Poetas

Poesía de México

Poemas de Paula Alcocer

Paula Alcocer, destacada escritora mexicana, dejó una huella perdurable en la literatura con su profunda poesía y su vívida conexión con Guadalajara, su hogar adoptivo. Nacida el 25 de septiembre de 1920 en Salamanca, Guanajuato, y fallecida el 12 de enero de 2014 en Guadalajara, Jalisco, Alcocer vivió una vida rica en experiencias y expresión creativa.

A pesar de haber pasado parte de su niñez en Estados Unidos, Paula Alcocer regresó a México a los doce años, marcando el comienzo de su inquebrantable relación con su país natal. Estudió Química Farmacéutica en Guanajuato, donde sembró las semillas de su futura carrera literaria.

El camino literario de Alcocer se consolidó con la publicación de varios libros de poemas a lo largo de su vida. Entre sus obras más destacadas se encuentran «Párvula voz» (1950), «Poemas» (1951), «Entre la fiesta y la agonía» (1960), «Muerte en junio» (1980), «Aún hay sol en las bardas» (1996), «De la vejez y otra alborada» (1999), y «Tiempo de ángeles» (2000). Cada uno de estos libros es un testimonio de su habilidad para capturar la belleza y la complejidad de la vida a través de la palabra escrita.

La poesía de Paula Alcocer está marcada por una profunda sensibilidad y una atención meticulosa a los detalles de la existencia cotidiana. Sus versos transmiten una conexión genuina con la naturaleza, la nostalgia y las emociones humanas universales. A través de su poesía, Alcocer logró trascender fronteras geográficas y temporales, tocando el corazón de sus lectores con su sincera expresión artística.

Paula Alcocer, con su prolífica producción literaria y su dedicación a la poesía, se convirtió en una voz importante en la escena literaria de Guadalajara y México en general. Su legado perdura como un recordatorio de la belleza que se encuentra en las palabras y en la vida misma. Su fallecimiento el 12 de enero de 2014 dejó un vacío en el mundo de la literatura, pero su poesía sigue viva y continua inspirando a generaciones futuras.

Otoñal

Caliéntame tú aún, sol de mi tarde,
y en mi sellado corazón derrama
el oro de tu lumbre,
porque en tu lumbre se derrita y arda,
porque en tu lumbre el corazón avive
su puñado de brasas
y duerma al fin, cuando la noche llegue,
soñando que tu luz dora y traspasa,
flechas de eterno sol,
piedra, paisaje y alma.

La puerta

¡Cómo en lo oscuro, cada vez más triste,
se va quedando sola, cerrada para siempre,
la doble cárcel muda de la puerta!
¡Cómo en la estéril libertad del aire,
en la clausura ciega
de la estancia porfiada y taciturna,
la dividida rosa de mi vida
vanamente golpea!

Vanamente, sola y sin soledad,
hasta que el corazón, único ya
y desnudo al fin, aprenda
la inmóvil plenitud que habrá de abrirle,
a solas y en lo oscuro,
la rosa verdadera.

Esperanza

Aguardo todavía;
aguardo aún, alta de hogueras y de signos,
dócil de llanto y de preguntas ciegas.
Aguardo en esas horas oscuras y secretas
cuando en la carne un ángel negro ofrece
testimonios de heridas infalibles,
y entre emplazada muerte y predicción de auroras
una aciaga vendimia de arenas y ataúdes
las sienes extasía.
Cuando los nombres duelen
como un muro de gritos y fantasmas terribles
y en la tierra vencida de los hombres sin alas
aran lentas, unánimes espinas,
la noche y el silencio.
Aguardo aún, endeble caña en éxtasis,
de pie sobre mis ruinas.

Porque escucho la isla
solitaria y distante del reposo
crecer como remanso de nubes amantísimas
entre el sueño y el alba.
Y la oigo crecer y levantarse,
relámpago de playas,
y diestra en llanto y sales a socorrerme
con la fresca merced y el refrigerio
de un ala sosegada.

Este sueño insumiso

Ella, la otra que me habita,
la que vela, loca, ataúdes vacíos
y dice palabras que yo ignoro;
la que su duro cautiverio exalta
con fiero don de lenguas
y en el pecho, ejército de heridas,
le combaten el sueño y la tormenta;
la que puede llorar aún
cuando yo callo,
ella, la mujer que me habita,
ciega sufre mientras yo la miro
con mi rostro prestado
y mis ojos discípulos fieles de las piedras.
y yo le digo:
“Quedémonos aquí;
dura milicia, interminable guerra
son sólo nuestros días,
puerta de polvo el corazón sin ecos.
Quedémonos aquí, ya quietas,
y que la ruina acabe
por comernos los huesos”.
Un pulso de fantasmas lento enfría
el licor de mis sienes,
pero ella, la otra que me habita,
llora rebelde aún, y huye,
y a su sueño insumiso mis palabras
son endebles barricadas de arena.

El regreso

Yo vengo desde un lejano país
situado al borde eterno de los ríos
con mis ojos adultos y mi sueño,
a guerra y claridad predestinada.
Vengo a habitar la orfandad de las piedras,
a gritar mi palabra en el silencio
de los muros hostiles;
vengo a buscar mi rostro en los espejos
de las habitaciones olvidadas
y en las furtivas máscaras que el sueño,
preceptiva de polvo y rebeldía, inventa
sobre el rostro más cerrado y fiel
de la ceniza.

Una secreta enemistad de espadas y presagios
borra hallazgo y retorno, y me defiendo apenas,
a duras potestades dada en servidumbre:
he venido a llorar mi soledad
en las ciudades extranjeras,
he venido a llamar en los opacos
aldabones enlutados,
a romperme los puños en el polvo
de las aras desiertas
y en los ciegos cristales
invadidos de muerte y de maleza.

Junto a extranjeros ríos, junto a las piedras lloro
el perdido solar de mi patria intachable,
la sólida privanza de aquel sueño
distante y poderoso.

Contra inhóspitos muros y contrarios cielos
me revuelvo en vano
y en vano mi dolor tercamente golpea
su pálida palabra en los escombros.
¡Ay, pero mi nombre me será devuelto,
la intransferible angustia de mi nombre
de enamorado polvo y ángel sometido!
Y en la obediente soledad de este viaje de plomo
escucharé de nuevo
la palabra secreta que me cierra el paraíso.

Jesús se abraza a la cruz

Acércate, bienamada,
la de los brazos abiertos.
A ti corro enamorado
con un ciclón de deseos.
Tengo sed de tu regazo
para morir en silencio.
Amada, la presentida
desde los montes eternos,
la elegida por el Padre
para el Varón Unigénito,
eres morena de sol
y tienes olor a cedro;
yo pondré sobre tus hombros
el lino en flor de mi cuerpo
y un rojo manto prendido
con cinco rosas de fuego;
¡divino traje de boda
en el abrazo supremo!
Ven a mis brazos, Amada,
la de los brazos abiertos.
Bajo la noche del odio
iremos por el sendero
relampagueante de gritos
y enraizado de tropiezos:
¡que el amor siempre camina
por sendas de sufrimiento!
Cuando estemos en la cumbre
unidos los dos y quietos
en holocausto humeante,
transverberados de fuego,
una nueva epifanía
alumbrará Tierra y Cielo.
Serás llamada Señora
y Madre de muchos pueblos.
Vendrán a ti con sus dones
los reyes del mundo entero.
Con tus brazos extenuados
serás rosa de los vientos
que conduzca caminantes
a mi Corazón abierto.
Los que a Mí quieran venir
tendrán que amarte primero.
Salgamos y ya, Bienamada:
la de los brazos abiertos.

Temporalidad

Infinitesimal
paréntesis del tiempo.
Vivencia de vida que se vive
en una eternidad.
Casual casualidad
del grano de arena o de mostaza.

Hombres de barro y lodo
se agitan bizantinamente
en una cabeza de alfiler
en busca de los ángeles;
aguja de un espacio hecho en pajar;
farol que alumbra adentro
(afuera es la oquedad
del tiempo sin principio y sin final).

El tiempo son espacios
sin voz y sin resquicios
de instancias terminales.
Vive a tiempo, hacia adentro,
tu tiempo temporal
y deja al tiempo su ser de eternidad.