Poetas

Poesía de Chile

Poemas de José Miguel Vicuña

José Miguel Vicuña fue un destacado poeta y escritor chileno, nacido en Santiago el 10 de enero de 1920 y fallecido en la misma ciudad el 11 de agosto de 2007. Su vida estuvo marcada por la pasión por la literatura, la defensa de la democracia y el amor por su familia.

Hijo del escritor Carlos Vicuña Fuentes y de la escultora Teresa Lagarrigue Cádiz, José Miguel Vicuña vivió una infancia difícil debido a la persecución política que sufrió su padre durante la dictadura de Carlos Ibáñez. Junto a su madre y sus cinco hermanos, se exilió en Argentina, donde se reunió con su padre, que había logrado escapar de su deportación a Punta Arenas. Allí, el joven Vicuña entró en contacto con el mundo cultural y político de Mar del Plata, donde su padre escribió La Tiranía en Chile (1928).

De regreso a Chile, Vicuña cursó sus estudios secundarios en el liceo Manuel de Salas y en el Instituto Nacional. Luego ingresó a la Universidad de Chile, donde estudió derecho y se destacó como líder estudiantil. En esa época fundó la Academia Literaria de la Escuela de Leyes y de la Academia Jurídica, y conoció a Eliana Navarro, con quien se casó en 1945 y tuvo siete hijos: Ariel, Ana María, Miguel, Juan, Leonora, Rodrigo y Pedro.

Su carrera literaria comenzó en 1951, cuando publicó su primer libro de poemas, Edad de Bronce, bajo el sello de la revista Mandril, que había fundado junto a Luis Droguett Alfaro, Fernando Onfray y Carmelo Soria. Cuatro años después, creó el Grupo Fuego de la Poesía, junto a Carlos René Correa. Este grupo se caracterizó por su apertura a todas las tendencias poéticas y por acoger a autores de diversas generaciones y nacionalidades. Entre sus obras poéticas destacan también En los trabajos de la muerte (1956), El árbol del hombre (1961), La noche del alba (1972) y El libro del amor (1984).

Además de poeta, Vicuña fue un prolífico escritor de ensayos, crónicas, biografías y libros infantiles. Entre sus obras más conocidas se encuentran La poesía chilena del siglo XX (1961), Gabriela Mistral: una mujer sin rostro (1976), Neruda: el príncipe de los poetas (2004) y El niño que soñaba con volar (2005). También fue un activo miembro de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) y un defensor de los derechos humanos durante la dictadura militar.

José Miguel Vicuña murió en su casa de Las Condes el 11 de agosto de 2007, a los 87 años, a causa de un derrame cerebral. Su legado literario y humano sigue vivo en sus hijos, nietos y bisnietos, muchos de los cuales han seguido sus pasos en el ámbito artístico.

A un retrato

Allí donde el silencio temeroso
en la espesa verdura se recrea,
sentí desnuda soledad sin brazos,
y corrientes confusas, y mareas.
Hoy veo sombras donde vi armonías;
negros pinos dormidos, donde auroras,
y, para siempre, allí donde la dicha
pudo brotar, hay un retrato mudo.

Cantiga

Besa el muro la hiedra (bella ausente,
beso tu corazón dormido).
Mana sangre la tarde.
El musgo, sobre la piedra fría.
Te detiene la gruta.
La mano desespera:
traba sollozos en sus dedos.
Cisterna,
negro pozo de linfas cristalinas.

La poesía

Apareces, bajel entre la bruma,
como de ayer y espanto,
claro fantasma,
desmantelado, ardiendo.
Eres la noche, turbulenta dicha.
Eres astros y música de seres.
Fuego celeste,
voz de la sombra,
rómpeme, abrázame.

Eterna

De nuestro llanto extraño,
de nuestra voz de espuma,
¿qué, sino sombra, nada más que sombra?
Vino la muerte y se llevó tu boca;
vino la muerte y se llevó mi pecho.
Vino la muerte, y con los duros átomos
de nuestra carne hizo las flores nuevas!

Valparaíso

En ti espera caminos venturosos
ansiosa el alma de emigrar un día,
y se queda en tus humos laterales
con su visión de espejos detenida.
En tu jardín de tráficos y redes
mi corazón vacila ante los mares,
y los mares me aguardan y me asilan,
y un enjambre dormido me retiene.
La actividad oscura de tus máquinas
deja un lamento gris en las paredes.
Los faroles del puerto y las estrellas
en el mar prisionero columpian sus imágenes.
En la noche tu cauce multiforme
hace alardes febriles.
Tanta vida bullente acaso ignore
que vigilas el mundo como un ciego.
Tú pretendes, vecino del espacio,
domeñar las corrientes profundas del océano.
En el cerro crepita el viento peregrino
(mi ambición se acrecienta):
viento del mar, acaso, con lámparas marinas.
¡Olas salobres, llenas de leyendas antiguas!
En mi sangre se yerguen los vinos inmortales. . .
No obstante, permanezco.
(¡A los barcos sedientos
no solamente el ancla los detiene!)

Las noches perplejas

I

Tus ojos son ternura y lejanía,
tus manos, catedrales incendiadas.
Dilema de tu paz y de tus días,
¡oh, fría soledad de las estatuas!
Todo en ti sangra y por tu voz perece.
El trémolo violento de las cosas,
profundo de sonidos y de sombras,
a pleno sol, tu corazón detiene.
Sol de sedosa piedra así pulida,
inmenso sol que loco se concede,
sol de celeste pedestal munido
que de remotos ángeles procede.
El sol que juega en húmedas, ruinosas
ciudades de agonía y de misterio
destruye el vivo reino de la rosa,
dulce verbo del viejo tiempo eterno.

II

Viejo deseo de amenguar la sombra,
de iluminar el ignorado rostro,
libre deseo de arbitrar la forma
rígida, inmensa, del espacio solo,
ven a mi llanto puro, a mi encendida
condensación de mágicas visiones,
ven a buscar en las oscuras voces
pizarra, viento, lámparas dormidas.
Oh, noche, soledad, astros benignos,
eco de viejo, silencioso fuego,
aquí miro las cosas libre, entero,
lleno de dulce savia y de caminos.
¡Vuelva la noche preservada y ciega!
Somos de carne y de piedad y sombra
mientras el tiempo roba nuestra pena,
nuestra quimera, nuestra dicha roba.

¿A dónde?

Nacer, tromba marina, tempestades celestes,
nacer, espora en la tormenta ciega, nave del viento.
¿A dónde, noche sin eco, ráfaga, muerte,
me llevas mudo, solitario, loco?
Arenas confundidas, tromba gigante, viento,
remolino de negras humaredas de rostros
en la noche de signos, de rastros, de vestigios,
en la noche de sueños caídos en el tiempo.
Atrás… ¿dónde quedaron las voces, los caminos?…
Tormenta de las torres, huracán de las sombras,
voy llevado, sediento, seco, rotos los mástiles
entre oscuros designios, desesperado, eterno.

Adiós a la muerte

Qué de perfumes de ardor esquivo; qué de miradas;
qué de olvidadas, viejas pupilas de sol nocturno;
qué de perdidas enciclopedias nos desafían.
Clavad, abuelos, vuestros suspiros desenterrados;
tornad a prisa las gruesas láminas del álbum rojo;
dormida raza de serafines, corred los velos.
Qué de recuerdos, qué de imperiosos, hondos llamados;
qué de perdidas enciclopedias nos desafían;
qué de distancias entrecortadas de atisbos pálidos.
Pero, tenaces, herid, cuchillos, los corazones de padre y madre;
romped los vidrios multicolores de las ventanas;
dormida raza de serafines, ¡corred los velos!
Qué de perdidas enciclopedias nos desafían;
qué de polillas y de carcomas y de gusanos;
qué de levitas, qué de ambarinos, tenues encajes.
Haced ceniza, negra ceniza de lo pasado;
dad a los trastos los cortinajes y quitasoles;
naced airosos, hijos del día, con nuevas alas.

La bruma

Qué majestad
sombría
esta sonora
presencia de carruajes
caballos en tropel;
goznes pesados
de invierno
y candelabros
y pavesas
y avenidas de acacias
taciturna
su soledad,
y su doliente mar
por todas las llanuras desbordado
buscando cauce.
Y alambradas,
y gorriones dormidos,
y la bruma
y la tarde
torvamente trepando.

Quieres alzar la mano

Quieres alzar la mano
hacia las torres que florecen sobre la niebla.
Derribada,
permanece en la grama
junto a las azucenas marchitas por el cierzo.
Perdió el oro la espiga,
y en el hilo trenzado que sujeta la sombra
juegan fosforescencias del hálito rebelde.
Ya del templo no quedan sino muro y techumbre;
sólo búhos que anidan un adiós prolongado
se aferran en el eco de sus ayes al símbolo.
Aire que sopla con arenas de tumbas,
llama, golpea, toca con insistente ritmo la piel exangüe.
Exánime, presiente que el día va a morir, tenebroso de nubes.
Los pastores regresan con quena y caramillo.
El arrebol que hace tornar los cisnes manchará los tapiales,
y los ríos solemnes, irisados de pájaros,
propagarán aullidos en la corriente roja.
Las anémonas beben el agua funeraria:
el mar irrumpe, el fuego las embriaga, el vino de la sangre.
Y en la grama, los pétalos bermejos danzan.
En la sombra del templo fulguran los vitrales.
La sal de ayer fue derramada.
El día que agoniza nos da su luz, oh noche anunciadora.
La mano yerta se entibia de caricias.
Recogerá en el alba el carmín de las rosas,
savia sangrienta arriba, ¡a conquistar las torres!

Sonetos

Lancé a la luz desesperada
el grito que contiene sombra y sueño.
Arcoiris, albores y relámpagos
sostenían el brillo
del enrejado cerco de los rayos.
Ave de ardor y de dolor, al centro
de la jaula de oro, ciega canta.

II

Van por mis venas lágrimas de espanto,
pólvora y sal, regueros de agonía;
en olas de ansiedad y de porfía
ahogué mi vida y sofoqué su canto.
Ah, río, río de mi seco llanto,
por dentro corre tu vertiente fría;
cuando los ojos brillan de alegría,
muero de sombra y máscaras levanto.
De todos ya me fui. Ya estoy ausente,
ya navega mi sangre el malherido
y ábrense nuevas llagas en mi frente.
Amor, amor es todo lo que he sido.
Ya pasamos, oh Tiempo, el sol es ido
y la noche se va por mi corriente.

V

Abrir de tacto ciego, ciego verano y goce.
Oh goce del oído, mi lengua en lodo tiembla:
Son brebajes y miedos, quiero golpear aldabas,
derribar el penacho de los montes de piedra.

Vas, y finges, y burlas el objeto, y descubres
los nódulos sensibles de lo que el llanto oculta.
Pero, ¿alcanzas -¡oh precio de los astros!- alcanzas
ese nudo de luces que te desvía y turba?

¿De qué silencio cae nuestra simple tristeza?
Buscas, en vano, ciego, por un cruel laberinto
el hálito del verbo que se niega y rebela.

Pleno estío de fuego, buscar mío en la sombra,
vas tocando los brezos del sendero, tocando
las yemas y los tallos, sin alcanzar su noche.

VIII

Este sol amarillo de laureles
marca el ayer que hoy amanece vivo.
Es la luz en que larvan mis oñidos
la soledad donde mi tiempo muere.

Es un cuchillo de ojo refulgente
o la corona en que me habré dormido.
Es un barco, una hoja, desasidos
del mar de sombra y de la rama ardiente.

Una hoja de rápido veneno,
pura intuición, espanto de la altura,
llama imantada, frío pez del cielo.

Esta amarilla luz es larva oscura
de la tiniebla antigua y la futura,
y lleva un sol herido de silencio.

X

Deja crecer las voces de la noche,
crecer con hojas
desprendidas, volar, caer al sueño
en el estanque
donde brotan los besos del rocío.
Deja correr las lágrimas calientes
de la memoria
mar adentro, a las cámaras de oro.

Deja correr las horas enlazadas
lentas, danzando,
volar, volar hacia el color del día,
y en las palabras
detenerse al instante de mirarnos,
y sabernos amor toda la vida.