Poetas

Poesía de Chile

Poemas de Waldo Rojas

Waldo Rojas es un poeta chileno que nació en Concepción el 22 de agosto de 1944. Pertenece a la generación literaria de 1960, que él mismo llamó «Promoción Emergente». Estudió en el Instituto Nacional de Santiago, donde fue director de la Academia de Letras Castellanas, y luego en la Universidad de Chile, donde trabajó como traductor, redactor y crítico literario del Boletín universitario. También fue profesor de Estética en la Facultad de Artes de la misma universidad.

Su primer libro de poemas, Agua removida, se publicó en 1964, y le siguieron Pájaro en tierra y Príncipe de naipes, ambos en 1966. Su poesía se caracteriza por una búsqueda de la identidad personal y colectiva, una reflexión sobre el lenguaje y la escritura, y una crítica social y política. Algunos de sus temas recurrentes son el exilio, la memoria, el amor y la muerte.

En 1974 se exilió en Francia, donde vive desde entonces. Allí ha sido profesor de historia en la Universidad de París I Panthéon-Sorbonne y ha seguido escribiendo y publicando libros de poesía y ensayo. Entre sus obras más destacadas se encuentran El puente oculto (1980), La noche del albañil (1987), El país-naufragio (1991), La memoria iluminada (1998) y Cronología del movimiento surrealista (2014).

Waldo Rojas es uno de los poetas chilenos más reconocidos y premiados de su generación. Ha recibido, entre otros galardones, el Premio Municipal de Literatura de Santiago (1981), el Premio Pablo Neruda (2002) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2018).

Ritratto di bambina

Sobre un cuadro de Giovan Battista Moroni,
en l´Accademia Carrara, Bérgamo.

Bajo la unción de una realeza momentánea
de brocado y perlería
la majestad menuda de su lozana atildadura,
nada más que encarnación premonitoria de una damisela
de baraja,
nada menos que de nuestra fuga en tránsito
la hija desprovista.

No soy en su mirada el Otro de mirada alguna,
ahora que el que soy no me dictan sus ojos:
todo es conjetura si no perplejidad en la consigna muda
de un encuentro hecho de imágenes,
apenas el hallazgo mutuo de una manera de sombra
y la huella de un destello,
a despecho de quienquiera, en virtud de nada nuevo.

Desde su edad en remanso la Ninfa más propicia
me prodiga así entre todos
una mirada que puedo sin riesgo sostener.

Desposeimiento inapelable de toda posesión,
ojos de otro vértigo acercaron nuestro paso
al borde del secreto que no somos
a fuerza de ignorarlo.

Ella aquí nos atrae a la duración quebradiza
de su otrora en suspenso,
aligerados del peso de ataduras el lapso de tregua
de un trasluz
ni desvarío ni rencores, ni reproches ni éxtasis,
mientras vuelca el carillón tardío su cascada aquietadora,
como una imposición de manos leves
sobre algún dolor sin cuerpo venido a la memoria.

Dormida

Ahora que tus ojos te inclinan
sobre la fuente opaca,
ahora que te hunde el instante que eres
y eres el instante y su curso
mientras se restaña el surco de la noche.
Que algo de inútil e insepulto empaña tus labios
y la piel de las cosas,
un florecimiento mustio,
un tañido nevado.
Y sobre el rostro sin ceño sobrevuela, llovizna
o revuelo de velos,
el agua virgen de todos los
lenguajes.
Ahora que hablas a tu propia palabra
mientras deslíes en la yema de los dedos
la arenilla de su tacto.
Que caes con blando despeñamiento en medio del clamor
de la voz de los objetos.
Ahora que te encubre tu mudez más dañosa,
que te ofrece y te niega la misma servidumbre
y eres plena cercanía al alcance de la mano
y naces llanura y renaces laberinto.

Piazza Navona

No buscas Roma en Roma, aunque Roma te encamina
paso a paso
hasta la Plaza de los Ríos Cardinales,
recompensa emboscada en el claro del ocre.

El Orbe en la Ciudad, y en la ciudad la Fuente,
eterna a sus horas perdidas de antemano
a la espera de consignas convenidas
por la agonía de las horas.

Sólo a nombre de ríos terrenales sus divinidades
encalladas en la piedra dividen y no reinan.
Esfinges tácitas de un secreto a voces,
persisten en trances de arrebato, absortas
con humano desaliento en el juego de durar.

Así es a nombre de sí misma que despliega el agua
el nombre de una saciedad sin restañar
-la prosodia de un arrullo, un resabio acallado en un murmullo-
mientras los amaneceres recobran en la fuente severa
el precio que suma al desborde de los días
el ademán esquivo de su estancia cegada de destellos.

Palabra en germen infructuoso,
el surtir de la Fuente es ahora un afluente de
irrigaciones estancas:
sedimentos de fijeza en la fluencia, fluidez
infundida a la quietud,
hiladura de arena que deja escurrir entre tus dedos
su dispendio.

Todo cuanto permanece es porque ha sido proferido.

Improbable que bebas de estas aguas, improbable
que de viva voz el acto que tu sed desdiga
se apegue en cuerpo y alma a tu palabra;
un sueño arrancado de su cauce las retuvo en
su remanso y nos retiene,

causa pura embancada en la zozobra de agosto.

Mirlo

A la hora del mirlo
el arrebol sangrado a blanco de ojo
aplaza la devastación efímera,
suspende en su ventura la derrota del dormido.
Asoma el sol con tranco de repatriado.
Y es en todo nuevo en la novedad de todo.
Por él el mirlo trina un aire degollador,
las horas se apegan a las horas cual peñas
al muro creciente.
Agobiadoras las alas de la frondosa quietud
de la foresta,
la noche colma allí una última brecha.
Zarpas de la madrugada,
su ramalazo hará irreparable toda enmienda.
Nuevo sueño desquiciado concilian
supliciado y victimario
y el trémulo rocío, el rocío probo,
enjuga el zumo sucio sobre la piel
del fruto lacerado.

Umbrales emboscados

Inque dies magis in montem
succedere silvas cogebant…

Lucrecio

No se llega a conocer bastante el Bosque,
el linaje de su corazón no echa raíces.

Vigilia tumultuosa de las hojas,
seres parpadeantes.
Fuera de todo alcance el cielo dadivoso.
Solares monedas doradas reúnen sobre el humus
el rescate de las más cautiva edad.

Todo el abatimiento del amanecer
en el claro del bosque:
para una sombra plácida, cuántos umbrales
animosos.

Celebra el día:
no asistes al recuento de la Peste,
no te suman al fragor del hierro.

Oscura labor de los amaneceres:
sembrar el fruto mustio en la semilla.
Por ellos llega al padre la impiedad del hijo
errante.

A su llamado se hiende a la vera de tu cuerpo
la frontera irreversible
y el frío habla más claro en su voz de mordedura.

Alzas la mirada como se emprende un vuelo a ciegas;
en medio del vaho asaetado de luz y pulsado de trinos
se cumple sin rencor la núbil henchidura de las yemas
sobre rígidas ramas renegridas.

Hojas caídas diseminadas al albur,
su envés volcado en desvaída cartomancia.

El sol locuaz
el patio taciturno
la sombra geómetra y su paso monacal.

El cielo no alza todos los vuelos
que contiene,
pero la tierra sí sabe de reptaciones.

Senderos desgreñados, raíces laboriosas.

Razón del verdor de las encinas:
enaltecer la frágil palidez del hongo,
fruto umbrío.

Latitud del mar que el sol desaloja,
eterno es lo que muere sin óleos,
sin cortejo, sin gólgota.

La muerte sólo desnuda,
el tiempo amortaja.

Alienta tu plazo más impaciente,
bebe de tu sed a manos llenas.
El tiempo es piel, tatuaje tu espera.

El vino renueva tu sombría fidelidad
por lo caído.

Desprendimiento furtivo de la tibieza del sol
sobre la piel, pesadumbre sin rencor.

Como entra la mirada en la ceguera la tarde va ocupando
un cauce pleno.

Desolladura sin queja de los horizontes:
Nada se agrega a nada ni se resta.

Avanza el lienzo sobre el sueño del difunto
y en tu propio sueño crece ya la certeza de haber soñado.

Tejida de Laberinto y de Intemperie
la noche, templo y cadalso, desata los perros
y vacía los espejos.

Atizar el sueño.
Velar el surco célibe del pie en la
ceniza.

Se agosta la bella estación.
La tierra se izará hasta el sopor de las hojas.

Dolencia de una siembra yerma, sin indicio, sin horas.
El humus otoñal supo guardar memoria de tus pasos
pero ignora siempre tus raíces.

Vuelo breve de las hojas,
….. migración
tras una vaga promesa de retorno.
Nostalgia de harina en el molino atascado.
Sobre el vasto cuerpo abatido se yerguen ahora
las altas lanzas del martirio
…. y descienden en bandada
ingrávidos párpados fríos.

Acerca cada día la Ciudad al Bosque.

La travesía

(Mediodía de domingo en el cementerio Père Lachaise)

“No sé quién seas, pero no apartes todavía tus manos
de mis ojos,
prolonga mi ceguera imprevista y la vacilación de mi pie
sobre el empedrado inconcluso.
Por entre el laberinto de las criptas
bajo la fronda y el señuelo o la licencia de los trinos,
escucha conmigo el tribunal bullicioso y tajante de los mirlos
por encima del respiro en suspenso de estos nombres de cuerpos
ya improbables disueltos en la cifra de una brevedad estanca:
signos tallados sobre las lápidas prolijas
cual enseñas de un comercio inútil.
Quienquiera que seas, guía mi deriva por un atajo tácito
a través de la Ciudadela de encrucijadas recíprocas,
la del sabor de erosión de los encomios, de las divisas desvalidas
ganadas por el musgo.
Advierte en la profusión de las ofrendas un tributo magro.
Desatiende el temblor recluido en mi silencio
y adiestra aún mis párpados a rehuir una vez más el hallazgo de
tu rostro, la llaga de tu soplo”.

Príncipe de naipes

Helo aquí, barquiembotellado en la actitud de su gesto más corriente,
es el soberano de su desolación,
sus diez dedos los únicos vasallos.
Silencioso como el muro que su sombra transforma en un espejo,
nada cruza a través de la locura
de este príncipe de naipes,
este convidado de piedra de sí mismo, el último en la mesa
—frente a los despojos—
cuando ya todos se han ido.
Aquí se detuvo la soledad de la adolescencia con un fuerte silencio
retumbante,
y aquí yace él sobre sus ojos como el único brillo:
un Arlequín de Picasso, se diría, pero menos sublime
y con la espada de Damocles en la mano.
Él es el Príncipe del Naipe, “después de mí un Diluvio de agua
hirviente,
y aún todas las aguas errantes del planeta
que nunca nadie llevará hasta mi molino”.

Moscas

Vivíamos la tarde de un domingo abrumador.
Era verano en el hemisferio que pisábamos, según el orden de los astros.
Enredados en el ocio paseábamos de silla en silla a tropezones.
Era Verano por la tarde y el resto del cuadro lo ponían
las moscas.

Había un Universo disperso por la pieza:
botellas vacías,
hojas de algún diario, un plumero impotente entregado al polvo,
y bostezando hasta quejarse ardía el aire por los cuatro costados.

“No hay peor poema que el que no se escribe”, me dije callado
gritándome al oído,
y lo único real, consistente en sí mismo, eran las moscas.
Muchas moscas, torpes moscas cayéndonos encima en arribos
sucesivos y despegues.

Ardía el aire por los cuatro costados y nos sobraba un par de brazos,
estaban de más las piernas y todo el cuerpo era lujo inútil,
artículo suntuario adquirido a la fuerza
en virtud de la artimaña de un hábil vendedor.

Saltimbanquis del aire, trapecistas, migajas de un gran demonio pulverizado,
esas tiernas, sucias moscas, diminutos ídolos del asco universal.

No habíamos sobrevivido a nuestra fábula feroz:
un joven matrimonio derretido sobre el suelo, melaza pura
a merced de un día de Verano, a merced de la estrategia
de las moscas.
Y era domingo como cien veces más fue domingo en los veranos
desde aquel día,
y desde cada día en que el sol encendía el aire
y un zumbido tañía en los vidrios y crecía una inquietud por todas partes.
Algo que desde afuera penetraba, un cierto líquido agresivo,
un licor cáustico que diluía la carne o la memoria,
algo que le pasaba al tiempo no nos tenía conformes.

¿Quién detiene el cauce de las cosas y los hechos
en este punto, como un puente que se desploma,
mientras pasa el día mutilado arrastrando los miembros trabajosamente?

No hay peor poema que el que no se escribe, me dije,
entretanto
la poesía rescataba a sus heridos de los dientes para adentro;
de los ojos para afuera lo único real eran las moscas.

Una noche del príncipe

A Germán Marín

La fuerza del cerrojo en los entrepaños de la puerta
y el incierto ascender de madera caminada en la escalera.
De por medio, un mundo de fuerzas reversibles.
La atención del ojo bloquea la conocida oscuridad.
En un sentido aún más sinuoso,
prolonga el oído resonante presagio.
A un momento de neutralidad de dudosa energía,
equilibrio de fuerzas se establece en el centro.
Esto es,
la estabilidad vacilante del poder del tiempo
mantenido a raya,
un entreaguas pulsante,
entre el dato exterior de los sentidos y su escritura
en la tabla rasa,
y el poder de agostada fuerza con que el sueño y sus figuraciones
defiende la diezmada fortaleza
reducida ahora al atalaya y las almenas,
al nerviosamente transitado patio de la cisterna,
estremecida la dotación de sus guardianes
a cada golpe pasmoso, ritmado, relojero,
del poderosamente impulsado Ariete.

Espejo de Bar

A Raúl Ruiz

Ni siquiera del tinte del vino,
su verdadero color es el rojo vivo que es también licor ácido o amargo,
todo lo más lejos del dulzor del trago entre sonrientes.
Es así. Y en Embriagado lo dice.
Traza con el dedo a partir de una mancha de cerveza
la silueta de un pez en la madera.
Van a oír lo que ahora mismo estoy diciendo con mi puro gesto agrio,
los ojos que proyecta hacia el tumulto, humo y cháchara del Bar.
Beberá la boca como una venganza, ahogado el reto de un cuerpo que blasfema
prolongándose en la mano que arruga servilletas de papel
y apura el vaso.
Cabe a la voz proferir lo que no se piensa.
Lo que está pensando son tibias palabras inertes, hato de ropajes en el suelo
tras el cuerpo del desnudo.
Chasquidos de látigo las frases le envenenan,
brotan de su historia cortada entrecortada inverosímil mujeres hombres cosas
rastros del imposible Enemigo en el zarzal
donde enredan los pies del personaje que a sí mismo se narra.
La voz entonces hiere, rebana una espesura de gritos que la acallan
y tras el golpe de un puño contra la vociferante boca,
rodar de dados por el suelo
y el demencial dispendio del azar que ellos no anulan.
Lo real se hace presente y asume su postura en un parto de frases estragadas:
Contra el relumbrar filoso —viperino hallazgo del cuchillo— que
desata ahí el rojo vivo que le urgía,
es el vaivén de aquel brazo que se hunde en un cuerpo,
es el “por qué” “por qué” adelgazando aquella boca,
borboteante rojo líquido en la herida, burbujas del veneno…
Tal vez ahora, a contrafondo, una descarga de inodoro,
cualquier crujir de tablas, un tintinear de uña y vidrio.
El Pez en la Madera sobrenada el charco de la copa volcada
y se diluye en el vino.
Empuja el espantajo la puerta de batientes.
Al aire los faldones del abrigo parduzco
alza un torpe vuelo a flor de acera
hacia la calle.
Calle del encadenado urdirse del ladrido de mil perros.

Mercado de carnes

Mediodía de un Viernes y en el Mercado de Carnes
el agua se une en las aceras a la sangre
camino de las alcantarillas.
Mezclándose con todo, por los ojos,
luminosidades que ascienden por su luz,
y asciende el eco sucio de esa agua envilecida.
El resto es permanencia y prolongación.
Toda la ciudad de apacibles cadáveres colgantes
oscila con sus oscilaciones
bajo un sol que surge nuevo de los colores que establece.
Esplendor de una mañana que hurga en los comestibles,
la carne inerte revive en la agilidad de los dedos
que la agitan
como piezas desmontadas de un puente herrumbroso.
Entonces un comercio de muecas y de voces
a golpes de compás del filo de las dagas:
en el mercado de carnes a esta hora
la luz y el fervor son el Orden Inmanente.
La muerte no se halla a ningún precio.

Visitar a los enfermos

La abrumadora mayoría de sus sensaciones está diciendo lo suyo.
Y a su turno, lo suyo es ese cuerpo rígido como un icono
del que fluyen y confluyen, gota a gota, aire y sangre,
sangre y aire.
Lo suyo es el desorden de las horas, la fecha que vivimos y no vive,
tensa noche de un perro guardián.
Cerraron la casa de los naranjos y los limoneros.
Frescas musgosidades revienen los dinteles.
¿Veremos al Cuerpo erguirse entre los suyos, abominar
del guiso de la noche, aterrorizar con insultos al cochero?
Las palabras que me guardo serán lo que sucede:
pregunta el pobre cuerpo en cada mueca, y a cada temblor de las frazadas
aferra y suelta como un profeta el báculo tribal.

“La mano, dame la mano…” es lo que calla y adivino,
y lo que coge es el veredicto de un brazo que se niega.
Un florero abigarrado hiende el blancor reinante.
Se desentiende del ambiente un rezumarse de rosas.
Silencio, piden voces.
Nadie hable, por favor. Parece que rezara.

Y piensa el Cuerpo:

Habrá quedado sola la Casa de los Limoneros.
Ya oigo crujir las gruesas puertas, saltar
españoletas y aldabones a la premura del hierro.
Silenciarán al perro a golpes de cadena,
se llevarán sólo monedas en desuso,
un botín de recuerdos de familia.

Aire enrarecido se respira a la hora en que el batir de la puerta
ha acallado los rumores.
Negro de humo y aceite mezclados a la brisa del trébol invernal.
Se hacen blandos los muros como almohadas,
y empavonado de lechosidad
se aquieta el vidrio grumoso de la puerta del cancel.
El Cuerpo es aun alguien a quien algo sucede, aunque sólo en lontananza
de sus fuerzas.

No podría negarse a los signos salvadores.

El Enfermo está abrazándose a las estatuas heladas.

Ajedrez

Antonius Block jugaba al ajedrez con la Muerte junto al mar
sobre la arena salpicada de alfiles y caballos derrotados.
Su escudero Juan, mientras tanto, contaba con los dedos las jugadas,
sin saberlo,
en la creencia de que lo que contaba eran peregrinos de una extraña
caravana.

(Y a mí que no me gusta el ajedrez sino en raras
circunstancias.
Yo, que pude luego de perder estruendosamente una partida
beberme una botella con el ganador y sostenerle el puño en alto).

Pero Antonius Block sin duda era un eximio ajedrecista
no obstante haber perdido el último partido de su vida.
Antonius Block, quién volvía de las Cruzadas, no tuvo en cuenta
que a Dios no le habría gustado el ajedrez
aun cuando de veras hubiera algún día existido.

Afortunadamente todo esto sucedía en una sala de cine.
El mundo en miniatura en tres metros cuadrados a lo más.
Los otros personajes han pagado las consecuencias al terminar la función.

Sería bueno sostener ahora que el ajedrez está algo pasado de moda.
A pesar de la costumbre por los símbolos
y de los cuadraditos blancos y negros irreconciliables
en que se debate la vida

a coletazos.