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Poesía de Colombia

Poemas de Julio Flórez

Julio Flórez, reconocido poeta colombiano, nació en Chiquinquirá, Boyacá, el 22 de mayo de 1867 y falleció en Usiacurí, Atlántico, el 7 de febrero de 1923. Su legado literario se destaca por su enfoque romántico y becqueriano, abordando temas como el amor, el dolor, la muerte y la naturaleza.

Sus padres fueron Policarpo María Flórez, un destacado médico y pedagogo liberal que llegó a ser presidente del Estado Soberano de Boyacá, y Dolores Roa de Flórez, una dama conservadora. Julio Flórez tuvo nueve hermanos, de los cuales cuatro también incursionaron en la poesía: Manuel de Jesús, Leonidas, Alejandro A. y Policarpo.

Flórez comenzó sus estudios de literatura en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá, pero se vio interrumpido por la guerra civil de 1885. Durante su estadía en la capital, frecuentó círculos intelectuales y entabló amistad con reconocidos poetas como Candelario Obeso y José Asunción Silva.

En 1905, Flórez emprendió un viaje a la Costa Atlántica y posteriormente a Caracas, donde llevó a cabo una exitosa gira poética por Centroamérica que se extendió por dos años. Durante su estancia en México, fue honrado con la ciudadanía de honor, mientras que en España fue agregado a la Legación de Colombia. En estas tierras, publicó dos de sus obras más destacadas: «Fronda lírica» en 1908 y «Gotas de ajenjo» en 1909.

En 1909 regresó a Colombia y se estableció en Usiacurí, donde buscó mejoría para su salud aprovechando las propiedades medicinales de las aguas del lugar. Allí vivió sus últimos años rodeado de su familia y amigos cercanos. Poco antes de su fallecimiento, fue reconocido como poeta nacional.

La obra poética de Julio Flórez consta de nueve libros publicados en vida y una recopilación de poemas inéditos que se publicaron tras su muerte. Entre sus composiciones más famosas destacan «La araña», «Flores negras», «Idilio eterno», «Job» y «La gran tristeza». Su estilo se caracteriza por su sencillez, musicalidad y emotividad, con influencias de destacados autores como Víctor Hugo y Gustavo Adolfo Bécquer. La poesía de Flórez gozó de gran popularidad entre el pueblo colombiano y algunas de sus creaciones fueron incluso musicalizadas.

La gran tristeza

Una inmensa agua gris, inmóvil, muerta,
sobre un lúgubre páramo tendida;
a trechos, de algas lívidas cubierta;
ni un árbol, ni una flor, todo sin vida,
¡todo sin alma en la extensión desierta!

Un punto blanco sobre el agua muda,
sobre aquella agua de esplendor desnuda,
se ve brillar en el confín lejano:
es una garza inconsolable, viuda,
que emerge como un lirio del pantano.

Entre aquella agua, y en lo más distante,
¿esa ave taciturna en qué medita?
¡No ha sacudido el ala un solo instante,
y allí parece un vivo interrogante
que interroga a la bóveda infinita!

Ave triste, responde: Alguna tarde
en que rasgabas el azul de enero
con tu amante feliz, haciendo alarde
de tu blancura, ¿el cazador cobarde
hirió de muerte al dulce compañero?

¿O fue que al pie del saucedal frondoso,
donde con él soñabas y dormías,
al recio empuje de huracán furioso,
rodó en las sombras el alado esposo
sobre las secas hojarascas frías?

¿O fue que huyó el ingrato, abandonando
nido y amor, por otras compañeras,
y tú, cansada de buscarlo, amando
como siempre, lo esperas sollozando,
o perdida la fe… ya no lo esperas?

Dime: ¿Bajo la nada de los cielos,
alguna noche la tormenta impía
cayó sobre el juncal, y entre los velos
de la niebla, sin vida tus polluelos
flotaron sobre el agua… al otro día?

¿Por qué ocultas ahora la cabeza
en el rincón del ala entumecida?
¡Oh, cuán solos estamos!… Ve, ya empieza
a anochecer: ¡Qué igual es nuestra vida!…
Nuestra desolación!… ¡Nuestra tristeza!

¿Por qué callas? La tarde expira, llueve,
y la lluvia tenaz deslustra y moja
tu acolchado plumón de raso y nieve.
¡Huérfano soy!…
¡La garza no se mueve…
y el sol ha muerto entre su fragua roja!

Y no temblé al mirarla! El tiempo había…

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había
su tez apenas marchitado; hacía
tanto… que ni de lejos la veía…

Vago tinte de aurora su semblante
inundó de repente, en el instante
en que me vio tan cerca… y tan distante!…

Las luchas interiores, no los años,
revelaban también sus desengaños,
que absortos tuvo a todos los extraños.

Llevaba en el regazo un pobre niño,
trémulo y silencioso y sin aliño,
pero bello, y más blanco que un armiño.

¡Todo lo adiviné!… y aquella hermosa
que fue hasta ayer inmaculada rosa,
única a quien llamado hubiera esposa…

pero que nunca a mi reclamo vino,
que me odió y en mi lóbrego camino
del desprecio glacial sembró el espino;

aquella esquiva flor que en una grieta
de mis ruinas nació, cual la violeta,
y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,

en el momento en que los rayos rojos
del triste sol de ocaso, los despojos
de la tarde alumbraban, de sus ojos

vertió al bajar del tren, como rocío,
un diluvio de lágrimas… ¡Dios mío!
Pero yo estaba como el mármol… ¡frío!

Candor

Azul… azul… azul estaba el cielo.
El hálito quemaste del estío
comenzaba a dorar el terciopelo
del prado, en donde se remansa el río.

A lo lejos, el humo de un bohío,
tal de una novia el intocado velo,
se alza hasta perderse en el vacío
con un ondulante y silencioso vuelo.

De pronto me dijiste: -El amor mío
es puro y blando, así como ese río
que rueda allá sobre el lejano suelo-

y me miraste al terminar, tranquila,
con el alma asomada a tu pupila.
Y estaba azul tu alma como el cielo.

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares…

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares,
en lo mucho que sufro pienses a solas,
si exhalas un suspiro por mis pesares,
mándame ese suspiro sobre las olas.

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente
rasgue las blondas gasas de las neblinas,
si una oración murmuras por el ausente,
deja que me la traigan las golondrinas.

Cuando la tarde pierda sus tristes galas,
y en cenizas se tornen las nubes rojas,
mándame un beso ardiente sobre las alas
de las brisas que juegan entre las hojas.

Que yo, cuando la noche tienda su manto,
yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,
te enviaré, con mis quejas, un dulce canto
en la luz temblorosa de las estrellas!

Visión

¿Eres un imposible? ¿Una quimera?
¿Un sueño hecho carne, hermosa y viva?
¿Una explosión de luz? Responde esquiva
maga en quien encarnó la primavera.

Tu frente es lirio, tu pupila hoguera,
tu boca flor en donde nadie liba
la miel que entre sus pétalos cautiva
al colibrí de la pasión espera.

¿Por qué sin tregua, por tu amor suspiro,
si no habré de alcanzar ese trofeo?
¿Por qué llenas el aire que respiro?

En todas partes te halla mi deseo:
los ojos abro y por doquier te miro;
cierro los ojos y entre mí te veo.

Flores negras

Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,
y en el fondo de esta alma que ya no alegras,
entre polvos de ensueños y de ilusiones
yacen entumecidas mis flores negras.

Ellas son el recuerdo de aquellas horas
en que presa en mis brazos te adormecías,
mientras yo suspiraba por las auroras
de tus ojos, auroras que no eran mías.

Ellas son mis dolores, capullos hechos;
los intensos dolores que en mis entrañas
sepultan sus raíces, cual los helechos
en las húmedas grietas de las montañas.

Ellas son tus desdenes y tus reproches
ocultos en esta alma que ya no alegras;
son, por eso, tan negras como las noches
de los gélidos polos, mis flores negras.

Guarda, pues, este triste, débil manojo,
que te ofrezco de aquellas flores sombrías;
guárdalo, nada temas, es un despojo
del jardín de mis hondas melancolías.

¿En qué piensas?

Dime: cuando en la noche taciturna,
la frente escondes en tu mano blanca,
y oyes la triste voz de la nocturna
brisa que el polen de la flor arranca;

cuando se fijan tus brillantes ojos
en la plomiza clámide del cielo…
y mustia asoma entre tus labios rojos
una sonrisa fría como el hielo;

cuando en el marco gris de tu ventana
lánguida apoyas tu cabeza rubia…
y miras con tristeza en la cercana
calle, rodar las gotas de la lluvia;

dime: cuando en la noche te despiertas
y hundes el codo en la almohada y lloras…
y abres entre las sombras las inciertas
pupilas como el sol abrasadoras;

¿en qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío!
Piensas en nuestro amor despedazado
ya, como el junco al ímpetu bravío
del torrente que salta desbordado?

¿Piensas tal vez en las azules tardes
en que a la luz de tu mirada ardiente,
mis ojos indecisos y cobardes
posáronse en el mármol de tu frente?

¿O piensas en la hojosa enredadera
bajo la cual un tiempo te veía
peinar tu ensortijada cabellera,
al abrirse los párpados del día?

¡Quién sabe!… no lo sé, pero imagino
que en esas horas de aparente calma,
percibes mucha sombra en tu camino,
¡sientes muchas tristezas en el alma!

Mas… otro amante extinguirá tu frío,
yo sé que tu pesar no será eterno;
mañana vivirás en pleno estío…
y yo, con mi dolor… ¡en pleno invierno!

Humana

Hermosa y sana, en el pasado estío,
murmuraba en mi oído, sin espanto:
«Yo quisiera morirme, amado mío;
más que el mundo me gusta el camposanto».

Y de fiebre voraz bajo el imperio,
moribunda ayer tarde, me decía:
«No me dejes llevar al cementerio…
Yo no quiero morirme todavía…»

¡Oh, Señor… y qué frágiles nacimos!
¡Y qué variables somos y seremos!
¡Si la tumba está lejos… la pedimos!
¡Pero si cerca está…no la queremos!

Idilio eterno

Ruge el mar, se encrespa y se agiganta;
la luna, ave de luz, prepara el vuelo
y en el momento en que la faz levanta,
da un beso al mar, y se remonta al cielo.

Y aquel monstruo indomable, que respira
tempestades, y sube y baja y crece,
al sentir aquel ósculo, suspira…
y en su cárcel de rocas… se estremece!

Hace siglos de siglos que, de lejos,
tiemblan de amor en noches estivales;
ella le da sus límpidos reflejos,
él le ofrece sus perlas y corales.

Con orgullo se expresan sus amores
estos viejos amantes afligidos;
Ella le dice «¡te amo!» en sus fulgores,
y él responde «¡te adoro!» en sus rugidos.

Ella lo aduerme con su lumbre pura,
y el mar la arrulla con su eterno grito
y le cuenta su afán y su amargura
con una voz que truena en lo infinito.

Ella, pálida y triste, lo oye y sube
le habla de amor en su celeste idioma,
y, velando la faz tras de la nube,
le oculta el duelo que a su frente asoma.

Comprende que su amor es imposible,
que el mar la acopia en su convulso seno,
y se contempla en el cristal movible
del monstruo azul, en que retumba el trueno.

Y, al descender tras de la sierra fría,
le grita el mar: «¡en tu fulgor me abraso!»
¡no desciendas tan pronto, estrella mía!
¡estrella de mi amor, detén el paso!

¡Un instante mitiga mi amargura,
ya que en tu lumbre sideral me bañas!
¡no te alejes!… ¿no ves tu imagen pura,
brillar en el azul de mis entrañas?»

Y ella exclama, en su loco desvarío:
«¡Por doquiera la muerte me circunda!
¡Detenerme no puedo monstruo mío!
¡Compadece a tu pobre moribunda!

¡Mi último beso de pasión te envío;
mi postrer lampo a tu semblante junto!…»
Y en las hondas tinieblas del vacío,
hecha cadáver se desploma al punto.

Entonces, el mar, de un polo al otro polo,
al encrespar sus olas plañideras,
inmenso, triste, desvalido y solo,
cubre con sus sollozos las riberas.

Y al contemplar los luminosos rastros
del alba luna en el oscuro velo,
tiemblan, de envidia y de dolor, los astros
en la profunda soledad del cielo.

¡Todo calla!… El mar duerme, y no importuna
con sus gritos salvajes de reproche;
¡y sueña que se besa con la luna
en el tálamo negro de la noche!

Justicia

Cuentan que un rey soberbia y corrompido
cerca del mar, con su conciencia a solas,
sobre la playa se quedó dormido;
y agregan que aquel mar lanzó un rugido
y sepultó al infame entre sus olas!

Hoy, bien hacéis ¡oh déspotas del mundo!
en estar con los ojos siempre abiertos…
porque el pueblo es un mar, y un mar profundo
que piensa, que castiga y que, iracundo,
os puede devorar. ¡Vivid despiertos!