Poetas

Poesía de México

Poemas de Manuel Carpio

Manuel Eulogio Carpio Hernández fue un médico, maestro y poeta, hijo del ciudadano español Antonio José Carpio y de Josefa Hernández, nació en Cosamalopan el día 1 de marzo de 1791, aunque desde muy pequeño se fue a vivir con sus padres y sus siete hermanos a la ciudad de Puebla.

Quedó huerfano a los cuatro años de edad debido a una epidemia infecciosa que afectó a su padre. Ingresó al Seminario Palafoxiano de Puebla donde cursó estudios de artes y letras, griego, latín y teología.

Posteriormente con mucho esfuerzo estudió medicina y fundó la primera Academia Mexicana de Medicina con la ayuda de algunos amigos. Ingresó a a la Universidad y en el año de 1832 se tituló con el grado de Profesor de Medicina.

Comenzó a dar clases de Fisiología y Ciencias en la Universidad Nacional, en la ciudad de México, al mismo tiempo daba consultas gratuitas y enseñó anatomía gratuitamente a los aprendices y pintores de la Academia de San Carlos.

Escribió el libro “Medicina Doméstica”, donde puso al alcance de la gente conceptos de higiene, primeros auxilios y cirujias caseras.

Su obra poética gira generalmente en torno a dos temas: los pasajes de la biblia (“La Anunciación”, “La destrucción de Sodoma” y La cena de Baltazar”), y la nostalgia por su Cosamaloapan querida, su tierra donde lo llamaron “El cantor del terruño”.

Formó parte del jurado que otorgó el triunfo a Francisco González Bocanegra en el concurso para la letra del Himno Nacional Mexicano en el año de 1854.

Se casó con Guadalupe Berruecos, con quien procreó a cinco hijos. Manuel Carpio falleció el 11 de febrero de 1860 en la ciudad de México.

Las troyanas

Fue tomada a traición Troya inocente;
murió el rey con la flor de sus troyanos,
y con sangre mancháronse inhumanos
los griegos, de los pies hasta la frente.

Entre el lloro y los gritos de la gente
al fin quemaron enemigas manos
muros y templos y los dioses vanos,
las torres y el alcázar eminente.

Mas la reina y sus fieles compañeras,
esclavas de señores arrogantes,
fueron a dar a tierras extranjeras;

Y a orillas de los mares resonantes
sentábanse a llorar las prisioneras,
vueltos a Ilión los pálidos semblantes.

Al río de Cosamaloapan

Arrebatado y caudaloso río
que riegas de mi pueblo las praderas,
¡quién pudiera llorar en tus riberas
en la redonda luna al rayo frío!

De noche en mi agitado desvarío
me parece estar viendo tus palmeras,
tus naranjos en flor y enredaderas,
y tus lirios cubiertos de rocío.

¡Quién le diera tan sólo una mirada
a la dulce y modesta casa mía,
donde nací, como ave en la enramada!

Pero tus olas ruedan en el día
sobre las ruinas, ¡ay!, de esa morada,
donde feliz en mi niñez vivía.

La Anunciación

Está sentado sobre el cielo inmenso
Dios en su trono de oro y de diamantes;
miles y miles de ángeles radiantes
le adoran entre el humo del incienso.

A los pies del Señor, de cuando en cuando,
el relámpago rojo culebrea,
el rayo reprimido centellea
y el inquieto huracán se está agitando.

El príncipe Gabriel se halla presente,
ángel gallardo de gentil decoro,
con alas blancas y reflejos de oro,
rubios cabellos y apacible frente,

«Vuela -le dijo el Hacedor del mundo-
y baja a Nazaret de Galilea,
y a la Hija de Joaquín, Virgen hebrea,
un arcano revélale profundo.

Dile que dentro el corazón me duele
de ver al hombre en su angustiosa pena,
que me duele el crujir de su cadena,
y que sudando por romperla anhele.

Dile que mi Hijo encarnará en su seno,
que entrambos hollarán a la serpiente,
que seré con los hombres indulgente,
muy indulgente, porque soy muy bueno».

Habló Jehováh, y el Príncipe sublime,
al escuchar la voluntad suprema,
se quita de las sienes la diadema
y en el pie del Señor el labio imprime.

Se levanta, y bajando la cabeza
ante el trono de Dios, las alas tiende
y el vasto espacio vagaroso hiende
y a las águilas vence en ligereza.

Baja volando, y en inmenso vuelo
deja atrás mil altísimas estrellas,
y otras alcanza, y sin pararse en ellas,
va pasando de un cielo al otro cielo.

Al grande Orión a la derecha deja
y por la izquierda a las boreales Osas;
pasa junto a las Pléyades lluviosas,
y del Empíreo más y más se aleja.

Cuando pasa cercano a los luceros,
desaparecen como sombra vaga,
y al pasar junto al Sol, el Sol se apaga
de Gabriel a los grandes reverberos.

Desde la inmensa altura en que venía
la tierra triste apenas se miraba,
y sus ojos en ella el Ángel clava,
los negros ojos llenos de alegría.

Entonces se apresura, y semejante
al rayo del Señor, se precipita,
las blancas alas más y más agita,
y en Nazaret preséntase triunfante.

Allí una tierna y cándida doncella
lejos del ruido mundanal vivía;
era pobre y llamábase María,
joven modesta y a la par muy bella.

De rodillas hincada en su aposento,
piensa a sus solas con mortal congoja
en la raza de Adán, y el suelo moja
con lágrimas que vierte ciento y ciento.

Triste contempla desde aquel retiro
la suerte de los hombres sus hermanos,
y tuerce en su dolor las blancas manos
y exhala a ratos lánguidos suspiros.

Dos veces levantó su rostro al cielo,
su bello rostro que inundaba el llanto,
y otras dos veces con mortal quebranto
enjugóse los ojos con el velo.

«Cumple ¡oh Dios! -exclamó con tono blando-
del Salvador la espléndida promesa»;
y al exclamar así, la tierra besa,
y en amargo pesar sigue llorando.

«¡Ay, Señor! no te olvides de Solima
-gritó más alto- acuérdate del hombre;
te lo suplico por tu santo nombre,
por ese nombre de infinita estima.

Anda el mortal sobre ásperos abrojos
por desiertos sin agua y sin camino,
rasgado el corazón, perdido el tino,
y están hinchados de llorar sus ojos.

Y no quiere aplacarse el Dios clemente
cuando en las aras el incienso humea;
la sangre, en vano, del altar chorrea,
y en vano empapa el suelo delincuente.

Del mundo ingrato el crimen infinito
con la sangre de toros no se expía,
ni con humo tampoco: ¿qué valdría
el humo y sangre para tal delito?

¡Ay, Señor! no te olvides de Solima,
y compasivo acuérdate del hombre;
te lo suplico por tu santo nombre,
por ese nombre de infinita estima».

Gabriel se acerca en tanto a la doncella
y las alas cerrando reverente,
baja hasta el suelo su gloriosa frente,
suelo dichoso que la Virgen huella.

Dios te guarde -le dijo-, alta Criatura:
Eres más linda que la luna llena
cuando se eleva de la mar serena
después que huyó la tempestad oscura.

La gracia del Señor en ti rebosa,
y antes que el aquilón se desatara,
y antes también que el piélago bramara,
Jehováh te destinó para su esposa.

Te acompaña tu Dios; y cuando fueres
la blanda Madre del Ungido Eterno,
han de llamarte con afecto tierno
la Bendita entre todas las mujeres.

Tu Hijo el Criador ha de ocupar un solio
y regirá su cetro a las naciones,
y flotarán triunfantes sus pendones
encima del soberbio Capitolio.

Pasarán esta tierra y estos mares,
podrá venirse abajo el firmamento,
pero ese rey en su inmutable asiento
verá pasar los siglos a millares».

-«¿Cómo ser madre -díjole María-
si me conservo en virginal pureza?»
Gabriel entonces con gentil viveza,
a la hermosa israelita le decía:

«Nada es difícil al Poder Divino;
del Altísimo el brazo Omnipotente
pone barreras a la mar hirviente,
y lanza el rayo, y suelta el torbellino.

A una leve señal de su semblante
Naturaleza dócil obedece,
desde la flor que en el desierto crece
hasta ese sol magnífico y brillante».

Los ojos baja a esta sazón la Hebrea,
los grandes ojos que en el suelo clava,
y «he aquí -exclamó- de mi Señor la esclava:
en mí cumplida tu palabra sea».

Oyóla el Ángel, y admirado ante ella,
quédase un rato, inmóvil como roca;
después, con humildad, pone la boca
en el polvo que pisa la Doncella.

Dejando el Verbo entonces junto al Padre
su rayo, su relámpago y su trueno,
baja y encarna en el modesto seno
de aquella Virgen que escogió por Madre.

Ángeles mil y mil pasmados se hallan
en el cielo con tantas maravillas,
cierran las alas, doblan las rodillas,
bajan los ojos y postrados callan.

Napoleón en el Mar Rojo

El Sol estaba oculto detrás de las montañas
que forman la cadena de Libia la arenosa,
debajo de su tienda el árabe reposa,
reposa el dromedario y el rápido corcel.
Se pierden en las sombras de pavorosa noche
de Tebas y de Menfis las ruinas estupendas;
profundo es el silencio que reina allá en las sendas
que van para las palmas y fuentes de Moisés.

En tanto Bonaparte camina silencioso
en un caballo blanco, por tristes soledades
vecinas al Mar Rojo; pensando en las edades
antiguas que pasaron, y nunca volverán;
repasa en la memoria batallas y conquistas
de altivos Faraones, de griegos Tolomeos,
de bárbaros Califas, y piensa en los trofeos
que bravos los cruzados lograron alcanzar.

Absorto en pensamientos gloriosos y sublimes
camina por la playa del mar adormecido,
del mar que en otro tiempo con hórrido bramido,
caballo y caballero, y carros se tragó.
La noche se adelanta cubriendo de tinieblas
el bárbaro desierto y el piélago callado;
apenas se distingue soldado de soldado,
apenas se distingue camello de bridón.

Del mar en la ribera tan sólo se escuchaban
de pájaros marinos los gritos lamentables,
pisadas de caballos y estrépito de sables,
de tropas que seguían al ínclito adalid.
En esta negra noche, en medio a tal escena
que pasa en el desierto ¿quién, ¡ay! pensado habría
que Europa la orgullosa, vencida en algún día,
delante de aquel joven rindiera la cerviz?

En tanto sopla el viento y crece la marea,
levántanse las olas y braman y rebraman,
y en playas solitarias se estrellan y derraman,
v alcanzan al caballo del bravo general.
La noche es espantosa y pálpanse las sombras,
incógnita es la tierra, perdido está el camino,
y crece la tormenta, y crece el torbellino,
jinetes y corceles no saben dónde están.

El férvido caballo del grande Bonaparte
en medio del peligro salir del agua emprende,
e indómito su pecho las anchas olas hiende,
y abiertas las narices relucha con el mar.
En tanto el jefe altivo descansa en su fortuna,
Egipto está en su mente, Albión y toda Europa,
el trono de Capeto y la aguerrida tropa
que lunas y turbantes impávido hollará.

Si alguna de las olas lo hubiera arrebatado
al fondo peñascoso del piélago profundo
¡qué llantos y suspiros ahorráranse en el mundo!
¡Qué incendios y matanzas ahorráranse también!
Mas Dios que allá a sus solas miraba los imperios
y mil y mil designios altísimos tenía,
sacó de entre las aguas al hombre que debía
a pueblos y monarcas poner bajo su pie.

Sacóle de las ondas a fin de que su espada
de Europa castigase los crímenes sin cuento,
los crímenes de un siglo soberbio y turbulento
que a todas las naciones de escándalo llenó.
A Francia lo condujo, y a Italia floreciente,
a Iberia belicosa, a la ilustrada Prusia,
al Austria formidable y a la potente Rusia;
y luego a Santa Elena, y ¡adiós Emperador!