Poetas

Poesía de España

Poemas de Antonio Porpetta

Antonio Porpetta (14 de febrero de 1936 – 25 de julio de 2023) fue un poeta y escritor español, cuya pluma dejó una huella imborrable en la literatura. Nacido en Elda, provincia de Alicante, estudió Derecho en la Universidad de Valencia. En 1962, su primer poemario «La mirada intramural» obtuvo el prestigioso Premio Adonais, marcando el inicio de una carrera literaria excepcional.

A lo largo de su vida, Porpetta publicó más de una docena de libros de poesía, novelas, cuentos y ensayos. Su obra, cargada de sensibilidad y talento, destaca por su profundo amor por la naturaleza, la música y el arte. Sus poemas evocadores y melancólicos transmiten esperanza y alegría, conectando con lectores de todo el mundo.

Comprometido con su tiempo, la obra de Porpetta reflejó los acontecimientos sociales y políticos de su época. Sus letras trascienden fronteras y han sido traducidas a más de veinte idiomas. En 1980, fue reconocido con el prestigioso Premio Nacional de Poesía, un testimonio de su impacto en el panorama literario.

Antonio Porpetta falleció en Madrid a los 87 años, dejando un legado en la poesía española y universal. Sus obras más importantes, como «El jardín de los sueños» y «El canto de la sirena», continúan inspirando a generaciones de lectores. Su talento y sensibilidad lo convierten en un poeta inolvidable, cuyas palabras seguirán trascendiendo el tiempo.

Asunción del olvido

Se cumplirán los ritos:
la memoria
ejercerá su oficio dignamente
derramando su lluvia de crepúsculos
en los labios insomnes.
Primero será un fuego,
un crepitar de vidrios luminosos,
un huracán de espuma
sediento y fugitivo.
Pero las viejas guzlas
sonarán dulcemente entre las llamas,
irán adormeciéndolas, velando
su dolido clamor.
Después serán las brasas,
el cansancio tenaz de unos reflejos
cada vez más lejanos,
cada vez más heridos
por una lenta niebla:
las palabras,
las huellas y los gestos
comenzarán su exilio hacia regiones
que jamás conocieron.
Implacable
se extenderá una sombra duradera.
Y luego, la ceniza,
con su quietud de estatua derruida,
testimonio de todos los inviernos,
brújula del silencio,
resumiendo la nada.
Nosotros,
desde playas remotas,
podremos contemplar cómo la hiedra
recubre nuestros nombres, cómo el frío
invade nuestro imperio.
No habitará el rencor en nuestros ojos
ni la nostalgia antigua
nos rozará las sienes.
Impasibles
veremos germinar aquella ausencia,
aquella oscuridad, aquel callado
y largo desamor…
Mas seguirán unidas nuestras manos,
a pesar del olvido.

El amor

Ella duerme despacio
con un lento galope de gacelas
reclinado en su frente. Es hermosa
como una fruta fresca, como un ágata,
como un tallado capitel. Escucho
la lejana andadura de sus párpados,
el navegar inmóvil de su olvido,
su exacta placidez de hierbabuena.
Una fragancia leve
de ocultos hontanares
me descubre su cuerpo, esa clara campiña
de juncos y laúdes
donde mis labios posan su algarada
fluvial, perseguidora. No hay distancia
más corta hacia la llama
ni amanecer más puro. Se adivina
una alquimia voraz, un burbujeo
debajo de su piel,
como una permanente sembradura
de vides y crisoles.

Y sin embargo, el tiempo
maneja oscuramente sus cinceles,
su taladro tenaz:
Yo sé que el triunfo
será suyo, que nada puede huir
de su terca presencia.
Y sin quererlo, veo
la yedra recubriendo los alcores
de sus pechos, su boca desolada,
abatida y sumisa su cintura,
arrasado su vientre luminoso,
y un surtidor de hielo
sobre esa isla bruna que ahora emerge
feraz y retadora
sobre su mar de ópalos ardidos.
Pero ella duerme, cálida y ajena,
albergada de espumas.
La contemplo
serena mi palabra, confiado:
porque jamás el tiempo
derrocará su sueño,
y seguirá su frente con un lento
galope de gacelas,
por el amor salvada, redimida.

Historia del hombre

1

¿Y qué decir del hombre,
cómo cantar su llanto,
su tempestad callada que me ahoga?
Ese montón oscuro de temblores
que lanza desde el frío
su mirada de arbusto
dueño fue de un imperio de mañanas,
dominador de ventisqueros.
Nunca
pudo ponerse el sol en su oceanía
ni doblegó la lluvia
la altivez de su nombre.
A su paso
las selvas despertaban
con un clamor de musgo,
rendíanle los montes sus cinturas,
desplegaban los ríos
su larga mansedumbre,
y las gemas ocultas en la entraña
alzaban a su frente destellos lejanísimos.
¡Ah, el hombre inmenso, encerrando en sus brazos
una constelación de avispas y jilgueros,
bronco señor del trueno y de la aurora
ensordeciendo el mundo
con sus himnos de cíclope!
Bastaba un breve gesto de sus dedos
para que bronce y pluma se hermanaran,
y el volcán derruyera sus presagios,
y reclinara el templo sus ojivas,
y el corazón se abriera
en cárcavas profundas.
A su voz poderosa
un huracán de sangre
deslumbraba los cielos,
y el tigre más soberbio
besaba entre la hierba sus espuelas,
mientras trémulos astros entonaban
una coral doméstica
de tímidas cantatas.
¡Qué digno frente al mar
numerando sus islas en los ocasos rojos,
apretando en sus manos las galernas,
dormida entre sus dientes
la llave que amordaza
la libertad del viento y sus espumas!…

2

Pero el hombre tenía
vocación de alimaña.
Con sus uñas de jade iba cavando un fosco
entramado de sombras,
pozos interminables,
secretas galerías,
oquedades remotas
donde jamás la luz le descubriera
ni florecieran pájaros o espigas.
Lentamente
la noche fue dejando sus amargas raíces
en el pecho del hombre,
minando su memoria,
recubriendo su lengua de una cansada herrumbre.
Aquella hermosa imagen del héroe coronado
de luna y madreselvas
pulverizó su mármol
dispersando su gloria y su ceniza
sobre el yermo dominio de la ruina.
¡Ah, su lenta ceguera,
su diminuta voz
que ya no escucha nadie,
sus garras convertidas
en manos humildísimas!

Cayeron las columnas. Un verdín infamante
eclipsó los metales. Los topacios sirvieron
de pasto a las cornejas.
Tocaron los clarines
un larguísimo canto funerario.
Y una seda invisible
que tejieron arañas implacables
fue encadenando al dios en su guarida,
robándole sus alas,
cercenando su sed,
su nostálgica sed de viejos albedríos.

Desde aquí lo contemplo
en su terrible soledad,
indagando la vida con sus ojos de esparto,
defendiendo del tiempo sus horas oxidadas,
casi perdida huella,
polvo apenas.
Y un alacrán antiguo
se me posa en los párpados,
al ver esa intemperie derramada
en mis propios espejos.

Las sirenas

Vieron llegar la nave:
como siempre
elevaron sus cánticos pianísimos,
sus murmullos de lluvia y arboleda
que un céfiro brumoso llevaba lentamente
a las sienes morenas de los hombres,
allí, donde se oculta el desconsuelo
y remotos paisajes se atesoran
con el secreto brillo de su azogue…

Vieron pasar la nave:
nadie se conmovió,
nadie se derrumbaba, loco, sobre el agua,
nadie quiso buscar, enajenado,
sus pechos luminosos, sus miradas de jaspe,
sus escamas de fuego y de coral.
(Un hombre entre cadenas,
hermoso como un héroe,
desgarraba con llantos y alaridos
aquel hondo y sereno navegar…)

Vieron cómo la nave se alejaba
ajena, indiferente,
en calma singladura
hacia islas felices y puertos abundosos,
firme como el destino, libre como el olvido,
desplegadas sus velas al viento y a la sal…

Ausentes, melancólicas,
asoladas de un lívido temor,
dejaron de cantar, envejecieron,
quedaron con los siglos
ignoradas de todos, convertido
en historia dormida su recuerdo.
Y una pobre mañana,
entre un torpe revuelo de peces fugitivos,
diéronse a lo profundo, naufragaron
su pálido esplendor…

Todos los navegantes debieran perdonarlas:
ellas nada querían,
ellas sólo cantaban y cantaban…
Ellas nunca supieron que en sus voces
habitaba la muerte.

Los suicidas

Suicidarse en el mar es como desnacerse
en el claustro materno,
es como retornar a la tibieza
de la verdad primera,
redescubrir el hálito fugaz que nos perdura,
quizás la certidumbre
de que también el fin
puede ser una forma de empezar.
Hay suicidas muy torpes: tienen prisa
en sus renunciaciones
y eligen sin pensar acantilados
altos como el desprecio,
foscos como la ruina
para el vuelo final.
Acaban casi siempre
como siempre vivieron: en alguna caverna
de escollos heridores,
atrapados en redes sin linaje,
recubiertos de umbría,
anclados a su malva soledad.
Pero hay quienes ofician el suicidio
como un rito: se visten
de túnicas muy blancas,
con guirnaldas de flores
dan prestigio a sus sienes,
y enaltecen sus cuellos y sus manos
con bellísimas joyas y abalorios
cuyo fulgor conforta los sentidos
y el ánimo sosiega
y la inocencia acrece.
Después, tras consultar tablas lunares,
astrónomos, augures, cartas de marear,
escogen una fecha de otoño transparente
y con el claroscuro de la tarde vencida
se internan con cuidado entre las aguas,
la mirada en sus culpas,
el olfato en su ausencia,
el tacto en sus ensueños,
mientras van repitiendo las palabras
que jamás escucharon
y que siempre quisieron escuchar…
Con su gentil y antigua cortesía
acoge nuestro mar a estos pulcros suicidas,
les da la bienvenida, les recibe
en su imenso nidal.
Y arrullando su frágil mansedumbre,
entre un magno silencio de ondas y presagios,
les orienta hacia dársenas ocultas,
hacia anónimas clas donde aguarda
una pequeña barca que ya tiene
la orden de partir.

Retrato en amatista

Dices muerte, y en tu palabra asoma
la cicatriz, el hielo,
la plenitud solemne de algún muro
que nunca sabrá nadie dónde fue construido,
qué jardines oculta,
qué regiones ardidas aprisiona.
A su conjuro acuden los pájaros más tristes,
se posan en tus manos
y derraman sus cánticos de luna
sobre tu piel que nace cada día.
Siempre
vence lo oscuro:
el grito de la ausencia, con su herida
tan honda y rescatada,
las pequeñas memorias
que el viento disemina como humildes cenizas,
la serpiente del frío
con sus ojos abiertos de carcoma.

Pero la muerte tiene
sus anchas claridades, universos
de ámbar, playas inagotables
de arenas como estrellas
donde el sol es más justo
y el mar lleva en sus alas un perfume
de inaccesibles rosas
que imanta y enamora.
¡Ah, su limpio lenguaje,
su mirada de madre
cuando entorna la vida entre sus brazos,
su sonrisa
tan pura y duradera!
Todo en ella es silencio,
prudente caminar entre los árboles,
pradera, junco, sueño,
cauce, vuelo de abejas,
lentísima esperanza.
Triunfa
desde todas las sombras,
pero guarda sus cálidos secretos
en la hermosa amatista de sus labios.

¿Y después? ¿Y después?…
La duda es una música
que lame nuestras médulas
con sus garfios de sangre:
Quizás sólo la noche.
Quizás un ancho río
de orillas serenísimas.
Quizás una dolida, inmóvil carcajada.

Las muchachas y el mar

Toman el sol, tumbadas en la arena,
bajo una exacta claridad rasgada
de vuelos y abandonos,
en frutal ofertorio la gloria de sus cuerpos,
los sueños navegando
por hondas geografías.
Confían en el mar: nunca recelan
de su aliento cercano,
de esa casta apariencia que transmite
el familiar susurro de sus olas.
Ellas, tan inocentes, no saben las argucias
de ese sátiro azul, los disimulos
de su antigua y taimada adolescencia,
sus desatadas ansias de pecado…
Desde el agua profunda, una voz impaciente
—como un grito de amor, quizás de súplica,
o quizás un gemido— les reclama.
Despiertan las muchachas, se levantan
hermosamente altivas
y con pasos muy leves, caminando
despacio se dirigen
al inmenso latido.
Canta el mar sus baladas de alegría
mientras ellas se adentran en su imperio,
y recibe con mimos de unicornio
la doble incertidumbre de sus pies,
la vertical promesa de sus piernas espigas,
y lame sus rodillas,
y acaricia sus muslos de coral,
y alcanza enloquecido
la plata de sus pubis, y descubre
el asombro armilar de sus cinturas,
y aromado de adelfas
asciende hacia sus pechos, se adormece,
cubre, inunda, derrama estrellerías
y hasta besa furtivo, como un juego,
sus labios luminosos…
Las muchachas, ausentes, arcangélicas,
saltan, nadan, se ríen, chapotean,
ajenas a ese dulce vaivén, a esa lujuria
penetrante y sutil que les invade,
sin saber que están siendo
lentamente violadas,
que lentamente el mar las hace suyas,
que lentamente el viejo amante triunfa
con su extensa ternura
sobre el clamor rosado de sus sexos…

Propuesta

Hay que recuperar
el tacto de la fiebre y el color de las noches,
la antigüedad del bronce y el aroma del llanto,
el grito de las águilas y el sabor del silencio,
la timidez del aire.
Hay que recuperar
la humildad de los astros y el sonido del hambre,
los caminos sin fecha y la altivez del junco,
los muertos renacidos y el susurro del puma,
la niebla en los vitrales.
Hay que recuperar
las verdes madrugadas y la sombra del río,
las campanas más tiernas y las manos sin dueño
la semilla del agua y los pasos perdidos,
la danza de las naves.
Hay que hacer lo imposible por descubrir de nuevo
ese torpe milagro, ese absurdo prodigio,
esa hermosa miseria que llamamos la vida,
con todo su caudal de ardiente escalofrío.