Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Alberto Escobar Ángel

Alberto Escobar Ángel (Medellín, 10 de junio de 1940 – 21 de diciembre de 2007) emerge en la escena literaria colombiana como una figura icónica y provocativa. Su legado poético, enmarcado por su participación destacada en el movimiento nadaísta, lo consagra como una de las voces más singulares y excéntricas de su época.

Escobar Ángel, tras una etapa de estudios medios y breves incursiones en distintos oficios, incluyendo el de ortopedista, decide consagrarse por completo a la escritura. Su inquietud artística encuentra eco en el Movimiento Nadaísta, donde se codea con destacados exponentes como Gonzalo Arango, Elmo Valencia y Jotamario Arbeláez.

En su obra, Escobar Ángel se adentra en la exploración de la forma y el contenido, buscando dar voz a las complejidades y vicisitudes que atraviesan la existencia humana, cada vez más desprovista de significado. Su escritura desafía la inspiración fugaz y superficial, proponiendo que esta es una disciplina que desestabiliza y desentraña los lugares comunes, abriendo el camino hacia la auténtica creación.

Entre sus obras destacadas se encuentran «Sinónimos de la angustia» (1964), una pieza literaria que resonó en el ámbito poético de la época, y «La canción del cantante y odalista Andreas Andriakos» (1990), una obra que evidencia su constante exploración de nuevas formas de expresión.

El legado de Alberto Escobar Ángel perdura a través de sus escritos, los cuales han dejado una marca indeleble en la literatura colombiana. Su fallecimiento en 2007, a raíz de un infarto de miocardio en su residencia en Medellín, dejó un vacío en el panorama literario, pero su influencia perdura, sirviendo de inspiración para nuevas generaciones de escritores y poetas.

LAS HONRAS DEL LECHO

I

Viene el viento a visitarme
y viene en el viento, otra vez, un recuerdo.
Vuelve el viento —rapsoda ebrio, aflato efímero—,
el viento que en otras partes ya ha cantado sus himnos de exterminio o ha sembrado de oro
los eriales.
…un recuerdo viene en el viento
—tal vez en ese mismo viento que vaga, desnudo,
desde hace tiempo, por el mundo,
o en el viento que, a veces, riza la piel del estanque.

En la tarde tranquila, en la tarde diáfana
ha vuelto el viento, el viento de antes, trayendo un recuerdo
—un recuerdo que ahora, conmigo, se sienta en este banco del parque.

II

En este banco del parque me he sentado
a fumar en la tarde calma la pipa del tedio,
a recitar el olvidado canto del cantante mudo,
la estrofa trunca de una cantiga lerda.

(…un signo aciago de tempestad hincha
el aire lelo de la canícula inminente
mientras en el rescoldo del corazón
se aviva la llama de un recuerdo).

¿Dónde, entonces, se inscribe ese nombre de presencia arcaica que,
como el del pedestal de la estatua, tuve grabado en caracteres claros sobre el pecho?

III

…sobre los vestigios de una pasión antigua
—como una estatua escueta sobre el parque—
se yergue la mole del deseo.
De las ruinas de la memoria
emerge el anacrónico discurso
y es tu cuerpo, otra vez,
la visión alucinada y la elucidación del canto.

(Por entre los vericuetos del corazón se traza
—¡oh ingeniero desolado!— un camino evanescente:
…frutas hubo esta tarde —las del tiempo—,
y nunca fue más trasparente tu presencia).
¿Con qué (sino tú)
y de qué (sino de ti)
se elabora y nutre el canto?

IV

Emite la onda —y no prospera.
(Es el cruce de aquella señal siniestra
que choca contra la memoria).
Un claro hay en este barullo
—y es, justo, de donde emerges.

Presencia ausente asida al recuerdo
como un náufrago se abraza a un tronco a la deriva,
la tarde te contiene, enmarañada entre lúcidos laureles
y un vago memorar vano (alto como el muro de una cárcel,
ancho como un río que —al fin—, no se cruza).

V

Acostarse a tu lado como a la orilla de un lago
y despertar adosado a tu cuerpo
como una barcaza surta ahí, y abandonada…
Es la mañana detrás de los cristales de la ventana,
el mundo desparramado más allá de nosotros mismos,
la muerte que del otro lado de tu respiración tenue nos espera.
El silencio que hay en tus labios y el mutismo que se dice en los míos
están hablando de las enardecidas batallas que contuvo la noche.
Amantes vencidos, hemos relegado una victoria
a la callada confrontación de nuestros cuerpos.

VI

Como se desprende, de súbito, un gajo desde lo alto del árbol
y se funde con el fondo del estanque quieto,
sucumbe el deseo —sonámbulo ciego— en las cisternas sórdidas del sueño.

(…que, entonces, en la tarde —de grises triste y de magentas tersa—
me sea propuesta —pura e íntegra— tu desvaída imagen mate).

VII

Yacemos, en silencio, al amor de la lumbre.
Con nuestras propias manos hemos aparejado el lecho.
Sé —en lo hondo— que, en el canto catártico, y de todos modos, a ti me debo.
Es el lecho, sin embargo, al que con obnoxia evocación,
ahora y aquí —y en nuestro nombre—, honro.

VIII

Barrunto el recuerdo en el viento que barre el parque
—excita el cuerno lo cazado, y presa es.
Desnuda, acaso, quedas atrás como una diosa de mármol
expuesta a la suerte de los impluvios
y a la de otros enigmas que aun no nombro.