Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Jorge Rojas

Jorge Enrique Rojas Castro, nacido en Santa Rosa de Viterbo el 20 de noviembre de 1911, Jorge Enrique Rojas Castro dejó una huella indeleble en la literatura colombiana como escritor, poeta, abogado y editor. Sus padres, Luis Alejandro Rojas Pérez y Ana Rosa Castro, le brindaron el contexto para que floreciera su innato talento.

Desde los albores de su carrera, Rojas se destacó como el fundador del grupo literario «Piedra y cielo» en 1939, revelando su afinidad por las influencias de Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda. Su poesía, inicialmente marcada por «La Forma de su Huida» (1939), evolucionó hacia una tonalidad americanista y un enfoque íntimo y sensual, manifestándose en obras maestras como «La Ciudad Sumergida» (1939) y «Rosa de Agua» (1941).

El poeta, también conocido como el padrino de los cuadernos homónimos, no solo dejó una marca indeleble en la poesía colombiana, sino que también desempeñó un papel fundamental en el panorama cultural como el fundador y primer director del Instituto Colombiano de Cultura (COLCULTURA) en 1969.

Rojas dejó un legado tangible al donar el terreno para la construcción de la iglesia y el Colegio de Quiba, una localidad al sur de Bogotá. Allí, la naturaleza y la cultura se entrelazan, gracias al santuario hídrico y la hermosa iglesia San Martín de Quiba, construida por el poeta en 1954. Este espacio no solo refleja la generosidad de Rojas, sino también su compromiso con el bienestar común y la preservación del entorno.

En su último poemario «Huellas» (1993), Rojas demostró su madurez poética al fusionar elementos clásicos y románticos españoles, explorando temas eternos como el tiempo, la muerte y el amor. Su legado perdura no solo en la poesía, sino también en los rincones encantadores que él mismo contribuyó a forjar, recordándonos que las palabras de un poeta pueden trascender las páginas y convertirse en paisajes vivos y palpables.

VIDA

Vivir como una isla,
lleno por todas partes
de ti, que me rodeas
ya presente o distante

con un temblor de luz
primera, sin pulir,
sin arista de tarde,
ni sombra de jardín.

Y ángeles en espejos
guardando tu mirada
para hacerse verdades
y noches estrelladas.

Ella

Poma en sazón. Y el tallo estremecido
de la vida se alza tan ileso
que parece tan sólo el claro peso
de la luz el volumen florecido.

Nada más dulcemente sometido
que el aire a su existir, hay algo en eso,
como de pulpa prodigando el beso
de aroma su contorno diluido.

El aroma no es más que la distancia
entre la fruta y ella. Si muriera,
¿ya para qué el perfume? Sin fragancia,

¿para qué la manzana? Si pudiera
ella ocultar su cálida sustancia
el cuerpo de las frutas no existiera.

EL AMOR

Estar nuestro querer
gozándose en sí mismo
al pasmo de un instante
no soñado. Vivido.

Sin pedir ni dar nada
ver mi fondo en tu fondo.
Ser objeto e imagen
como el agua del pozo.

Beatitud de lo cierto:
aquiescencia de Dios.
Nescencia de la duda:
presencia de tu amor.

Verdad de ti

Aquí quedó la forma de tu huida.
Como la flor tronchada, en el vacío
queda erguida en perfume, el canto mío
te levanta en el aire, florecida.

El tallo de mi voz tiene tu vida
en su rama invisible, como un río
levísimo de llanto o de rocío
la más lejana estrella sostenida.

Como el mar que se fue queda evidente
en el empuje manso de la ola
dibujada en la arena, dulcemente

te me vas y te quedas -forma sola
de tu no ser- presente en mi presente
como erguida en perfume la corola.

CREPÚSCULO

Intuyo tu presencia.
Silencio de tu voz.
Vives en el paisaje.
Pura prolongación.

Nos llaman. Despertamos.
Van tus cabellos sueltos
-estandartes de sol-
comandando los vientos.

Los caballos galopan
y la tarde agoniza.
¿Brisa? Ciclón al frente
de rosas amarillas.

Niña

Niña en el tacto de la luz te siento
diluida en palabras, gesto, risa,
levemente agitada por la brisa
que dan las alas de mi pensamiento.

Niña que pasas con el movimiento
sin curso de la flor, lleva tu prisa
un amoroso tiempo de sonrisa
en cada eternidad de tu momento.

Niña que traspasándome la frente,
como flechas de sol un claro río,
haces pensar en ti tan dulcemente.

Está tu voz en el espacio mío,
salvándome el instante, como un puente
hecho sobre una gota de rocío.

PRELUDIO DE SOLEDAD

Vagaré bajo la sombra y las estrellas
que conocen mi frente y sus desvelos,
contaré como pétalos sus rayos
sin pedir al azar su vaticinio.

Quiero con mis pisadas
recorrer hacia atrás,
horas que se quedaron extasiadas
en el reloj que el sol eternizaba,
y repetir: ¡Dios mío! ¡Cuántos nombres!

Criaturas, norte, sur, sólo viento y ceniza,
ebrios itinerarios que extraviaron mis brújulas.

Hay algo indefinible entre el follaje,
un olor de mujer que no regresa.
Ya las palabras no tienen el deleite del labio,
se borran en el aire como saetas de humo,
caen en la hojarasca
ajenas a su rumbo y su herida.

En una escondida copa,
el alma ha guardado todas las caricias
y cuando la luna me alarga los brazos
por sobre los senderos
y no encuentro a nadie vivo
acerco sus bordes a mi sed.

Sin olvidar que un gran silencio
soporta otros silencios,
y así se levanta la torre
donde habitó la soledad.

LA SOLEDAD

Siempre la soledad está presente
donde estuvo la voz y fue la rosa,
en todo lo de ayer su pie se posa
y le ciñe su sombra dulcemente.

El recuerdo que está bajo la frente
tuvo presencia. Fuente rumorosa
fue su paso en la tierra, cada cosa
lleva su soledad tras su corriente.

Es soledad la miel que dora el seno
y soledad la boca que conoce
su entregado sabor de fruto pleno.

Cada instante que pasa, cada roce
del bien apetecido, queda lleno
de soledad, al tránsito del goce.

Angustia del amor

Bajo mi piel, ¡qué viento enloquecido,
por valles de la sangre y sus colinas,
estremece un rosal, de más espinas
que de fragantes rosas florecido!

¡Qué agreste furia, qué hórrido sonido
de árbol cayendo y ciegas golondrinas
convoca su ulular entre las ruinas
de un efímero beso consumido!

¡Qué amargo mar su desatado llanto
encrespa entre mi ser! ¡Qué tolvanera
de angustia envuelve el hálito del canto!

¡Amor, fugaz Amor! Sin ti no fuera,
dentro de mí, un vértice de espanto
la hora, en cada instante pasajera.

Narciso

Ojos de mar y senos como olas;
largos muslos de río, y cabellera
fluvial bajo la espalda, ella era
toda de agua y líquidas corolas.

buena para la sed; y verdes colas
de sirena cruzábanle la esfera
de la pupila; el sueño se volviera
delfín para gozar su amor a solas.

Sexo y canción, yo estuve de rodillas,
doblado, como un junco, aún me veo
sobre sus transparentes maravillas.

El agua se entreabrió y un aleteo
de cristales cruzó por sus orillas
y allí cayeron cántico y deseo.