Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Jorge Gaitán Durán

Jorge Gaitán Durán, destacado poeta y crítico colombiano, nació el 12 de febrero de 1924 en Pamplona. Proveniente de una familia notable, su padre, Emilio Gaitán Martín, fue un ingeniero civil reconocido por su participación en la construcción del ferrocarril de Cúcuta. Por otro lado, su madre, Delina Durán Durán, era hija del general Justo L. Durán, un destacado líder liberal. Aunque Jorge Gaitán Durán inició sus estudios en derecho en la Universidad Javeriana de Bogotá, pronto se vio atraído por la literatura y el periodismo.

En 1954, Gaitán Durán se convirtió en uno de los fundadores de la revista Mito, junto con Hernando Valencia Goelkel. Esta revista se destacó como un referente cultural y político en Colombia al oponerse a la dictadura de Rojas Pinilla y promover el diálogo entre distintas corrientes intelectuales. A lo largo de su carrera, Gaitán Durán publicó ensayos sobre literatura, arte, cine y sociedad, además de explorar temáticas como el erotismo, la muerte y el tiempo en sus poemas. Algunas de sus obras más destacadas incluyen «Insistencia en la tristeza» (1946), «Presencia del hombre» (1947), «Asombro» (1951), «El libertino» (1954), «Amantes» (1958-1959) y «El libertino y la revolución» (1960).

En 1962, contrajo matrimonio con Dina Moscovici, y juntos tuvieron una hija llamada Paula Gaitán, quien también se destacó como poeta. Sin embargo, ese mismo año, Gaitán Durán sufrió un trágico accidente aéreo en Guadalupe mientras regresaba de un viaje por Europa y Asia. Su prematura muerte dejó un vacío en el panorama literario y su obra ha sido reconocida como una de las más originales e influyentes de la poesía colombiana del siglo XX.

Sé que estoy vivo en este bello día…

Sé que estoy vivo en este bello día
acostado contigo. Es el verano.
Acaloradas frutas en tu mano
vierten su espeso olor al mediodía.

Antes de aquí tendernos, no existía
este mundo radiante. ¡Nunca en vano
al deseo arrancamos el humano
amor que a las estrellas desafía!

Hacia el azul del mar corro desnudo.
Vuelvo a ti como al sol y en ti me anudo,
nazco en el esplendor de conocerte.

Siento el sudor ligero de la siesta.
Bebemos vino rojo. Esta es la fiesta
en que más recordamos a la muerte.

El regreso

El regreso para morir es grande.
(Lo dijo con su aventura el rey de Itaca.)
Mas amo el sol de mi patria,
el venado rojo que corre por los cerro,
y las nobles voces de la tarde que fueron
mi familia.
Mejor morir sin que nadie
lamente glorias matinales, lejos
del verano querido donde conocí dioses.
Todo para que mi imagen pasada
sea la última fábula de la casa.

Envío

No he podido olvidarte. He conseguido
que este inútil desorden de mis días
solitarios, concluya en las porfías
de un corazón que da cada latido

a tu memoria. En tu mundo abolido,
he luchado por ti contra las pías
obras de Dios. Cuanto ayer le exigías
será invención del hombre que ha nacido.

Tantas razones tuve para amarte
que en el rigor oscuro de perderte
quise que le sirviera todo el arte

a tu solo esplendor y así envolverte
en fábulas y hallarte y recobrarte
en la larga paciencia de la muerte.

Hecha polvo

Tanto te amé ese día que la muerte
voló por la ciudad como mil soles,
abeja de mi duelo
en el definitivo verano que te llama.
Fui descubriendo un astro en tu desnudo
tras de mis pasos ciegos por tu sombra,
presente, ocio feroz, donde toda la sangre
al hombre exige lo que para el cielo es imposible.
El mundo, espejo de mi mano iba
como una joya opaca por tus ojos,
te miraba mirar rostros, reinos, memoria
súbita, nube que como una desdicha
pasa por la carne de donde me retiro
desterrado a la ajena imagen que te asalta.
Te fui quitando abrazos, conquistas, el peso
de una dinastía que ahora habita la noche.
Yo te hice habitar en las estrellas.
A ti, arrogancia, cuerpo impenetrable,
la pena de todos vencedora te ha penetrado.

Quiero apenas

Presto cesó la nieve, como música.
Pájaros y verdes cruzan por el frío.
Vas a morir, me dicen. Tu enfermedad
es incurable. Sólo puede salvarte
el milagro que niegas.
Mas quiero apenas
arder como un sol rojo en tu cuerpo blanco.

Quiero

Quiero vivir los nombres
Que el incendio del mundo ha dado
Al cuerpo que los mortales se disputan:
Roca, joya del ser, memoria, fasto.
Quiero tocar las palabras
Con que en vano intenté hurtarte
Al duelo de cada día,
Estela donde habitaban los dioses,
Hoy lisa, espacio para el gesto imposible
Que en el mármol fije el alma que nos falta.
No quiero morir sin antes
Haberte impuesto como una ciudad entre los hombres,
Quiero que seas ante la muerte
El único poema que se escriba en la tierra.

Momentos nocturnos

Miré el tiempo y conocí la noche.
Mi mente puso incendios en la nada.
Fueron soles, miríadas, que llenaban
el cielo. Todo era cielo.
Tuve todo, menos dioses en impasible
felicidad. Viví con embeleso
en el radiante concierto de los mundos.

De astro en astro, hasta el infinito
pudieron ojos mortales
medir al fin la pequeñez humana.
De galaxia en galaxia, iba el alma
tras la vista, hacia firmamentos
en donde nada medra ni concluye.

Cantó en el cielo el azul de la noche
y el ruiseñor huyó al umbral del tiempo.
Los cerros llamaron con música de vuelo
a las estrellas. Pasó un ciervo blanco
por el sigilo húmedo del bosque,
y en la sombra despertó tu desnudo.
la tierra fue de nuevo mi deseo.

Amantes

Somos como son los que se aman.
Al desnudarnos descubrimos dos monstruosos
desconocidos que se estrechan a tientas,
cicatrices con que el rencoroso deseo
señala a los que sin descanso se aman:
el tedio, la sospecha que invencible nos ata
en su red, como en la falta dos dioses adúlteros.
Enamorados como dos locos,
dos astros sanguinarios, dos dinastías
que hambrientas se disputan un reino,
queremos ser justicia, nos acechamos feroces,
nos engañamos, nos inferimos las viles injurias
con que el cielo afrenta a los que se aman.
Sólo para que mil veces nos incendie
el abrazo que en el mundo son los que se aman
mil veces morimos cada día.

Amantes II

Desnudos afrentamos el cuerpo
como dos ángeles equivocados,
como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día,
labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
boca que busca la boca, estatuas erguidas
que en la piedra inventan el beso
sólo para que un relámpago de sangres juntas
cruce la invencible muerte que nos llama.
De pie como perezosos árboles en el estío,
sentados como dioses ebrios
para que me abrasen en el polvo tus dos astros,
tendidos como guerreros de dos patrias que el alba separa,
en tu cuerpo soy el incendio del ser.

Canícula

El sol abrasa toda
vida. No mueve el viento
un árbol. Fuera del tiempo
está el fasto del día.
La canícula absorbe
las horas, los colores,
el silencio.

De repente óyese una gota
de agua, y otra,
y otra más, en la tarde.
Es la música.

De repente la música

La pura luz que pasa
por la calle desierta.
Nada humano
bajo el cielo abolido.
La blancura absoluta
de la ciudad confunde
la muerte y el sigilo.

De repente la música,
la sombra de los amantes en el agua.

El instante

Ardió el día como una rosa.
Y el pájaro de la luna huyó
cantando. Nos miramos desnudos.
Y el sol levantó su árbol rojo
en el valle. Junto al río,
dos cuerpos bellos, siempre
jóvenes. Nos reconocimos.
Habíamos muerto y despertábamos
del tiempo. Nos miramos de nuevo,
con reparo. Y volvió la noche
a cubrir los memoriosos.