus palabras ¡madre mía!

¡Bien hiciste en morir en esas horas!
¡En esas, y otras no! Podido hubieran
en tu vida lucir nuevas auroras
y tus fuerzas heridas sucumbieran.
Heridas, sí, por un dolor agudo.
¡Ay! que aquella que amaste como hija
a buscar tu regazo, huyendo al ruido,
frío de helada región, la mente fija
en su tierra natal, ya regresaba;
y ¡oh dolor! en mitad del océano
furiosa tempestad se desataba
y el bajel zozobró ¡tremendo arcano!

Aún quedamos nosotros en la vida
para llorar a nuestra amada hermana.
¡Oh muertas de mi amor, madre querida!
¡Reposad en la tumba! ¡Hasta mañana!

Entre niños

En conversación ayer
Flérida a Carlos decía:
—Cuando un año yo tenía
tú no soñabas nacer.
—Pero si yo no dormía.

De amor

¡Campanita de marfil!
¡campana, linda campana!
lo que yo te dije ayer,
eso … lo veras mañana.
Yo no le canto a la rosa,
ni le canto a la azucena:
sólo a tí, mi prenda buena
porque eres fina y hermosa.
Para mí eres la preciosa
reina del prado en abril,
te canto décimas mil
porque soy tu enamorado,
¡tú eres la reina del prado,
campanita de marfil!
para mí no existen flores
por mas que puedad lucir:
solo a ti debo rendir
honores y más honores.
La reina de los primores
no ha sido la mejorana:
ere tú, bella y lozana,
hecha de gracia tan fina.
¡sigue conmigo, divina!…

Campana, linda campana!
la promesa de mi amor
puedes afirmar que es tuya;
porque no habra quién destruya
mi juramento de honor.
Le pido a nuestro Señor
que en su infinito poder
quiera el limite poner
de mi, prenda soberana
si no te cumplo mañana
lo que yo te dije ayer.
Juro a Dios que te quería,
que te quiero y te querré;
porque tú, campana mía,
linda flor de Alejandría,
eres la flor más galana,
eres la flor soberana
que hizo Dios en un capricho;
y todo lo que te he dicho,
eso … lo vera mañana.

¡Incendiada!

En la plácida aldea
-punto visible en el abierto valle-
la casita azulada es el detalle
que más la vista al viajador recrea.

En su frente, de azul engalanado,
resalta, corno en mar la nívea espuma,
de las puertas el blanco nacarado;
y la toman extraña y peregrina
los adornos moriscos y persianos;
corno velo de bruma,
de finas alambreras el cercado;
y el jardín ¡qué jardín! “Ni en la vecina
culta ciudad hay uno de su grado”
dicen a única voz los aldeanos.

Allí florecen lirios y azucenas;
esplende la gardenia delicada;
se irgue la corola oriflamada
de la caña de India; de miel llenas
se abren las rosas que la brisa mece;
el olor de jazmines adormece;
de arbusto generoso
fantásticas orquídeas beben vida
y enrédase en las ramas amoroso…
el convólvulo oculto, y sonreída
la blanca stephanotis florecida.

Pero no es el jardín, no es el persiana adorno,
ni el color que cabrillea,
lo más bello en lo bello de la aldea:
la casita gentil, cual del milano
esconde a la paloma
su apacible morada,
encierra flor de virginal aroma
y de blanca corola inmaculada…

La niña que sin padre vio su aurora,
libre de afán, bajo maternas alas,
creció; la juventud arrobadora
la ornó con todas sus radiantes galas;
y hoy, aunque no ha visto veinte mayos,
en medio de sus flores escondida,
es orgullo del pueblo donde anida.
¿Amará? ¡Quién lo sabe! Entre sus rayos
la envuelve sol de maternal ternura,
y ve correr su placentera vida
como de suave arroyo linfa pura…

Mas, ¿quién vaticinar puede el mañana?
¿quién del futuro mal hallada fuente?
¿Dónde nació la chispa incendiadora
que prende en la casita, y descolora
el azul que engalana,
destruye el arabesco y la persiana,
la pulida madera carboniza,
y mustiatanta flor esplendorosa?

¿Qué será de la madre casi anciana
y la níña gentil en quien hechiza
la dulce juventud color de rosa?

… ¡Sólo escombros y pálida ceniza
ilumina la Luna misteriosa…!