Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Manuel Navarro Luna

Manuel Navarro Luna (1894-1966), alma poética nacida en Jovellanos, Matanzas, Cuba, dejó una huella imborrable en la literatura de su tierra. Heredero de la bravura mambisa, su vida comenzó marcada por la tragedia, trasladándose a Manzanillo tras el asesinato de su padre, defensor de la independencia de Cuba.

Desde la niñez, enfrentó la adversidad, abandonando la escuela para forjar su destino a través de oficios diversos. En la lucha por la libertad, su autodidactismo se convirtió en faro, iluminando su camino hacia la conciencia patriótica. En 1915, sus versos iniciaron un diálogo poético con el mundo a través de las revistas Penachos y Orto.

Director de La Defensa y La Montaña, forjador de asociaciones y bibliotecas, Navarro Luna se erigió como voz revolucionaria. Su primer libro, «Ritmos Dolientes» (1919), marcó el inicio de una prolífica carrera literaria. Comprometido con la causa obrera, se unió al Partido Comunista en 1930, enfrentando la dictadura machadista y la amenaza nazi-fascista.

Partícipe activo en la alcaldía comunista y las milicias nacionales tras la Revolución de 1959, Navarro Luna contribuyó a la limpieza del Escambray y la victoria de Playa Girón. Sus palabras resonaron en diversas publicaciones, desde «Revista de Avance Letras» hasta «Verde Olivo«, trascendiendo su tiempo.

Entre sus obras destacan «Corazón Abierto» (1922), «Refugio» (1927), «La Tierra Herida» (1943), y otras, donde su pluma se convierte en un eco eterno de resistencia y amor por la patria. Manuel Navarro Luna, poeta y guerrero de las letras, es un ícono literario que trasciende las páginas para perdurar en la memoria colectiva cubana.

Tienes que escoger tu muerte

Tienes que escoger tu muerte
como se escoge una flor.
Y verás que hasta el dolor
puede ser la mejor suerte.
El pecho, mientras más fuerte,
más tiene que trabajar
vida y muerte, para dar
su flor al camino pulcro
y que pueda su sepulcro,
siendo sepulcro, brillar.

Pues quien así no trabaja
vive con muerte. Vivir
puede cualquiera. Morir,
sin muerte, sólo el que baja
al sepulcro sin mortaja
y con latidos despiertos,
para ser, entre los muertos,
una conciencia anhelante
que en la sombra se levante
con los párpados abiertos.

Hay quien dice: «El tiempo es oro»
y en dinero lo convierte.
Y hasta comprar una muerte
quiere con ese tesoro
Mas en delirante coro
de furias y de agonías,
las sombras, tercas y frías,
hunden, con un golpe fiero,
al que cambia por dinero
el tesoro de sus días.

Pero al que exprime su hora
que es cual milagrosa fruta,
y de sus miles disfruta
con larga ansiedad creadora,
podrá construir la aurora
sobre la sombra mayor,
y hasta convertir en flor
la muerte que nos destruye,
mientras, brillando, construye,
con luz, su vida mejor.

Canción del niño negro y del niño blanco

Desnuda,
derrama sobre el suelo su larga trenza palpitante,
frente a la luna rota
de mi ventana.
El mejor vestido para las bellas desnudeces,
¿no es el lino ágil,
espíritu de maravillosos temblores,
de las espumas?
Su cuerpo, parpadeando como una joven primavera,
es,
para mis ojos
y para mi boca,
el mejor regalo.
Sensualidad desconocida del verano de la sensualidad.
¡Senos desnudos,
único verano!

2
¿Qué hacen aquellos niños?
¿Y aquellas mujeres perdidas en el monte del crepúsculo?
¿Y aquellos hombres pálidos?
¡Ansias,
sin rumbo,
que dejaron prendidas en el viento las plumas de sus alas!
Los niños fuertes,
llevan cántaros de hierro;
los niños débiles
llevan cántaros de oro;
los niños enfermizos,
llevan cántaros de nácar.
La estrella desciende con los senos desnudos,
y,
palpitando,
muere.

3
Alguien toca a mi puerta.
Espérate un instante…
¡El niño negro
y el niño blanco
arrastraron hasta mi puerta el grito áspero de la soledad!
El día,
para ellos,
no enciende las pupilas de sus cristales.
Sombra que echa raíces muy duras.
Tan sólo,
boca abierta del hambre.

4
El mendrugo agrio
—alguna piltrafa nauseabunda, regalo delicioso de los que han comido:
¡en sus despensas el pan fresco sonríe!—
a mordidas se lo reparten.
Después,
se miran asustados.
Y corren,
y caen,
heridos,
en la calle.

5
La cogimos tú y yo por los cabellos
y la arrastramos a la tierra.
Los sentidos radiantes del Universo se desgarraron
entre nuestros dedos,
y yo exclamé,
de pronto:
¿conoces esa voz que canta?
No era la voz de los niños hambrientos;
no era la voz de las mujeres pálidas;
no era la voz de los hombres enfurecidos por la envidia:
¡Era la voz de la estrella despedazada!

6
Están durmiendo, ahora,
el niño negro
y el niño blanco.
La noche,
con una lámpara encendida,
quiere ver de qué tamaño son sus sueños;
si son rojos,
o si son blancos.
Les abre los ojos y los golpea en la frente;
y les quema,
después,
los párpados.
¡Ninguno se despierta!
El niño negro
y el niño blanco
están dormidos sobre los colores verdes:
¡pétalos
del mendrugo amargo!

Estación terminal

En ella
tomamos
el pasaje
de primera
o de última clase
los nichos son los PULLMAN
Tienen salones espléndidos
departamentos cómodos
literas bajas
y literas altas
En ellos van
los ricos
los que pueden
los privilegiados
Los otros pasajeros
viajan siempre en los carros de tercera
o en el de carga
que es la fosa
común

Nochebuena

Al tenue resplandor que derramaba
el astro de la noche, en la coqueta
polvorosa ciudad, yo caminaba
con la calma de un viejo anacoreta.

Mientras veía de placer inquieta
la alegre muchedumbre que ambulaba
melancólicamente, en la secreta
angustia de los pobres meditaba.

¡Cuántos habrá –pensaba en esta noche,
cuando haciendo de júbilo derroche
ruedan las almas en beodo enjambre–

que en su tugurio mísero y sombrío
no hallen con qué abrigarse y sientan frío,
no encuentren qué comer y tengan hambre!

Un recuerdo para Hernández Catá

Hay una rosa dormida,
con su camino perfecto,
en el corazón directo
de su muerte, que es la vida. Una rosa amanecida
en toda su rosa está:
es la propia luz que va,
con su pétalo y su rama,
a la llama, que es la llama,
de Alfonso Hernández Catá.
Era un hermano… ¡qué hermano…!
Era un hermano mayor
con estrella en cada flor
y bandera en cada mano.
Era ese calor cercano
de corazón y de abrigo.
Era algo más: yo lo digo
siempre que digo su nombre:
era el tamaño de un hombre,
el tamaño de un amigo.
Dueño de un blanco velero
para ir a playas remotas,
entre un alba de gaviotas
cubrió siempre el derrotero.
Fue un corazón su sendero,
un corazón de navío
jamás con sombra ni frio
sino con velamen blanco
para el viaje, dulce y franco,
por el mar o por el río.
Fue más de lo que sabemos
en hondura y altitud.
Tal vez a su plenitud
con el tiempo llegaremos.
Sólo hacen falta los remos
que nos brinda su amistad,
remos de la claridad
para limpias travesías,
por el agua de sus días
que es agua de eternidad.

El regreso

A José Antonio Fernández de Castro

El tren les da las buenas tardes
a los postes del teléfono
que salen
a mi encuentro
con los brazos
abiertos
Ya estoy en la estación y mi ciudad
que acaba de darse un baño
en la ducha del aguacero
con su cabellera
de hilos eléctricos
mojada todavía
me estrecha fuertemente contra su pecho
y me acaricia
con los dedos
de sus calles
Después
entre un grupo de árboles que me acompañan
agitando en el aire sus sombreros
camino lentamente hacia la casa
que con el rostro embadurnado de polvo y colorete
estaba esperando mi regreso
Allí me abrazan todos
Primero
que nadie
mi
perro