Poetas

Poesía de México

Poemas de Alfredo Placencia

Alfredo Placencia Jáuregui (15 de septiembre de 1875 – 20 de mayo de 1930), conocido como Alfredo Placencia o Alfredo R. Placencia, fue un poeta y sacerdote mexicano. En vida publicó las siguientes obras: El libro de Dios (1924), El paso del dolor (1924) y Del cuartel y del claustro (1924). Otros libros suyos fueron publicados después de su muerte. Sus restos descansan en la que fuera la primera sede de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres, ubicada en el mausoleo central del Panteón de Belén.

Bienvenido sea (I)

¿Eres Tú la Sunamitis pura y blanca
que soñaron los patriarcas y entrevieron los profetas?
Aunque atruene tierra y cielos el acorde que se arranca
de los astros y las plumas de los santos y poetas,
para darte el parabién,
no despiertes, Niña blanca;
duerme bien.

Las mujeres que tenidas son por fuertes;
los patriarcas, los profetas;
los que, ciegos de llorar, van extraviados;
los poetas…
todos juntos volverán, cuando despiertes,
para darte el parabién,
con las ansias de los justos y el amor de los collados.
Duerme bien.

Puede ser que estés cansada;
bien pudiera ser.
Fue tan larga la jornada…
¡Sobre todo para una mujer!…

Porque vienes de muy lejos. Sé que nada
antes del tiempo existía, y ya estaba tu beldad
graciosamente jugando ante Dios. Esa verdad
lo declara y dice todo: ¡Vienes de la eternidad!…

Ciego Dios

Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego,
si los ciegos no dan con el camino?…

Convén mejor en que ni ciego era,
ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera!.
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego!…
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
ciégame a mí también, quiero estar ciego.

El Cristo de Temaca (I)

Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.

En vano corre la impiedad maldita
y ante el portento la contienda entabla.
El Cristo aquel parece que medita
y parece que habla.

¡Oh!… ¡Qué Cristo
éste que amándome en la peña he visto!…
Cuando se ve, sin ser un visionario,
¿por qué luego se piensa en el Calvario?…

Se le advierte la sangre que destila,
se le pueden contar todas las venas;
y en la apagada luz de su pupila
se traduce lo enorme de sus penas.

En la espinada frente,
en el costado abierto
y en sus heridas todas, ¿quién no siente
que allí está un Dios agonizante o muerto?

¡Oh, qué Cristo, Dios santo! Sus pupilas
miran con tal piedad y de tal modo,
que las horas más negras son tranquilas
y es mentira el dolor. Se puede todo.

El Cristo de Temaca (II)

Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?

Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?

Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.

Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?

¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja?…

Quién sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarlo con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.

El Cristo de Temaca (III)

¡Oh, mi roca!…
¡La que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!

Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.

Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.

Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.