Poetas

Poesía de Perú

Poemas de José Arnaldo Márquez

José Arnaldo Márquez (1832-1903), una figura destacada en la literatura peruana del siglo XIX, fue un polifacético escritor y pensador conocido por su versatilidad y su contribución en diversas disciplinas. Márquez nació el 12 de enero de 1832 en Lima, Perú, y a lo largo de su vida desempeñó roles que abarcaron desde la poesía y la dramaturgia hasta la invención de una máquina para componer matrices tipográficas, precursora de la linotipia. Su influencia se extendió por varios campos, incluyendo la literatura, la tecnología y la política.

Márquez es recordado por ser uno de los representantes más destacados de la poesía romántica peruana, particularmente en su vertiente filosófica y social. A través de sus versos, logró armonizar el sentimiento individualista romántico con preocupaciones humanitarias y una adhesión a los ideales socialistas, convirtiéndose así en el primer poeta peruano con inquietudes sociales. Su obra poética, que incluye obras como «La flor de Abel» y «La Ramoniada», estaba cargada de una mezcla de emociones, desde la reflexión filosófica hasta la sátira política.

Sin embargo, la vida de José Arnaldo Márquez estuvo marcada por desafíos y cambios constantes. Tras estudiar en el Convictorio de San Carlos en Lima y dar a conocer sus primeras piezas dramáticas, se unió al ejército y posteriormente se convirtió en secretario del presidente José Rufino Echenique. Sin embargo, tras el derrocamiento de Echenique y un período en el exilio en Chile, su carrera militar llegó a su fin.

En 1857, Márquez viajó a los Estados Unidos, donde ejerció funciones consulares en San Francisco y otras ciudades. Durante su estadía en Norteamérica, publicó el periódico «El Educador Popular» y exploró las aplicaciones prácticas de las ciencias modernas. Este período influyó en su perspectiva y en su enfoque literario.

José Arnaldo Márquez también incursionó en el ámbito tecnológico al diseñar una máquina para componer matrices tipográficas, un antecedente de la linotipia. Sin embargo, a pesar de su dedicación y esfuerzos, no pudo lograr el reconocimiento necesario para llevar adelante su invento.

Tras viajar por Estados Unidos y Europa, donde patentó su máquina en Inglaterra y Francia, Márquez regresó a Lima, pero la falta de apoyo gubernamental y los obstáculos técnicos lo llevaron a una vida de dificultades económicas. Falleció en 1903 en Lima, en la pobreza, dejando atrás un legado literario y tecnológico valioso.

La obra de José Arnaldo Márquez, que abarca poesía, teatro y prosa, continúa siendo objeto de estudio y admiración, y su vida llena de desafíos y cambios refleja su dedicación a la literatura y la innovación en un contexto histórico complejo. Aunque su nombre ha sido en gran medida olvidado, su legado persiste en los anales de la literatura peruana.

A solas

¡Mi corazón rebosa de armonía!
Nadie sabe el aroma y la pureza
De esta olvidada flor que noche y día
De su rincón perfuma la maleza.
¡Ah! Solo tú conoces, madre mía,
El tesoro de amor y de nobleza
Que con la amarga hiel de las congojas
Dios puso un día entre sus blancas hojas.

¿Por qué esta sed de amores y ternura?
Por qué estos sueños de placer y calma?
¿Por qué al mirar la ajena desventura
Siento oprimida de dolor el alma?
¿Por qué cuando contemplo la hermosura
Pienso verla ceñida con la palma
De juventud, de amor y de consuelo
Cómo estarán las vírgenes del cielo?

¿Por qué este vago, misterioso arrullo
Con que viene a adormirme la esperanza,
Como de agua y de hojas el murmullo
Que allá a lo lejos el viajero alcanza?
¿Por qué al ver de los grandes el orgullo
Ambicioso mi espíritu se lanza
Y hacer cenizas a mis plantas quiere
La mano vil que al desvalido hiere?

¡Oh! ¿por qué siento el corazón, Dios mío,
Tan lleno de ternura y de pesares
Si ya no tienen sobre el mundo impío
¡Ay! ni el amor ni el infortunio altares?
El cielo tiene luz, la flor rocío,
Y hasta las olas de los turbios mares
Visten de espumas el azul salobre…
Yo solo tengo lágrimas… ¡Soy pobre!

Para encantar mi juventud no anhelo
Sino un poco de paz y melodía,
De un noble amor el esmaltado cielo
Y el cielo azul de la conciencia mía;
Tener para el que sufre algún consuelo,
Dejar que lleve una limosna el día,
Y si lo quieres, voluntad sagrada,
Nunca me des sobre la tierra nada.

¡Pero tengo una madre! Para ella
Quiero glorias, grandezas y ventura.
¡Ay! ¡ha nacido tan sensible y bella
Tan llena de piedad y de dulzura!

Del firmamento la mejor estrella,
De tus santas auroras la más pura,
Y hasta del mismo Edén el primer día
Por mi madre, Señor, no tocaría.

Blanca azucena, lánguida y hermosa
Que en estéril llanura solitaria
Exhala de su cáliz amorosa
La esencia de una angélica plegaria;
Miró brotar en tarde nebulosa
De nuevos tallos muchedumbre varia,
Llenas las tiernas hojas de rocío
Para agostarse al fuego del estío

Y el ángel de las tumbas centinela
Le arrancó sus dos vástagos más bellos…
¡Madre! ¡cuando el dolor te desconsuela
Lloras también de no llorar con ellos!
¡Tu corazón que acongojado vela
Está lleno de lágrimas! Destellos
De placer y de dicha ya no alcanza…
¡Quién te dará aunque mienta una esperanza!

Y yo, siempre sediento de hermosura
Y ávido de pureza y melodía,
Pido luz a mi estrella y la hallo obscura;
Pido fuego a mi vida y la hallo fría.
Cuando tu labio trémulo murmura
Palabras de fatal melancolía;
Y sobre mí te inclinas y sollozas
Y el corazón y el alma me destrozas…

Cuando en la noche, al resplandor incierto
Que en nuestro pobre hogar pálido brilla,
Por la zozobra de tus días vierto
Lágrimas que me abrasan la mejilla,
Y hallo también tu corazón despierto
Y en la tierra posada tu rodilla,
Y en la imagen de Dios los ojos fijos
Oras en baja voz junto a tus hijos…

¡Oh! la hiel del dolor me irrita,
Hierve sangre de fuego entre mis venas;
Veo en la vida para mí maldita
Horas surgir de pesadumbre llenas.
¿Por qué, Dios mío, el corazón palpita
Y al infierno en que yace le encadenas,
Si en él pusiste por mi mal, más fuerte
La de la virtud que de la muerte?

Indiferencia

No importa que agitado torbellino
Me arrastre por el camino de la vida,
Como hoja por los aires impelida
Vaga por el espacio sin camino.

Yo voy donde me lleva mi destino;
Y el alma de la tierra desprendida,
Sabe que la existencia fue medida
Por los decretos de un poder divino.

¿A qué gemir por el dolor presente,
Temblar por los dolores de mañana,
Ni recordar llorando nuestra historia,
Si el bien y el mal, la espuma y la corriente,
Juntos se alejan en carrera vana
Y ni uno ni otro han de dejar memoria?

La tentación

Que linda en la rama
la fruta se ve!
Si lanzo una piedra
tendrá que caer.

No es mío este huerto
no es mío lo sé:
más yo de esa fruta
quisiera comer.

Mi padre está lejos,
mamá no me ve,
no hay otros niños…
?quién lo ha de saber?
más no, no me atrevo;
yo no sé por qué;
parece que siempre unos ojos me ven…

Papá no querría
besarme otra vez,
mamá lloraría
de pena también.

Mis buenos maestros
dirían tal vez:
qué niño tan malo,
no jueguen con él!.

No quiero, no quiero;
yo nunca he de hacer
sino lo que haría
si todos me ven.

Llegando a mi casa
caricias tendré,
abrazos y besos,
y frutas también.

La miseria

A mi madre

La miseria ¿no es cierto madre mía
Que esta palabra es tenebrosa y triste,
Que destierra del alma la alegría
Y con las sombras del dolor la viste?

La miseria ¡ay de mí! Su nombre espanta
Y todos al oírle se estremecen,
Nunca el poeta en su dolor la canta,
Que al contemplarla sus angustias crecen.

¿No has visto, madre mía, en el Océano
Y en medio del furor de la tormenta
Al náufrago infeliz luchar en vano
Con una muerte prolongada y lenta?

¿Y no has visto a los hombres en la playa
Que abandonan a otro hombre en su agonía,
Sin que uno solo a libertarlo vaya
De los peligros de la mar bravía?

Tal, madre, es la miseria, tal la suerte
Del infeliz a quien su seno oculta;
Do quier le sigue la espantosa muerte,
Do quier un mar de penas lo sepulta.

Y no habrá alguno que salvarlo quiera
Tendiéndole una mano generosa,
Cual los hombres que están en la ribera
Dejan a otro hombre entre la mar furiosa.

El lucha con el hambre y con el frio,
Mira la lluvia penetrar su techo,
Y no halla paz en su rincón sombrío
Sobre las tablas de su tosco lecho.

Y tú, madre; ¿también ves retratada
La imagen de la muerte entre las sombras?
En esa noche lúgubre y helada
Al contemplar tu suerte; ¿no te asombras?

¿No te asombras de verte en la indigencia
En tu morada lóbrega y oscura,
De arrastrar miserable tu existencia,
Y de ver marchitada tu hermosura?

¿Do de tus ojos la radiante lumbre
Y tu mirada dulce y hechicera?
¿Dónde huyó la encantada muchedumbre
Que adoraba tu risa placentera?

Pasó un día, y veloces se alejaron
El placer y la dicha y la hermosura,
Y en cambio ¡oh desventura! Te quedaron
Largos días de duelo y amargura!

Mas yo, yo madre, acallaré tus penas;
Y tornaré en delicias tus pesares,
Tranquila pasaras horas serenas,
Y dormirás al son de mis cantares.

Y volverá tu plácida sonrisa,
Y el placer te dará bellos colores,
Como el aliento de la suave brisa
Torna a la vida las marchitas flores.

Sí, cantaré, madre mía,
Que me oirá el mundo amador,
Como en la selva sombría
Se escucha la melodía
De escondido ruiseñor.

Y en vez de amargos momentos
De tristeza y sinsabor;
Te daré con mis acentos
Delicias por tus tormentos,
Placeres por tu dolor.

Que es madre todo mi anhelo
Entonar dulce canción
Para mitigar tu duelo
Y aplacar con el consuelo
Tu afligido corazón.

La sombra

Al despuntar el sol de la mañana
Se proyecta la sombra del viajero,
Precediendo su paso en el sendero,
Embellecido por la luz temprana.

Cuando llega a la cumbre soberana
Desde donde ilumina al orbe entero,
Con profundo cansancio el pasajero
Ve desaparecer la sombra vana.

Y al descender el sol hacia el ocaso.
Mirar su misma sombra ya no puede
Sin volver hacia atrás. Tal es la historia

De nuestra vida. El alma emprende el paso:
La esperanza, su sombra, la precede;
Y al fin sólo la mira la memoria.