Poetas

Poesía de España

Poemas de Dionisio Ridruejo

Dionisio Ridruejo Jiménez, nacido el 12 de octubre de 1912 en El Burgo de Osma, Soria, y fallecido el 29 de junio de 1975 en Madrid, fue un escritor y político español que marcó una intensa trayectoria a lo largo del convulso siglo XX. Miembro destacado de la generación del 36, su vida estuvo marcada por su vinculación temprana con la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera y su posterior evolución ideológica hacia posiciones críticas con el régimen franquista.

Desde su juventud, Ridruejo se distinguió por su participación activa en movimientos políticos, afiliándose a la Falange Española y ocupando diversos cargos dentro del partido. Durante la Guerra Civil, desplegó una intensa labor propagandística en el bando franquista y más tarde se unió voluntario a la División Azul durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su visión crítica del régimen franquista lo llevó a distanciarse de él, enfrentándose abiertamente a Franco y abogando por una democratización de España.

Su obra literaria, marcada por una prosa clara y un dominio magistral de la forma poética, refleja tanto su compromiso político como su profundo análisis de la realidad española. Entre sus obras más destacadas se encuentran «Plural«, «Primer libro de amor«, «En once años» y «Cuaderno catalán«. Además, escribió ensayos, crónicas y obras de teatro, mostrando una versatilidad y una capacidad de análisis que lo convierten en una figura imprescindible para entender la historia cultural y política de España en el siglo XX.

A lo largo de su vida, Ridruejo enfrentó el exilio, la cárcel y la censura debido a sus convicciones políticas y su compromiso con la democracia. A pesar de las dificultades, nunca abandonó su lucha por un país más justo y libre. Su legado perdura en su vasta obra literaria y en su ejemplo de integridad y valentía frente a la adversidad. Dionisio Ridruejo fue, sin duda, una de las figuras más influyentes y controvertidas de la España del siglo XX, cuyo impacto se extiende hasta nuestros días.

A la piedra del molino

El recto andar del agua prisionera
se hizo círculo y copla en tus ardores,
pan de roca, en tu danza molinera,
alegres de tus albas mis rumores.

Sol de espigas, tus labios giradores,
labios del llanto, pesadez ligera,
enmudecen tu amarga primavera,
luna muerta en el llanto de las flores.

Hoy te miro, descanso del camino,
moneda del recuerdo abandonada
en la quieta nostalgia del molino.

Cíclope triste, el ojo sin mirada
y la forma andadora sin destino,
en el eje del aire atravesada.

Asalto

Suave y firme tu mano.
No tembló tu corazón; era un instante
de calma y superficie
en tu voz como plata con arena
y en la húmeda pizarra de tus ojos.

Ha sido ahora, ausente,
cuando el tacto recuerda una caricia
y sangre adentro va tu aroma alzando
el oleaje y quema tu piel de oro.

Sufro extrañado en esta mano nueva
con su emoción de almendro,
que late y crea al recordar. La paso
por los objetos de costumbre: el hierro,
la madera, el cristal, la lana -tuyos-
y una descarga eléctrica de rosas
los hace carne viva.

De en marcha

Anteayer dormí en el prado
sobre el olor de la hierba,
ayer entre los pinares,
hoy en la tranquila selva,
mañana, raso con raso,
solo entre el cielo y la tierra.
El alba de cada sol
nuevo campo me revela,
y el sueño de cada noche
las mismas hondas estrellas.
En el día se recorre
lo que en la noche se sueña:
siempre la misma esperanza
bajo distinta promesa,
y en la noche se vigila
todo lo que el paso deja,
compañía militar
en camino de la ausencia.
¿Cuánto será lo que avanza
y cuánto lo que regresa?
Corazón aventurado:
¿qué miras en lo que sueñas?
La sangre, toda la sangre.
La tierra, toda tu tierra.

El idilio que sólo fue mirada

Es, si en olvidos dolorosos entro,
tu voz jamás oída la que grita.
Fuiste eterno después y eterna cita
que no cumplió el minuto del encuentro.

Como órbita turbada por su centro
que en fugas torna y el contacto evita,
con la certeza del amor escrita,
vivías lejos y latías dentro.

Ni caricia ni voz se conocieron,
ni el aire sospechó nuestros amores
que en un tiempo sin horas se durmieron.

Ojos tuvo el amor, siembra sin flores,
y en aquellos sin llanto que me vieron
aún me verán las lágrimas que llores.

Manos orantes

Como tibia azucena adelantada
castamente, entre el alba y el rocío;
orante nieve, cúpula de frío,
ojiva pura, levedad trenzada.

Como ramo del alma, revelada
pulcramente a la luz sin atavío
como la fe del suspirante brío
en un vuelo de carne sosegada.

Como un sueño de amor encaminado,
en alba de gemelos surtidores,
al éxtasis del cielo recatado.

Como ave par, alzada sin temblores,
calmando en un misterio desposado
la desazón humana de las flores.

Ven a mis dulces campos de ribera…

Ven a mis dulces campos de ribera
que suspiran en álamos por verte.
Hacia la brisa que tu aliento vierte
levantará sus hierbas la pradera.

Se cuajará de flor la primavera
que al peso de tu sueño se despierte.
Saldrán de las raíces de la muerte
las alas de la vida que te espera.

Las aguas de la espuma de tu baño
se abrirán como labios, como orillas,
para besar la luz en tu tamaño.

Y ahora que sólo de inminencia brillas,
mira en mi corazón, año tras año,
pleno el mundo y las horas de rodillas.

A una estatua de mujer desnuda

Desnuda y vertical, pero ceñida,
la línea de la tierra a la pereza
de una carne que cede, cuando empieza
la perfección del sueño, su medida.

Materia sin amor, pero encendida
por el número fiel de la pureza
donde la fría carne se adereza
sin el gusto del tiempo y de la vida.

¡Oh, dócil a los ojos y apartada
del fuego de la sangre, muda gloria
en éxtasis de tierra levantada!

Antigua juventud fresca y gastada
que aflige la pasión de su memoria
en esta eternidad tan sosegada.