Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Evaristo Carriego

Evaristo Carriego, el poeta argentino nacido en Paraná, Entre Ríos, el 7 de mayo de 1883, es una figura literaria cuya breve pero impactante vida dejó una huella imborrable en la poesía argentina. Carriego se destacó por su habilidad para capturar la esencia de los suburbios de Buenos Aires y dar voz a las experiencias de los decaídos y marginados de la sociedad.

Proveniente de una familia con raíces profundas en Entre Ríos, Carriego era hijo de Nicanor Evaristo Carriego Ramírez y María de los Ángeles Giorello. Su abuelo paterno, José Evaristo Carriego de la Torre, también fue una figura influyente en su vida, un periodista y legislador que marcó su camino.

La vida de Carriego transcurrió en un constante flujo, desde su infancia en Paraná hasta su traslado al barrio de Palermo en Buenos Aires. Allí, encontró su musa en los rincones oscuros y olvidados de la ciudad, que se convertirían en el telón de fondo de su poesía distintiva.

Carriego se involucró en círculos literarios y periodísticos de la época, participando activamente en discusiones sobre las ideas importadas y la literatura que estaba tomando forma. Su amistad con figuras como Juan Más y Pi y Marcelo del Mazo marcó su viaje literario.

En 1906, se unió a la Logia Esperanza Nº 111, comenzando su camino en la masonería junto con Florencio Sánchez, otro destacado autor argentino. Carriego vivió con la convicción de ser un poeta, ansioso por el reconocimiento y comprometido con su oficio.

Su obra poética incluye «Misas herejes,» su primer libro publicado en 1908, que refleja las influencias modernistas de la época. Luego, sus poemas exploraron los suburbios de Buenos Aires en obras como «El alma del suburbio» y «La canción del barrio,» esta última publicada póstumamente.

La poesía de Carriego, al igual que el tango que surgía en la misma época, comenzó con un tono audaz y valeroso para luego adentrarse en la sentimentalidad. Jorge Luis Borges, un admirador y colega literario, destacó su capacidad para descubrir las posibilidades literarias en los suburbios de Buenos Aires.

Trágicamente, Evaristo Carriego falleció a los 29 años debido a la tuberculosis, dejando atrás un único libro publicado y un legado literario que perdura como un testimonio de la vida en los barrios marginales de la ciudad y la habilidad de un poeta para dar voz a los olvidados. Su poesía, como un eco de la vida en Buenos Aires, sigue resonando en la literatura argentina y en la cultura del tango.

La muerte del cisne

En un largo alarido de tristeza
los heraldos, sombríos, la anunciaron,
y las faunas errantes se aprontaron
a dejar el amor de la aspereza.

Con el Genio del bosque a la cabeza,
una noche y un día galoparon,
y cual corceles épicos llegaron
en un tropel de bárbara grandeza.

Y ahí están. Ya salvajes emociones,
rugen coros de líricos leones
cuando allá en los remansos de lo Inerte,

como surgiendo de una pesadilla,
¡Grazna un ganso alejado de la orilla
la bondad provechosa de la Muerte!

Como aquella otra

Sí, vecina: te puedes dar la mano,
esa mano que un día fuera hermosa,
con aquella otra eterna silenciosa
«que se cansara de aguardar en vano».

Tú también, como ella, acaso fuiste
la bondadosa amante, la primera,
de un estudiante pobre, aquel que era
un poco chacotón y un poco triste.

O no faltó el muchacho periodista
que allá en tus buenos tiempos de modista
en ocios melancólicos te amó

y que una fría noche ya lejana,
te dijo, como siempre: «Hasta mañana…»
pero que no volvió.

Conversando

El libro sin abrir y el vaso lleno.
-Con esto, para mí, nada hay ausente-.
Podemos conversar tranquilamente:
la excelencia del vino me hace bueno.

Hermano, ya lo ves, ni una exigencia
me reprocha la vida…, así me agrada;
de lo demás no quiero saber nada…
Practico una virtud: la indiferencia.

Me disgusta tener preocupaciones
que hayan de conmoverme. En mis rincones
vivo la vida a la manera eximia

del que es feliz, porque en verdad te digo:
la esposa del señor de la vendimia
se ha fugado conmigo…

Cuando llega el viejo

Todos están callados ahora. El desaliento
que repentinamente siguiera al comentario
de esa duda, persiste como un presentimiento.
El hermano recorre las noticias del diario

que está sobre la mesa. La abuela se ha dormido
los demás aguardan con el oído alerta
a los ruidos de afuera, y apenas se oye un ruido
las miradas ansiosas se clavan en la puerta.

El silencio se vuelve cada vez más molesto:
una frase que empieza se traduce en un gesto
de impaciencia. ¡La espina de esa preocupación…

Y cuando llega el viejo, que salió hace un instante,
en todas las miradas fijas en su semblante
hay una temerosa larga interrogación.

En el patio

Me gusta verte así, bajo la parra,
resguardada del sol del mediodía,
risueñamente audaz, gentil, bizarra,
como una evocación de Andalucía.

Con olor a salud en tu belleza,
que envuelves en exóticos vestidos,
roja de clavelones la cabeza
y leyendo novelas de bandidos.

-¡Un carmen andaluz, donde florecen,
en los viejos rincones solitarios,
los rosales que ocultan y ensombrecen
la jaula y el calor de tus canarios!-

¡Cuántas veces no creo al acercarme,
todo como en un patio de Sevilla,
que tus más frescas flores vas a darme,
y a ofrecerme después miel con vainilla!

O me doy a pensar que he saboreado,
mientras se oye una alegre castañuela,
un rico arroz con leche, polvoreado
de una cálida gloria de canela.

¡Cómo me gusta verte así, graciosa,
llena de inquietos, caprichosos mimos,
rodeada de macetas, y, golosa,
desgranando pletóricos racimos!

Y mojarse tus manos delincuentes,
al reventar las uvas arrancadas,
como en sangre de vidas inocentes
a tu voracidad sacrificadas!…

Y ver vagar, cruelmente seductora,
en esos labios finos y burlones,
tu sonrisa de Esfinge, turbadora
de mis calladas interrogaciones.

Y desear para mí, las exquisitas
torturas de tus dedos sonrosados,
que oprimen las doradas cabecitas
de los dulces racimos degollados!

Detrás del mostrador

Ayer la vi, al pasar, en la taberna,
detrás del mostrador, como una estatua…
Vaso de carne juvenil que atrae
a los borrachos con su hermosa cara.

Azucena regada con ajenjo,
surgida en el ambiente de la crápula,
florece como muchas en el vicio
perfumado ese búcaro de miasmas.

¡Canción de esclavitud! Belleza triste,
belleza de hospital ya disecada
quién sabe por qué mano que la empuja
casi siempre hasta el sitio de la infamia…

Y pasa sin dolor así inconsciente
su vida material de carne esclava:
¡copa de invitaciones y de olvido
sobre el hastiado bebedor volcada!

Invitación

Amada, estoy alegre: ya no siento
la angustiosa opresión de la tristeza:
el pájaro fatal del desaliento
graznando se alejó de mi cabeza.

Amada, amada: ya, de nuevo, el canto
vuelve a vibrar en mí, como otras veces;
¡y el canto es hombre, porque puede tanto,
que hasta sabe domar las altiveces!

Ven a oír: abandona la ventana…
Deja al mendigo en paz. ¡Son tus ternuras
para el dolor, como las de una hermana,
y sólo para mí suelen ser duras!

¡Manos de siempre compasiva y buena,
yo tengo todo un sol para que alumbres
ese olímpico rostro de azucena
hecho de palidez y pesadumbres!

Hoy soy así. Soy un poeta loco
que ve su dicha de tus tedios presa …
¡Ven y siéntate al piano: bebe un poco
de champaña en la música francesa!

No quiero verte triste. De tu cara
borra ese esguince de pesar cansino…
¡Hoy yo quiero vivir!… ¡Qué cosa rara,
hoy tengo el corazón lleno de vino!

Tu secreto

¡De todo te olvidas! Anoche dejaste
aquí, sobre el piano que ya jamás tocas,
un poco de tu alma de muchacha enferma:
un libro, vedado, de tiernas memorias.

Íntimas memorias. Yo lo abrí, al descuido,
y supe, sonriendo, tu pena más honda,
el dulce secreto que no diré a nadie:
a nadie interesa saber que me nombras.

…Ven, llévate el libro, distraída, llena
de luz y de ensueño. Romántica loca…
¡Dejar tus amores ahí, sobre el piano!…
De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!

Aquella vez que vino tu recuerdo

La mesa estaba alegre como nunca.
Bebíamos el té: mamá reía
recordando, entre otros,
no sé qué antiguo chisme de familia;
una de nuestras primas comentaba
-recordando con gracia los modales,
de un testigo irritado- el incidente
que presenció en la calle;
los niños se empeñaban, chacoteando,
en continuar el juego interrumpido,
y los demás hablábamos de todas
las cosas de que se habla con cariño.

Estábamos así, contentos, cuando
alguno te nombró, y el doloroso
silencio que de pronto ahogó las risas,
con pesadez de plomo,
persistió largo rato. Lo recuerdo
como si fuera ahora: nos quedamos
mudos, fríos. Pasaban los minutos,
pasaban y seguíamos callados.

Nadie decía nada, pero todos
pensábamos lo mismo. Como siempre
que la conmueve una emoción penosa,
mamá disimulaba ingenuamente
queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre!

¡Bien que la conocemos!… Las muchachas
fingían ocuparse del vestido
que una de ellas llevaba:
los niños, asombrados de un silencio
tan extraño, salían de la pieza.
Y los demás seguíamos callados
sin mirarnos siquiera.