Poetas

Poesía de Perú

Poemas de Clemente Althaus

En la rica paleta del Romanticismo peruano, Clemente Althaus emerge como un poeta y dramaturgo cuya pluma tejió versos de elegancia clásica. Nacido en Lima el 4 de octubre de 1835, su vida se entretejió con las corrientes románticas, aunque, según el crítico Luis Alberto Sánchez, su poesía buscaba emular más al clasicismo. Su origen aristocrático, vinculado al barón Clemente Althaus von Hessen, y la dama arequipeña María Manuela Flores del Campo, lo marcó desde el principio.

La temprana pérdida de su madre y la ausencia de su padre, fallecido a los cuatro meses de su nacimiento, dejaron huellas en su alma, posiblemente desequilibrando su espíritu. Su formación académica tuvo tintes europeos, cursando estudios en el Instituto Nacional de Santiago de Chile entre 1846 y 1851, donde se familiarizó con los idiomas modernos bajo la tutela de maestros europeos.

De vuelta en Lima, ingresó al prestigioso Convictorio de San Carlos, forjándose entre las élites intelectuales limeñas. Aunque no destacó como estudiante, su incursión en el periodismo comenzó en 1855 con contribuciones en el diario El Comercio de Lima, marcando el inicio de su carrera literaria.

En busca de terapia para sus conflictos internos, emprendió un viaje a Europa en 1855, recorriendo Francia, Inglaterra, Italia, España y Alemania hasta 1863. Durante este periplo, absorbió las influencias del Renacimiento italiano, especialmente la poesía pesimista de Giacomo Leopardi. Las letras clásicas y las corrientes literarias contemporáneas se convirtieron en su compañía, consolidándose como uno de los escritores más cultos de su tiempo.

A su regreso a Lima en 1863, Althaus ocupó un puesto en el Ministerio de Hacienda, aunque su incomodidad lo llevó a convertirse en censor de teatros y profesor de Literatura en el Convictorio de San Carlos, nombrado directamente por el Presidente-Dictador Mariano Ignacio Prado.

En 1871, publicó en Lima un volumen con sus «Obras poéticas». Sin embargo, la necesidad de un alivio para sus angustias lo llevó de nuevo a Europa, estableciéndose en París, donde manifestó nuevamente síntomas de desequilibrio nervioso. La trágica culminación de su existencia tuvo lugar en 1876, cuando la locura se apoderó de él, llevándolo al confinamiento en un manicomio parisino.

Clemente Althaus, una figura central del Romanticismo peruano, dejó un legado literario que abrazó lo clásico mientras exploraba las profundidades del sentimiento romántico. Su obra, entre ellas «Poesías patrióticas y religiosas» y «Poesías varias«, y sus traducciones de poetas italianos, resuenan como un eco melancólico en los anales de la literatura peruana del siglo XIX.

A la tierra

Sé entre todos los astros tú maldito,
triste planeta, por mi airado verso:
de un linaje infeliz cuanto perverso
¡patria fatal que por desdicha habito!

Entre el número de astros infinito
que pueblan el vastísimo universo,
eres, por culpa propia y hado adverso,
el astro del dolor y del delito.

Antes que suene del querub la trompa,
el ciego choque del cometa airado
tu frágil mole estremeciendo rompa:

¡Y siga, sin tu globo, lo creado
en concertada majestad y pompa
su eterno movimiento arrebatado!

Deseo

Pláceme contemplar desde la playa
el infinito mar que me convida
a que del patrio suelo me despida
y a otras riberas venturosas vaya.

Del lejano horizonte tras la raya,
al umbral de otro mundo parecida,
tal vez más dulce placentera vida
y más felices moradores haya.

Oh naves que a la aurora, al occidente,
al sur partís y al septentrión, ¡quién fuera
con vosotras! Mas ¡ay! que solamente

me es dado vuestra rápida carrera
seguir con la mirada y con la mente:
¡Y la dicha tal vez allá me espera!

A mi padre

Si justo elogio sincero
escucho en ajeno labio,
que alaba en ti al caballero,
al padre, al esposo, al sabio,
al amigo y al guerrero;
Con justa causa me aflijo,
viendo que a extraños la suerte
dio la dicha y regocijo
de tratarte y conocerte,
y no a mí que soy tu hijo.
No, no hay desdicha ninguna
como que la Parca aleve
del tierno padre desuna
a niño que aun duerme en cuna
y humano alimento bebe.
Dígalo yo, pues aun no
hube el mes cuarto cumplido,
cuando mi padre murió:
todos le habéis conocido,
¡Oh hermanos, excepto yo!
Al dolor que el pecho siente
creces el recuerdo da
de que, al nacer tu Clemente,
estabas en viaje ausente
de que no volviste ya.
Y así jamás tierno beso
en mi faz, oh padre, fue
por tu amante labio impreso,
ni en ser nunca me alegré
de tus brazos dulce peso.
Y agonizaste, lejano
de tus hijos y tu esposa;
ni cerrarte amiga mano
los ojos, pudo amorosa,
que nos buscaban en vano.
Moriste entre extraña gente,
a tu muerte indiferente:
¡Ah! ¡cuánto mas te valiera
lidiando en batalla fiera,
sucumbir gloriosamente!
Si para consuelo nuestro
existieras todavía,
fuérasme en la vida diestro,
amoroso, experto guía,
y dulcísimo maestro.
¿Qué reprensión blanda y pía
no me sonara en tu labio?
Justo exceso, demasía
del mismo amor, que no agravio,
tu castigo me sería.
¡Con qué atención y placer
las inmortales hazañas
con que el antiguo poder
y yugo de las Españas
pudo América romper,
Fuérame dado escucharte!
Hazañas de que testigo
mereciste ser y parte
(con noble orgullo lo digo)
por el denuedo, y el arte.
Mas ¡ay de mí! que, en lugar
de tan feliz y süave
vida que pude gozar,
odiada orfandad me cabe:
¡Desdicha inmensa y sin par!
Que hizo más extraña y fuerte
el que entonces no pudiera
llorar, oh padre, tu muerte,
que ni ese alivio siquiera
quiso dejarme la suerte.
Pues tan tierno simple infante
preciar ni entender podía
desventura semejante;
y ¡acaso entonces reía
mi ledo infantil semblante!
¡Ah! por qué la muerte en mí
no se cebó, y el desierto
de la vida huyendo así,
¡ah! por qué no te seguí,
¡apenas nacido, muerto!
Por desgracia tan impía,
sirve solo de consuelo
pensar, oh padre, que un día
te conoceré en el cielo.

A Dios

Tal vez a celebrarte
Me arrastra ardiente irresistible afecto:
Mas, vanos numen y arte,
Remeda mi imperfecto
Canto el zumbido de volante insecto.
En corto labio humano
Mal el loor de tus grandezas cabe;
En Sión y a ti cercano,
El serafín te alabe;
Mas ni él loarte dignamente sabe.
Loores y armonías
Dignas de ti no tiene lo creado;
Sólo de ti podrías
En suficiente grado,
Pues en él te conoces, ser loado.
Mas de tu criatura,
Que en destierro que alivia la esperanza,
De tu santa luz pura
Tenue vislumbre alcanza,
Sea humilde silencio la alabanza.

Castigo

«¿No oyes?, la aguda cántiga temprana
Del ave conocida en la ventana,
Oh amado, nos avisa
Que torna la mañana
Con importuna desusada prisa.
«¡Ay!, ya de tu partir llegó la hora:
¡Cuán presurosa fue de la traidora
Breve noche la fuga!
La diligente aurora
Hoy ¡qué temprano en nuestro mal madruga!
«Mas deja el lecho, y tus disfraces viste;
Y, aunque me miras congojada y triste,
Parte ya, dulce amigo,
Secreto cual viniste:
Nadie de tu salir sea testigo.
«Mas ni hablas, ni respiras». ¡Ay!, que nada,
Nada responde el joven; espantada,
Ella le toca y mueve,
E inmoble inanimada
Masa siente, más fría que la nieve.
¡Ay! ¡qué gritos arroja de hondo espanto!
¡Qué alaridos!, ¡qué voces!, ¡y qué llanto!
La familia despierta
Y acude a rumor tanto,
Y es de todos su infamia descubierta.
Y la culpada que a sus padres mira
Llenos de asombro y de vergüenza y de ira,
Y al que amaba difunto,
Sólo a morir aspira,
Que honra, dicha y amor perdió en un punto.

Adioses

¡Qué dulces pasan los días
A tu lado, Magdalena!
¿Quién consolará mi pena,
Cuando tú no estés aquí?
Prométeme no olvidarme
En tierra alguna lejana,
Que yo te prometo, hermana,
Nunca olvidarme de ti.
Si alguna vez me olvidaras,
El dolor me mataría,
Y sin tu amor, alma mía,
No podría vivir, no:
En tu amor está mi vida,
Tu olvido será mi muerte;
Donde te lleve la suerte,
¿Quién te amará como yo?
Cuando pienso que mañana,
Al asomar en oriente
La aurora su blanca frente,
En vario te he de buscar,
Y que, si alguien me pregunta
Por mi dulce compañera,
Le diré: la suerte fiera
Hoy la arrastra por el mar;
A tan triste perspectiva,
A tan crudo pensamiento,
Desmayar la vida siento,
Cual si fuera ya a morir;
Y en contraste con los días
Que pasé a tu dulce lado,
Se me ofrece el enlutado
Solitario porvenir.
Adiós pues: cuando la tarde
Comience a esparcir sus sombras,
Mis pies las verdes alfombras
De la playa pisarán;
Y anegados en el llanto,
Del sol a la luz viajera
Por mi dulce compañera
Mis ojos preguntarán.
Y recorrerá las ondas
Después mi vista anhelante,
Por si una vela distante
Consiguen mis ojos ver,
Que de la nave en que vengas
Anuncie la cercanía;
Porque, ¿no es verdad que un día,
Magdalena, has de volver?

A un viajero

Tu existir agitado y vagabundo
Recuerda nuestro frágil existir:
Todos somos viajeros en el mundo,
Todos andamos por llegar al fin.
Pero a veces retorna el marinero
Al dulce puerto que le vio pasar;
Mas ¡ay! el hombre, mísero viajero,
A las playas que amó no volverá.
Nadie puede pararse en el camino,
Porque es preciso eternamente andar:
Nos obliga a seguir nuestro destino
El ciego impulso de la ley fatal.
Si algo encontramos que la vista encante
Y que halague y deleite el corazón,
Al querer detenernos -«¡Adelante!»-
Nos grita fiera irresistible voz.
También en mi alma soñadora existe
Una sed misteriosa de viajar,
Y al mirarte partir, quédome triste:
Yo también te quisiera acompañar.
Quisiera visitar esas regiones
Donde las ruinas que ama el trovador
Se levantan pobladas de visiones
Que nos hablan del tiempo que pasó.
¡Ah!, ¡quién contigo visitar pudiera
Aquella Roma que tan grande fue,
Y esa Grecia tan bella y hechicera,
Maestra de las artes y el saber!
¡Quién pudiera en tu nave voladora
Pasear de sus deseos la inquietud,
Del Occidente a la brillante Aurora
Y del helado Septentrión al Sur!
Mas ya movidas del propicio viento,
Se ven las blancas velas desplegar:
Este es, amigo, el último momento:
¡Adiós!, es fuerza separarnos ya.
Cuando interponga la distancia un velo
Que las costas te vede distinguir,
Y cuando solo mires mar y cielo,
Entonces ¡ay!, acuérdate de mí:
De mí que quedo en este triste mundo,
Negro e inquieto y borrascoso mar,
Mar más embravecido y más profundo
Que el que tú te preparas a surcar.

A París

Nada presta tu ruido a mi contento,
París, de gente y de placeres lleno:
¡Vasta y altiva capital! No cuento
Ni un solo amigo en tu gigante seno.
Gozan en ti los ojos y la mente
Con lo grandioso y opulento y vario:
Mas siempre gime el corazón doliente,
En ti sin alimento y solitario.
Con tus fiestas y pompas y placeres
Y vasta agitación que nunca calma,
Babel segunda a mis sentidos eres,
Pero eres un desierto para mi alma.

A Lima

¡Cuánto tus días serenos,
Dulce Lima, echo de menos!
¡Cuánto extraño
De tu clima la blandura,
Tu primavera que dura
Todo el año!
En esta región do eterno
Durar anuncia el invierno,
Donde va
Uno de otro día en pos,
Ni asoma el astro que dios
Te fue ya;
Y envuelto en oscuro manto,
Derrama el cielo su llanto
Sin cesar,
Y del frío el rigor ciego
Me encadena junto al fuego,
Del hogar;
Y en el silencio y la calma
De mi estancia siento el alma
Siempre triste,
Que de la naturaleza
La contagiosa tristeza
Me la viste.
Jamás la lluvia iracunda
En sus piélagos te inunda
Resonantes;
Sólo la Noche o la Aurora
Líquidas perlas te llora
Y diamantes.
Nunca brilló a tu mirada
Del relámpago la espada,
Ni a tu oído,
De blandas músicas lleno,
Sonó del hórrido trueno
El rugido.
Muy más claras que los días
De estas regiones sombrías
Son tus tardes:
Tiempo en que vuelva de Lima
Al templado elíseo clima,
Ven, no tardes.

A la Virgen

I

¿Qué loor hay que te cuadre,
Reina de la empírea corte,
Hija del eterno Padre,
Del Paráclito consorte,
Y del Verbo virgen madre?
Tú a quien, aunque hija de Adán,
De emperatriz nombre te dan
Los nobles hijos del cielo,
Y atentos en santo celo
A tus preceptos están;
Tú que eres ¡en tal manera
De Dios la gracia en ti abunda!
La criatura primera
De la creación entera,
Y a Dios tan sólo segunda;
Sublime María, nueva
Mayor mejorada Eva,
Segunda madre del hombre,
¿Qué honores hay que a tu nombre
Agradecido no deba?
Rompiendo antiguo contraste,
Tú con Dios emparentaste
Al hombre abatido y siervo,
Hermano por ti del Verbo
A que fue tu seno engaste.
Por especial gracia y acto
De la paloma celeste,
Entra el Verbo a tomar veste
Humana en tu vientre intacto,
Sin que tu candor te cueste;
Como, dejándola entera,
Y sin teñirla siquiera,
El puro rayo solar
Entra a cerrado lugar
Por transparente vidriera.
De la tartárea serpiente
La dura soberbia frente
En triunfo glorioso fue
Quebrantada eternamente
Por tu delicado pie;
Pagando así el fiero mal
Que irreparable en Edén
Hacernos quiso, y del cual
Supo sacar mayor bien
La clemencia celestial.
De ti la mujer se alaba
Que del hombre vil esclava
Y de sus antojos era,
Y por ti de compañera
Derechos recuperaba.
Con Dios piadosa nos vales,
Si justamente se aíra:
¡Por tantas gracias y tales,
Toda boca, toda lira,
Te celebren perennales!

II

De los hombres abogada,
Clementísima Señora,
Hasta nuestra postrer hora,
A la Trinidad sagrada
Por todos nosotros ora.
Nunca a ti se alzan en vano
Nuestras afligidas voces,
Que los más duros y atroces
Modos del dolor humano
Por larga prueba conoces.
Tu ruego, madre, socorra
A los que, lejos del grato
Humano consorcio y trato,
En negra húmeda mazmorra,
Del hondo Averno retrato,
Viven años prisioneros;
A los nocturnos viajeros
Que no dan con su camino,
Y del ladrón o asesino
Temen los asaltos fieros;
A los huéspedes del mar
Que, a punto de naufragar,
Al cielo trémulas manos
Y agudos clamores vanos
Alzan todos a la par;
Al que desde playa ajena
Mira llorando la nave
Que zarpa a la patria arena,
A donde destierro grave
A no volver le condena;
A los pacientes soldados
Que, alegres y denodados,
En defensa de su tierra,
Van a morir a la guerra
A millares y olvidados;
Al que en su instante final
Teme del Juez inmortal
La pavorosa presencia,
Y escucha ya la sentencia
Del último tribunal;
Al alma que, acrisolada
Del purificante fuego,
Espera allí que la entrada
A la celestial morada
Le abrevie el humano ruego.
No te olvides de la viuda,
De crecida prole ayuda,
Que, en medio a pobreza acerba,
Casto su lecho conserva
Y el antiguo amor no muda;
Ni del padre a quien están,
Con voz y ansioso ademán,
La consorte y el enjambre
De hijuelos, pálidos de hambre,
Pidiendo un trozo de pan.
Ruega por el ternezuelo
Infante que aún por el suelo
Con manos y pies se arrastra,
Y por rigor de madrastra
Trueca materno desvelo;
Por la simple niña hermosa,
Burlada de amante aleve,
Y que madre, más no esposa,
Ante el mundo no se atreve
A mostrarse vergonzosa;
Por el triste a quien condena
Un delito, tal vez falso,
A la irreparable pena,
Y que ya sube al cadalso
En plaza de gente llena;
Por el pueblo donde impera
La voluntad altanera
De coronado verdugo,
Y por el que oprime el yugo
De una nación extranjera.
Débante preces constantes
Las repúblicas infantes,
De que mi patria ¡ay! es una,
Víctimas desde la cuna
De discordias incesantes.
Pues todos tus hijos son,
Ruega por los de nación,
Color y culto diversos,
Por los justos y perversos,
Por todos sin excepción.
Todos en igual empleo
Merecen tu ruego pío:
El inocente y el reo
El cristiano y el judío,
El apóstol y el ateo.

III

Puerta de los cielos ancha,
De toda virtud dechado,
A quien el Terno increado
Sola exentó de la mancha
Del original pecado;
Pura fuente cristalina
De nuestra vida en los yermos,
Santa alegría divina
De los tristes, medicina
Y salud de los enfermos:
Mi viciosa juventud
Enmienda, y haz que me inflame
El amor de la virtud;
Contento y paciencia dame,
Y vuélveme la salud.
Mas tu piadosa oración,
Si muero en edad tan tierna,
Me dé el divino perdón,
Y dulce morada eterna
En los palacios de Sión.

A Jesucristo

¿A quién acudiré, cuando estoy triste,
En busca de remedio y de consuelo,
Sino a ti, que comprendes nuestro duelo,
Del que experiencia tan cruel hiciste,

Cuando la mortal carne que nos viste,
Te vio vestir el asombrado cielo,
Y las miserias del mezquino suelo
Todas por larga prueba conociste?

Me espanta de tu Padre soberano
La majestad tremenda; más contigo,
Que te muestras tan dulce y tan humano,

Me es dado hablar cual con estrecho amigo,
O cual pudiera hermano con hermano,
Y mis dolores íntimos te digo.

A Flérida

¿Qué has hecho, ingrata Flérida, que has hecho?
¡Así a tu amante dejas, y a un anciano
Por un vil interés vendes tu mano
A que sólo el amor tiene derecho!

¡Ay!, ¡qué vida te aguarda!, en mesa, en lecho,
Do quier al lado de ese espectro humano,
Tu dulce amante extrañarás en vano,
Que no se vende con la mano el pecho.

No marmóreo palacio, áurea carroza,
Claros diamantes, ni real boato
La pena aliviarán que te destroza:

Más que tal vida y el continuo trato
De tu odiado consorte, en pobre choza
Con tu amante vivir te fuera grato.

A Elena

Labios tienes cual púrpura rojos,
Tez de rosa y de fresco azahar,
Y rasgados dulcísimos ojos
Del color de los cielos y el mar.
Oro es fino la riza madeja
Que hollar puede el brevísimo pie,
Y flor tierna tu talle semeja
Que temblar al favonio se ve.
La hija bella del Cisne y de Leda,
Te pudiera envidiar cuerpo tal;
Pero en él más bella alma se hospeda,
Que no empaña ni sombra de mal.
Prole augusta tal vez me pareces
De himeneo entre dios y mujer:
¡Ah!, ¡dichoso, dichoso mil veces
Quien amado de ti logre ser!
No yo, indigno de tanta ventura,
A cuya alma pesó, cada vez
Que te viera, no ser ya tan pura
Cual lo fue en su primera niñez.