Poetas

Poesía de España

Poemas de José Hierro

José Hierro del Real fue un poeta, crítico de arte y académico español, nacido en Madrid el 3 de abril de 1922 y fallecido en la misma ciudad el 21 de diciembre de 2002. Su obra poética se enmarca en la primera generación de la posguerra, dentro de la llamada poesía desarraigada o existencial.

Su infancia y juventud transcurrieron en Santander, donde su familia se trasladó cuando él tenía dos años. Allí inició sus estudios de perito industrial, que tuvo que interrumpir por el estallido de la guerra civil española. En 1936 obtuvo su primer premio literario por un cuento titulado «La leyenda del almendro». Al finalizar la guerra, fue detenido y encarcelado por su colaboración con una organización de ayuda a los presos políticos. Durante los cinco años que pasó en prisión, se dedicó a leer, escribir y enseñar a otros reclusos.

En 1944 fue liberado y se instaló en Valencia, donde trabajó en diversos oficios y participó en la tertulia literaria del Café El Gato Negro. Allí conoció a José Luis Hidalgo, con quien fundó la revista Corcel. También se inició en la crítica de arte, escribiendo sobre la obra de Modesto Ciruelos. En 1946 regresó a Santander y colaboró en la revista Proel, donde publicó su primer libro de poemas, Tierra sin nosotros (1947). En este libro se aprecia la influencia de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Pedro Salinas y Gerardo Diego.

En 1950 se trasladó definitivamente a Madrid, donde trabajó en Radio Nacional de España y continuó su labor como crítico de arte y colaborador de revistas y periódicos. Su poesía evolucionó hacia una mayor complejidad formal y temática, incorporando elementos experimentales como el collage lingüístico, el monólogo dramático o el culturalismo. Algunos de sus libros más destacados de esta etapa son Con las piedras, con el viento (1950), Quinta del 42 (1952), Estatuas yacentes (1955), Libro de las alucinaciones (1964) y Cuanto sé de mí (1957), que recibió el Premio Nacional de Poesía.

En los años sesenta y setenta, José Hierro se consolidó como uno de los poetas más importantes y reconocidos de su generación. Participó en numerosas actividades literarias, pronunció conferencias sobre poesía y arte en diversas capitales europeas y formó parte de jurados literarios. Su obra fue recogida en varias antologías y traducida a varios idiomas. En 1979 ingresó en la Real Academia Española.

En los años ochenta y noventa recibió los más prestigiosos galardones literarios, como el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1981), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1990) o el Premio Miguel de Cervantes (1998). También fue nombrado Doctor Honoris Causa por varias universidades españolas e internacionales. Su último libro publicado en vida fue Cuaderno de Nueva York (1998), una obra maestra que refleja su experiencia como profesor visitante en la Universidad de Nueva York.

José Hierro murió en Madrid el 21 de diciembre de 2002, a los ochenta años, a causa de un enfisema pulmonar. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Ciriego, en Santander. Su legado poético es uno de los más ricos y originales de la literatura española del siglo XX.

Caballero de otoño

Viene, se sienta entre nosotros,
y nadie sabe quién será,
ni por qué cuando dice nubes
nos llenamos de eternidad.

Nos habla con palabras graves
y se desprenden al hablar
de su cabeza secas hojas
que en el viento vienen y van.

Jugamos con su barba fría.
Nos deja frutos. Torna a andar
con pasos lentos y seguros
como si no tuviera edad.

Él se despide. ¡Adiós! Nosotros
sentimos ganas de llorar.

Cumbre

Firme, bajo mi pie, cierta y segura,
de piedra y música te tengo;
no como entonces, cuando a cada instante
te levantabas de mi sueño.

Ahora puedo tocar tus lomas tiernas,
el verde fresco de tus aguas.
Ahora estamos, de nuevo, frente a frente
como dos viejos camaradas.

Nueva canción con nuevos instrumentos.
Cantas, me duermes y me acunas.
Haces eternidad mi pasado.
Y luego el tiempo se desnuda.

¡Cantarte, abrir la cárcel donde espera
tanta pasión acumulada!
Y ver perderse nuestra antigua imagen
arrebatada por el agua.

Firme, bajo mi pie, cierta y segura,
de piedra y música te tengo.
Señor, Señor, Señor: todo lo mismo.
Pero, ¿qué has hecho de mi tiempo?

Fe de vida

Sé que el invierno está aquí,
detrás de esa puerta. Sé
que si ahora saliese fuera
lo hallaría todo muerto,
luchando por renacer.
Sé que si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.

Pero estoy aquí. Me muevo,
vivo. Me llamo José
Hierro. Alegría (Alegría
que está caída a mis pies).
Nada en orden. Todo roto,
a punto de ya no ser.

Pero toco la alegría,
porque aunque todo esté muerto
yo aún estoy vivo y lo sé.

He ido desenterrando

He ido desenterrando
todos mis muertos: sombras
compañeras, latidos
sin música, corona
de manos y de lágrimas
lloviendo en la memoria.

He ido desenterrando
mis muertos y mis horas…
(y sus horas), mis muertos
y sus glorias… (mis glorias).
Dolían en lo hondo
de mi tierra: sus sombras
velaban a la vida
la cara luminosa.

Quedar sin ellos era
quedar sin mí. ¿No lloran
por mí? ¡Tanto he llorado
yo, por ellos, a solas!
¿Lloran por mí? ¿De su
paraíso me arrojan
con espada de fuego?
¿Qué serán ahora: rosas
pisoteadas, zumbido
de alas de llama, motas
de polvo gris, simiente
sobre la piedra? ¿Lloran
porque han visto la cera
en mis alas de alondra?

Dejé sus pobres huesos
a la luz de la aurora.
Me sentí libre y triste.
Miré la tierra, hermosa
como la primavera,
joven como una novia.

Tierra muda, dispuesta
a cavar mi fosa.

Epitafio para la tumba de un poeta

Toqué la creación con mi frente.
Sentí la creación en mi alma.
Las olas me llamaron a lo hondo.
Y luego se cerraron las aguas.

Plaza sola

Qué sosiego volver,
hablarte,
abrazarte con mis miradas,
besarte la boca de tiempo
dónde el polvo seca la lágrima,
qué descanso poner mi oído
sobre tu madera encantada,
apurar las gotas de música
de la caja de tu guitarra,
recordar, preguntar,
soñar ahora que nada importa nada.

Réquiem

Manuel del Río, natural
de España, ha fallecido el sábado
once de mayo, a consecuencia
de un accidente. Su cadáver
está tendido en D′Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
a las nueve treinta, en St. Francis.

Es una historia que comienza
con sol y piedra, y que termina
sobre una mesa, en D′Agostino,
con flores y cirios eléctricos.
Es una historia que comienza
en una orilla del Atlántico.
Continúa en un camarote
de tercera, sobre las olas
-sobre las nubes- de las tierras
sumergidas ante Platón.
Halla en América su término
con una grúa y una clínica,
con una esquela y una misa
cantada, en la iglesia St. Francis.

Al fin y al cabo, cualquier sitio
da lo mismo para morir:
el que se aroma de romero,
el tallado en piedra, o en nieve,
el empapado de petróleo.
Da lo mismo que un cuerpo se haga
piedra, petróleo, nieve, aroma.
Lo doloroso no es morir
acá o allá…

Requiem aeternam,
Manuel del Río. Sobre el mármol
en D′Agostino, pastan toros
de España, Manuel, y las flores
(funeral de segunda, caja
que huele a abetos del invierno),
cuarenta dólares. Y han puesto
unas flores artificiales
entre las otras que arrancaron
al jardín… Liberame domine
de morte aeterna… Cuando mueran
James o Jacob verán las flores
que pagaron Giulio o Manuel…

Ahora descienden a tus cumbres
garras de águila. Dies irae.
Lo doloroso no es morir
Dies illa acá o allá,
sino sin gloria…
Tus abuelos
fecundaron la tierra toda,
la empapaban de la aventura.
Cuando caía un español
se mutilaba el universo.
Los velaban no en D′Agostino
Funeral Home, sino entre hogueras,
entre caballos y armas. Héroes
para siempre. Estatuas de rostro
borrado. Vestidos aún
sus colores de papagayo,
de poder y fantasía.

El no ha caído así. No ha muerto
por ninguna locura hermosa.
(Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino, derrama
sangre fraterna). Vino un día
porque su tierra es pobre. El mundo
Liberame Domine es patria.
Y ha muerto. No fundó ciudades.
No dio su nombre a un mar. No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas). Requiem aeternam.
Y en D′Agostino lo visitan
los polacos, los irlandeses,
los españoles, los que mueren
en el week-end.

Requiem aeternam.
Definitivamente todo
ha terminado. Su cadáver
está tendido en D′Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
por su alma.

Me he limitado
a reflejar aquí una esquela
de un periódico de New York.
Objetivamente, sin vuelo
en el verso. Objetivamente.
Un español como millones
de españoles. No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar.

Sonetuelo

Perro editor. Cien mil veces maldito,
¿qué Luzbel te inspiró la Antología?
Una coroza es lo que merecía
tu idea, pez, hoguera y sanbenito.

Yo dormía hasta ayer como un bendito,
sin pensar en lo mucho que debía.
Ahora, despierto me sorprende el día,
nervioso, calvo, pálido y marchito.

¿Ignoras que quien siembra Antologías
recoge nacionales? ¿No podías
haber estrangulado el pensamiento?

Maldígante legiones de poetas.
Pobre de mí, con miles de pesetas
gravadas con traspasos y descuentos.