Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Jorge Zalamea

Jorge Zalamea Borda, nacido en Bogotá en 1905, emerge como una figura colosal en el paisaje literario colombiano del siglo XX. Desde su juventud, Zalamea cultivó una relación profunda con las letras, influenciado por el ambiente bohemio del Café Windsor y nutriéndose del espíritu vanguardista de Los Nuevos, donde encontró en León de Greiff un mentor y compañero de ruta.

Sus primeros pasos en el periodismo y la crítica teatral marcaron el inicio de una carrera que pronto lo llevaría a explorar múltiples facetas del arte y la política. Viajes por América Central y Europa avivaron su curiosidad intelectual y ampliaron su visión del mundo, dejando huella en su obra temprana, como su primera obra publicada, «El regreso de Eva«.

La diplomacia le brindó nuevas oportunidades de enriquecimiento cultural y social. Desde España hasta Londres, Zalamea dejó su marca como escritor y pensador, con ensayos políticos y reflexiones sobre el arte y la sociedad. Su encuentro con Federico García Lorca y su vínculo con Saint-John Perse marcarían su obra y su vida de manera indeleble.

El exilio en Buenos Aires durante los turbulentos años del Bogotazo y el gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez no lo alejaron de su compromiso con la palabra y la denuncia. A través de la revista «Crítica», Zalamea desafió la censura y se erigió como voz crítica y profética en medio del caos político y social.

Su regreso a Colombia, marcado por la violencia y la represión, no lo alejó de su misión poética. La publicación de «El gran Burundún-Burundá ha muerto» y su monumental poema en prosa «El sueño de las Escalinatas» reflejan su inquebrantable compromiso con la justicia y la libertad.

Premiado y reconocido internacionalmente, Zalamea fue un hombre de principios, cuya integridad y valentía lo llevaron a enfrentarse a los poderes establecidos y a defender sus convicciones hasta el final. Su legado perdura en su vasta obra y en la memoria de aquellos que encuentran en sus palabras una voz de resistencia y esperanza.

Imprecación del hombre de Kenya

Y si me da la gana de atravesar a nado el enorme río?
Y si me da la gana de empinarme más que la girafa?
Y si me da la gana de hacerme con la piel del ocelote un escudo y con su cola
un adorno?
Y si me da la gana de ganarle en la carrera a la gacela?
Y si me da la gana de asustar al león con sólo un grito y una tea encendida?
Y si me da la gana de hacer del elefante mi amigo?
Y si me de la gana de cazar al cocodrilo con sólo un palo aguzado ?
Y si me da la gana de hincar los dientes en la fruta, en la pulpa de la niña o en el
hombro de mi enemigo?
Y si me da la gana de tallar en un trozo de ébano la cabeza de la niña?
Y si me da la gana de los sortilegios?
Y si me da la gana de palpar todo mi alto cuerpo lustroso?
Y si me da la gana de empaparlo con aceites?
Y si me da la gana de coronar mi cabeza con multicolores penachos
cimbreantes?
Y si me da la gana de llevar a la niña al lugar en que el bosque canta?
Y si me da la gana de oler sus axilas entre las altas hierbas?
Y si me da la gana de oler su sexo asaltado por las hormigas?
Y si me da la gana de escuchar su dulce queja?
Y si me da la gana de danzar con ella la nocturna danza del amor?
Y si me da la gana de que los gallos salvajes se esponjen en torno nuestro ?
Y si me da la gana de que las luciérnagas se prendan a los largos pezones
morenos de mi niña?
Y si me da la gana de que toda la tribu muestre sus dientes de coco, riendo con
mi hijo recién nacido?
Y si me da la gana de ver a centenares de niños jugando con el agua, las frutas
y el lodo en nuestra aldea?
Y si me da la gana de oír a nuestras mujeres piloneando el millo?
Y si me da la gana… ?
Y si me da la gana de trepar hasta la cima del monte Kenya para ver desde allí
mi país, todo mi país, toda mi gana?
Y si me da la gana de tenderme al sol para medir con mis hombros y
mis ríñones y mis piernas toda mi tierra, mi tierra, mi tierra nativa?

¡Ay, ay, ay!
Dónde está esa tierra, la que fue mi tierra, mi tierra propia?
Apenas le alcanza el día al sol para lamer con su lengua caliente esa
tierra, toda la tierra que rodea al que fue mi monte Kenya,
y el hombre kenyata no tiene ya de su tierra con qué hacerse una estrecha casa
de muerto!

Y si me da la gana…?
¡Gana de mi libre gana!

El grito

Un grito,
un grito,
un grito

más duro que el dentado
cuerno curvado
del dorado escarabajo
mimetizado entre las cañas de oro;
más invasor que el espino
en los jardines de los abuelos
intestados;
más veloz que el arpón del asesino
que vuela sobre las aguas
y se clava en ellas
mudándolas en paño de menstruas;
más hambriento que el graznar
de las gaviotas rabiosas
sobre las aguas horras de peces;
más sordo que el sollozo
de la mujer pobre
ante la alcancía vacía;
más impaciente que el orín
sobre la cuchilla homicida;
más lancinante que el gemido
del niño asaltado en su sueño
por las altas, negras fantasmas
de su propio futuro;
más fatídico que el estridor
de las llantas
repentinamente frenadas
sobre el pavimento de cemento
y sobre un cuerpo ya muerto;
más lúgubre, ¡ay!, más lúgubre
que el aullido del perro
cuando pasa la sombra
que nadie ve:
ni Hamlet, ni Horacio,
roídos por el frío.

Un grito,
un grito,
un grito

sin la esperanza de la parturienta,
sin el orgullo de los Héctores vencidos,
sin la blasfemia roja del rebelde,
sin el blanco reniego del suicida,
sin la muda protesta del mártir,
sin la ira tartamuda del recluta,
sin el estertor del pocero silicoso,
sin el terror de quien pierde la vida,
sin el vagido pánico de quien nace a la vida:
un sofocado,
intolerable,
inútil
grito

que nadie escucha, sino yo.

Como vampiro pascuano
hecho de musgo, terciopelo y sombra,
anda revoloteando entre mis sienes,
saltándome los ojos,
trepanando mi nuca,
envenenando mis venas,
haciendo astillas mis nervios…

Anda, en sus giros,
petrificados mis músculos,
poniendo azul mi vientre,
asaltando mi corazón…
y mis labios sellados.

Un grito,
un grito,
un grito:

por qué,
para qué,
para quién,
de dónde viene
ese grito que nadie escucha, sino yo?
¡La muerte sólo, acaso, me lo diga!

La queja del niño negro

-Las tortillas de maíz no me saben a nada, madre.
Los níqueles no me sirven de nada, madre.
El traje nuevo no me alegra nada, madre.
Nada me sirve de nada porque soy un niño negro.
-¡Pero si estás hecho de miel y leche, hijo!
-¿De miel negra, madre?
-¡No! De miel…
-¿De leche negra, madre?
-¡No! De leche…

-Aprendí a leer y de nada me sirve, madre.
Aprendí a escribir y de nada me sirve, madre.
Aprendí a contar y de nada me sirve, madre.
Nada me sirve de nada porque soy un niño negro.

-¡Pero si estás hecho de carne y hueso, hijo!
-¿De carne negra, madre?
-¡Ay!
-¿De huesos negros, madre?
-¡No! De huesos…

-Lo que tengo no me sirve de nada, madre.
Lo que doy no me sirve de nada, madre.
Lo que sueño no me sirve de nada, madre.
Nada me sirve de nada porque soy un niño negro.

-¡Pero si estás hecho de sangre, hijo!
-¿De sangre negra, madre?
-¡No! De sangre roja… Mira, como ésta… ¡Mírala! ¡Quieras o no, tienes que mirarla!

Ofrenda

(Variaciones sobre un texto de Saint-John Perse: MARES: Las Trágicas vinieron…).

Depilamos las largas mechas de nuestras axilas de grandes leonas cautivas. El acre vello negro, rojo o rubio, o color de bellota calcinada, que nos adorna y mancha, depilamos!

Depilamos los tazones gemelos en que la lengua del Amante busca las salazones del deseo. De sus pilosas hiedras despojamos los pozos ocultos bajo nuestros largos brazos.

Para ofrecer intactas sus tibias, húmedas cavidades a las confesiones más secretas y a los sollozos más inesperados del hombre-niño que nos cubre y saquea.

Depilamos las largas guedejas encrespadas sobre la abertura mediana de nuestros cuerpos veleros. Nuestros furiosos vellocinos depilamos. Nuestras barbas secretas depilamos. Nuestros ocultos bucles depilamos como ofrenda la novicia sus trenzas olorosas a soledad, marchitas de soledad, entre el plañir del coro y el celoso mugir de los grandes órganos de enhiestas cañas de madera y oro.

Depilamos el sello triangular que marca y divide nuestras ingles puras; el sello triangular que encierra el ojo implacable que acosa en el desierto de los siglos al traidor fugitivo.

Los zarcillos de nuestra vid ofrendamos;
Las ondas de nuestro delta, ofrendamos;
Los rizos de nuestra proa, tan abundantes como los bucles en la testuz del joven búfalo, ofrendamos;
El zarzal que defiende nuestra entrada como la verja heráldica y poblada de abejas que custodia la casa, ofrendamos;
Las algas lucientes de cristales salinos que ocultan la escotadura de la vulva y la pulpa purpúrea del molusco tintorero, ofrendamos;
… ‘en el escudo sagrado del vientre, la máscara pilosa del sexo’, ofrendamos.

Para entregar, pulcra y sin mancha, nuestra tierna entraña al mudo furor del ariete, guarnecido de oro y con terca y torpe testuz de morueco, del impaciente dios salaz que nos cubre y saquea.

Primer levantamiento del árbol genealógico de una estatua pascuana

(Variaciones sobre un antiguo mito de los indígenas de la isla de Pascua).

El agua marina se convirtió en espuma de playa;
la espuma se convirtió en hierba sobre la tierra;
la hierba se convirtió en liana sobre la roca;
la liana se convirtió en vena de la roca.

La golondrina marina se convirtió en gaviota:
negra era y se hizo toda blanca.

La gaviota blanca se convirtió en papagayo.
El papagayo arcoiris se convirtió en buitre;
el buitre se convirtió en milano de ocelado buche.

Del guano de estas transformaciones, se creó el murciélago.

El frote de la piedra engendró la chispa;
la chispa engendró la llama;
la llama engendró la lava.

Con la lava se hizo la estatua.

La estatua que tiene porosidad de espuma,
el óxido amarillo de la hierba,
el recio nervio de la liana,
la vena mineral de la roca,
el sucio blancor de la gaviota,
el escándalo del papagayo,
la taciturna voracidad del buitre,
el ojo cristalino del milano,
y la chispa,
la llama
y la lava.

Así nació la estatua
que nos mira sin vernos,
que nos acecha ignorándonos,
que nos amenaza sin temernos.

Muda,
quieta
la estatua
hecha de agua,
de pájaros,
de hierbas,
de metales…
Engendrado en silencio,
bajo el guano de los grandes murciélagos,
enigmas y misterios.

Narcisiana

Ésta era otra casa.
La de los muchos patios:
el patio de las ceremonias y los grandes;
el patio de los huéspedes bienvenidos;
el patio de los niños;
el patio de las criadas;
el patio de los lavaderos y los bebederos;
el patio de las caballerizas;
el patio de las aves de corto vuelo;
el patio de las legumbres suculentas.
Y ahora estaba solo,
solo en la casa de los muchos patios,
solo el muchacho.

Comenzó a recorrer el feudo ceremonial.

Espejos en el cuarto del piano,
Espejos en el salón de las reverencias, las hipocresías y las palabras vanas,
Espejos en el comedor artesonado,
crujiente de porcelanas y cristales,
llameante de cobres y de azogues de plata;
Espejos en la alcoba de la madre,
Espejos en la alcoba de la hermana mayor, la muy mimada…

Espejos, espejos
en laberinto de traidoras aguas.

Las aguas agrietadas de lunas venecianas,
como rostros de ancianas;
las aguas cristiazules de Alemania;
las aguas de Holanda, vermerianas;
las aguas nacaradas de Francia;
las implacables aguas de España.

¡Nadar,
nadar
en esas aguas!

Con candidez de lirio
se desnudó el muchacho:
enhiesto como un grito,
limpio como una espada,
enjuto como un eje,
blanco como una hostia
de amor sacrificada…
Se miraba,
se multiplicaba,
se sumergía,
giraba,
danzaba
una danza horizontal
en la altamar de los espejos.