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Poesía de Chile

Poemas de Romeo Murga

Romeo Murga fue un poeta y traductor chileno que nació en Copiapó el 17 de junio de 1904 y murió en San Bernardo el 22 de mayo de 1925, a causa de la tuberculosis. A pesar de su corta vida, dejó una obra poética de gran calidad y una labor de difusión de la literatura francesa a través de sus traducciones.

Desde niño mostró su interés por las letras y la música. Estudió en el colegio La Merced, el Liceo Alemán y el Liceo José Antonio Carvajal de su ciudad natal. En 1920 se trasladó a Santiago e ingresó al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde se tituló de profesor de francés. Allí conoció a otros jóvenes poetas como Pablo Neruda, Eugenio González, Armando Ulloa y Víctor Barberis, con quienes compartió su pasión por la literatura y la política.

Fue un activo militante estudiantil y participó en las luchas sociales de la época. En 1923 recibió el primer premio en el concurso del elogio a la reina de la primavera con El libro de la fiesta, junto a Barberis. Al año siguiente fue nombrado profesor en el Liceo de Quillota, donde tuvo como alumno al futuro escritor Luis Enrique Délano.

Su obra poética se caracteriza por una delicada sensibilidad y una musicalidad que recuerda al simbolismo francés, especialmente a Paul Verlaine, su principal referente. Sus poemas expresan los sentimientos de amor, soledad, nostalgia y muerte que lo acompañaron durante su breve existencia. Algunos de sus libros son La lejana (1924), El canto en la sombra (1956) y Clara ternura (1955).

Como traductor, realizó una importante labor de divulgación de la cultura francesa en Chile. Tradujo obras de autores como Paul Fort, Anatole France, Marcel Schwob, Charles Nodier y Henri Barbusse, entre otros. Sus traducciones se publicaron en revistas como Iris, Claridad, Educación y cultura y Zig-Zag. También dirigió la revista Floreal.

Romeo Murga fue un poeta y traductor precoz que dejó una huella imborrable en la literatura chilena. Su obra es un testimonio de su talento y su sensibilidad, así como de su compromiso con su tiempo y su país.

Morirás un día

Y la noche terrible se te entrará en los huesos.
(Acaso en nuestras horas de amor lo presentiste).
En tu morada oscura, la canción de mis besos
pondrá un temblor de almohada sobre la tierra triste.

Mi espíritu a tu lado velará sin descanso,
disipando las nieblas oscuras de la muerte.
Sentirá que la vida se va como un remanso,
y frente a los misterios, se creerá más fuerte.

Tú no estarás inerte.
Te abriré mi memoria.
y olvidaré, a tu lado que tengo que vivir,
y junto a tus despojos, apuraré la gloria
de vivir como un muerto, mirándote dormir…

Ausencia

Veinte ciudades de hombres me separan de ti,
pequeñita que llenas mi corazón tan grande.
Entre nosotros dos, la distancia enemiga
aleja nuestros cuerpos, ávidos de estrecharse.

La lejanía yergue sus muros invisibles,
en donde nuestras manos vanamente golpean.
Miro, a través de largo camino polvoriento,
tus brazos cariñosos que, allá lejos, me esperan.

Estás ausente tú, la que no ha muchas tardes
se ceñía a mi cuerpo con amoroso lazo;
la que llenó de amor con su carne aromada
la trémula oquedad que le hicieron mis brazos.

Y hoy estos brazos caen, vencidos, agobiados.
La vida, en torno a mí, se desliza tranquila.
No estás tú, mi pequeña, no estás, y este hombre triste
no ha de mirarse al fondo de tus negras pupilas.

Otros ojos te ven y yo no puedo verte,
yo, que te sé mirar como nadie te mira.
Almas de otros recogen tu perfume de pena,
cuando en las tardes tristes, tu corazón suspira.

Mal de ausencia es el mío, y el tuyo es mal de ausencia,
mal de quererse mucho sin poderse querer,
sin que puedan los labios decir eso divino
que en el beso se dicen el hombre y la mujer.

Hoy, el cielo está gris, y mi alma gris, pequeña.
allá donde tú estás se alza toda la aurora.
Sólo con tu recuerdo -la recordaba lejos-
busco el rincón distante donde te encuentras, sola.

Y pienso que mañana te encontraré de nuevo.
de nuevo, en carne y alma, junto a tu amor, feliz.
Pero la vida es corta, mi pequeña, muy corta,
¡y un día de mi vida, yo he pasado sin ti!

Canción en la hora del olvido

Ya nuestro amor no es nada sino un recuerdo, y una
claridad imposible sobre la vida mía.
ya todo nos separa, ya nos aleja todo,
y entre nosotros corre, como un río, la vida.

Pasas junto a mi lado como si no pasaras,
y yo no me detengo para verte pasar.
El eco de tu voz ya no me dice nada,
y tu luz infinita no me ilumina ya.

Y sin embargo, somos los mismos que una tarde
se juntaron en ésa, tu mirada profunda.
Somos los que una noche callada aprisionaron
toda la paz de Dios entre sus manos juntas.

Somos los que se amaron y los que se olvidaron,
los que perdieron ya su infinita alegría.
Pero en ese pecado que Dios no ha perdonado,
no fue tuya la culpa, ni fue la culpa mía.

Qué culpa tengo yo, mujer, si así como otros
tienen el vino triste, yo tengo el amor triste!
Y tú, que culpa tienes, si con tu alma traviesa
no puedes comprender lo que no comprendiste.

Lo que no comprendiste: mi amor -llama y fulgores-
ardiendo tras mis frías palabras cotidianas;
mi amor -luna risuela sobre mis torvas noches,
y rubio sol ardiente que alegró mis mañanas.

Ya mi amor no es nada, sino el recuerdo de algo,
claridad imposible sobre mi vida oscura.
Yo recojo, en silencio, las perdidas palabras.
tu seguirás viviendo sin recordar ninguna.

Pero en mí quedará lo que fue en ti divino.
Todo yo fui un camino que tu hollaste, al acaso,
Todo fui un camino, y sobre ese camino
no ha de borrarse nunca la huella de tus pasos…

Con baja y lenta voz

Nadie lo sepa, amada, y a pesar del espacio
que nos separa, hablemos con baja y lenta voz
de aquel amor que yace, como un niño dormido,
sobre mi corazón, sobre tu corazón.

Tú eras una divina mujercita pequeña;
cabellera de sol, grandes ojos de sombra.
Yo tenía tan sólo mi corazón que tiembla;
yo no era más que un niño aspirando una rosa.

Rosa que todavía me perfuma las manos,
y nunca será flor entre las manos de nadie,
porque le dió su sabia mi corazón extraño
que es una rosa viva, de pétalos de sangre.

Puro y claro, mi amor me dio el gozo y la pena,
la pena de perderlo para no hallarlo más.
¡Por qué no te amé siempre de lejos, de muy lejos,
como el mar a la luna, como la luna al mar!

Así no sufriríamos de este recuerdo, ahora,
Pero no… consolémonos y bajemos la voz.
Nos endulzó y pasó, como todas las cosas.
Calla. No maldigamos, ¡Si nos oyera Dios!

Cuando seamos viejos

Cuando seamos viejos, todo este amor enorme
se irá por los caminos y brotará en los huertos,
y será una ilusión muy lejana y deforme
que enturbiará la paz de nuestros ojos muertos.

A la tarde, soñando con lo que ya no se ama,
mascaremos recuerdos de amor en el tabaco,
y el amor temblará como una débil llama
en nuestra carne vieja y en nuestros rostros flacos.

Todo el pasado claro se asomará a tus ojos
y dormirá en tus ojos una eterna agonía,
ya no nos dolerán ni guijarros ni abrojos
y apenas sufriremos de vivir todavía.

Sólo nos quedará la voz, y no la misma
con que hoy, serenamente, nos besamos de lejos.
De esta ternura inmensa que en nosotros se abisma,
¡cómo iremos a hablar, cuando seamos viejos!

El organillo

Organillo sonoro de la música vieja,
¿Qué poema doliente se estremece en tu voz?
Esa canción amarga que se acerca y se aleja,
¿es un suspiro largo, o es un supremo adiós?

¿Qué quimera brutal, vieja y desconocida,
allá en tu pecho engendra esa trémula voz?
¡Has querido ser triste para llorar la vida,
o es que quieres ser hombre para sentir a Dios?

Organillo sonoro de la música vieja,
de la canción amarga que se acerca y se aleja,
yo te daré mis sueños, tú me darás tu voz,

y así, en el curso largo de esta senda afligida,
los dos seremos tristes para llorara la vida,
los dos seremos hombres para sentir a Dios.

Lejana

Como el sendero blanco porque vuela mi verso,
eres tú, toda llena de cosas lejanas.
Llevas algo de extraño, de sutil y disperso
como el polvo que dejan atrás las caravanas.

Amas la lejanía y eres la lejanía.
No has soñado jamás con la paz de tus lares.
Tienes el gesto claro y la blanca osadía
de las velas que parten hacia todos los mares…

Todo tu camino sabe de tus huellas. Los montes
y el viento te desean. Tú -sin saber acaso-
reclinas tu cabeza sobre los horizontes.
como sobre un regazo.

Y otra vez al camino, al viaje comenzado,
a las cosas lejanas del dolor y la muerte.
Si alguna vez, mujer, pasaras por mi lada
yo no podría detenerte.

Me quedaría inmóvil, no me querría asir
a tu pálida veste de ensueños y azahares;
sólo por la tristeza de mirarte partir,
como una vela blanca, hacia todos los mares…

Madres de los poetas

Madres de los poetas que en el pasado han sido,
vengo a hablar con vosotras de vuestros hijos tristes.
Carne doliente, en vuestras entrañas han dormido
y no los conocisteis.

Madres de los poetas que en el presente son,
con vuestra eternidad de ternuras y arrullo
calmaréis a los mares y al viento arrasador,
pero no al dolor suyo.

Madres de los poetas que mañana serán,
sobre la tierra fría se perderán sus pasos;
buscarán nuevas sendas y nunca dormirán
sobre vuestros regazos.

Madres de los poetas que son, serán, y han sido,
garganta de esos cantos, surco de esas semillas,
árbol que no dio flores y que en otoño ha visto
dispersarse a lo lejos sus hojas amarillas.

Vosotras que supisteis su inocencia primera,
gritad que fueron buenos y que amaban a Dios.
Grande fue su pasión por la carne terrena,
pero más grande fue su amor.

Llorad por sus dolores y sus ansias secretas,
por sus manos crispadas y por sus alas rotas.
Llorad por vuestros hijos, madres de los poetas,
que, por consolaros, lloraré con vosotras.

Mi voz no es más que un eco

¿Qué he de hacer con mi voz sino cantarte siempre,
sino decirte siempre que eres bella y que te amo?
Toda mi poesía, oh Amada, no es más que eso:
el vasto nombre ardiente de amor con que te llamo.

Estás en mis cantares, bella y eterna y sola,
mostrando tu divino modo de ser hermosa.
¡Las que se inclinen sobre mi río de canciones,
sólo verán al fondo tu imagen temblorosa!

Mi poesía toda te circunda, como alta
ciudad maravillada de tristeza y de música,
llena del inocente fulgor de tu mirada,
y el rubio resplandor de tu cabeza rubia.

Pasa entre mis versos como entre los rosales
de tu jardín, desnuda de vanidad terrena,
alegre como tú; como yo, melancólica
llena de mis sollozos, y de tus risas llena.

Todos mis cantos tienen el brillo de tus ojos
y tienen el perfuma cruel de tu corazón.
Si tú eres amorosa canción rubia y humana,
mi voz no es más que el eco triste de esa canción…

Morena

Morena de ojos negros, como la noche negra
desde donde han venido mis temblorosos pasos.
Morena, la romántica, la pequeña, la risueña,
cuyo cariño duerme como niño, en mis brazos.

Dulcemente morena, como la sombra humilde
de tus livianos rizos en tus leves ojeras.
Morena, suavemente, como el reflejo que hacen
las ondas de tu crespa y oscura cabellera.

Morena como el alma de la noche más diáfana,
como el rostro invisible del silencio y la pena.
Morena como el sueño, como la sombra, y como
la cara eternizada de la tierra morena.

Morena, pero llena de claridad divina.
Morena, pero hermana de la alborada rubia.
Tras largas horas grises, amaneciste en mi alma,
como un día de sol tras un día de lluvia.

Morena; pero es luz tu mirada y tu acento,
y ese gesto infantil que de gracia te llena.
Morena; pero alumbra las sombras de los hombres,
como un sol infinito, tu sonrisa morena.