Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Germán Pardo García

Germán Vicente Pardo García Esponda, nacido en Ibagué el 19 de julio de 1902, emergió como un poeta colombiano único y enigmático. Su vida, marcada por la adversidad desde su nacimiento, fue teñida por la mielopatía y una salud frágil. Sin embargo, superó las predicciones sombrías y se convirtió en un gimnasta resiliente, enfrentando las secuelas de un tratamiento cáustico en su columna vertebral con una valentía asombrosa.

La infancia de Pardo García se vio envuelta en discordias familiares y la influencia de figuras neuróticas, que impregnaron su obra con imágenes fantasmagóricas y religiosas. Su juventud estuvo marcada por separaciones familiares, pérdidas y un ambiente cargado de tensiones. A pesar de estos desafíos, cultivó su vocación poética desde temprana edad, escribiendo sus primeros versos en 1916.

Su llegada a Bogotá y su encuentro con Carlos Pellicer en 1918 marcaron un hito en su trayectoria literaria. Aunque los inicios fueron difíciles, su obra comenzó a vislumbrarse con la publicación de «Noche Triste» en 1918. Su partida hacia México en 1931 abrió un nuevo capítulo en su vida, donde experiencias tumultuosas y encuentros surrealistas se reflejarían en su poesía, como evidencian «Poderíos» y «Un hombre se ha extraviado«.

La creación de la revista «Nivel» en 1959 demostró su compromiso con la difusión literaria, aunque su retiro del contacto humano y la creciente misantropía marcaron sus últimos años. Su obra prolífica, desde «Noche triste» hasta «Últimas odas» y «Las voces del abismo«, refleja su evolución poética a lo largo de décadas, explorando temas como la espiritualidad, el misticismo y la melancolía.

Germán Pardo García, fallecido el 23 de agosto de 1991 en Ciudad de México, dejó un legado poético que abraza la complejidad de la existencia, desde los cánticos jubilosos hasta los relámpagos de desesperación. Su obra, rica en matices, invita a explorar los abismos del alma humana y a contemplar la eternidad del ruiseñor que fue Germán Pardo García.

Paraíso perdido

Fui en esa casa el hijo bienamado.
Cuando los otros niños se alejaban
a cazar mariposas en el bosque,
yo quedaba en silencio, paralítico,
cual otra mariposa aprisionada
bajo la intimidad de una alacena.
Viví a la orilla del sepulcro, oyendo
devorarse a sí mismos los gusanos,
y adquirí desde entonces un sentido
larval de la existencia y de las cosas.
Al que la muerte besa desde niño,
será siempre un cadáver transeúnte.
Mi padre me acunaba y me decía:
¿cuándo vas a volar, hijo del aire?
Y al fin abrí las alas dolorosas.

Hoy tengo setenta años. Ya no existe
mi padre; y en la casa, único huésped,
el frío lastimero la transita.
Mas he vuelto y clamado: soy el águila
que retorna a morir donde naciera.

Estos muros son míos. Estas ruinas
por derecho natal me pertenecen.
Mi padre me las dio en su testamento,
y a la vez un turpial y un gallo mudo.
Yo soy el albañil de estas paredes
y el mezclador de cal y el hortelano.

Y quise entrar, sentarme en esos quicios,
comer lo que sobrara de esas frutas
y restaurar las duelas amarillas.
Mas un ángel nocturno v silencioso,
bajo la faz de un perro amenazante,
desnudó las espadas de sus dientes
y me negó la entrada al paraíso.

Utensilios de trabajo

Mirad mis utensilios de trabajo.
Son humildes: cualquier cosa del suelo.
Carbón para escribir, húmedo velo
de retamas y un poco de cascajo.

Con ellos cumplo mi labor de abajo.
Dura labor, pero mi afán de vuelo
se apoya en estas cúpulas de cielo
convertidas en piedras del atajo.

Volverlas a las nubes es mi culto.
Por ello siempre se me escucha oculto
sacando estrellas de la roca viva.

Cada golpe que doy alza algo inmenso,
dejándome el espíritu suspenso
sobra otra inmensidad definitiva.

ÚLTIMA NOCHE

Ya piso tus fronteras. Ya circula
por mis ríos linfáticos el hielo
que enfría al buitre senectud de vuelo
y a la estrella de mar hiere y anula.

Brisa fue el manantial y se coagula.
Esa espada invisible era mi anhelo,
y tuve equivalencias de subsuelo
que trágicas semillas acumula.

¡Cuánto te amé, monstruoso cataclismo
de la noche, escribiendo su guarismo
sobre un mural que devoró el acanto!

Y al enfrentarme al rictus de la muerte,
si la razón meditadora es fuerte
mi corazón cerval tiembla de espanto.

Los hombres del desierto

Los hombres del Desierto somos raíz del Génesis.
Como la Esfinge, ocultamos las claves de Sumer.
Desde antes de Aristóteles
conocíamos los arcanos de las plantas.
Amarillos, iguales a la arena,
nadie ha visto jamás nuestro color.
Caminamos lentamente. No se sabe
que nuestra lentitud es un proceso de los siglos.
Cuando encendemos una luz en nuestras casas,
se ignora que esa luz es saturnal.

Nuestras palabras triples cantan sin decirlo
dónde está la escritura salvada del naufragio,
las postreras resinas misteriosas
y el sentido secreto de los cultos.
Si nos invitan a la mesa de los príncipes,
al separarnos queda en los asientos
un polvo que no es humus ni ceniza.
Al gustar de los panes que comemos,
al beber del licor de aquellas copas,
hallamos el legítimo sabor de los manjares
y la transformación de1 hidrógeno en las ánforas.
Los diáconos no pueden en los templos
responder nuestras áridas preguntas,
ni encender los rituales holocaustos
de nuestras tribus en el yermo astral.
Tú que me estás oyendo, quédate mudo, absorto.
Si me voy no vigiles a qué sitio me alejo.
Lo que busco está próximo, a unas pocas miradas.
Pero los hombres del Desierto, cuando partimos hacia nosotros,
a pesar de estar cerca, nunca, nunca llegamos.

Un hombre vuelve al mar

Lanzo mi cuerpo a trascender sobre la playa,
cual si fuera un atún al que asedia el pelícano.
Fracasó mi fabular terrestre.
No pude traducir el silabario de las orugas
y le rondo mis vínculos al mar.
Esquivo el mundo, salival espejo
donde están los escándalos mirándose;
el amor y su artilugio de serpiente
deslizándose voraz por nidos de palomas;
el odio en la desnudez de las espadas
y el corazón y sus saltos de canguro.
Incendié mi campamento de beduino,
mi tolda de traficante vagabundo
que permutó batracios por estrellas,
y me confío al árbol genealógico del agua.
Fraternicé con los dorados tulipanes
y vertí en campesinos atanores
rocío a los helechos pubescentes.
Clamé que soy el taumaturgo que transforma
los linfáticos sueros y conjura
la aparición del cáncer en el alma.
Que soy hijo de alondras y mis coros
resonar de volcanes apagados.
Mi divina simulación aquí concluye,
frente a los jeroglíficos del mar.
Cuando desaparezca de esta playa
decid: era el hermano natural de las esponjas,
el gemelo sinuoso de los pulpos,
el amante sexual de las madréporas
y el árbitro salar de las tortugas.
Ya no estaré con mi fulgor de azufre,
mas sí en identidad de nave líquida.
Decid entonces: vino a confundirse
con su placenta de potasio y yodo
v a conocer a su violento padre.
En la ribera se vistió de lluvias.
¡Era de agua y lo retiene el mar!

Un caballo en la sombra

Montañas, sólo montañas.
Soledad de cielo y campo.
Nunca otra noche en mi vida
como esa noche de espanto;
de asolación en los aires
y poderío satánico.

Por medir la oscuridad
griten la sombra, angustiado
y el grito, profundamente
quedó en la sombra temblando.

Potestades, Poderíos.
Rondas luces, viento aciago,
y de pronto la presencia
de un caballo.

Era negro como el ídolo
de la noche, y un penacho
de crines atormentadas
cubría su cuello bárbaro.

Potro de climas indómitos,
nadie lo hubiera humillado
con el rigor de unas riendas
o la amenaza de un látigo.

Iba sin rumbos en la noche
por los caminos dramáticos,
y cabalgaba la muerte
sobre el poder de sus flancos.

Sentí caer en mi espíritu
la maldición de los astros;
grité en la sombra, en la sombra
por ahuyentar el presagio,
y el grito, profundamente
quedó en la noche temblando.

A la distancia, alaridos;
fatalidad en los ámbitos,
y un temblor como de fuga
de un caballo.

Después, silencios fatídicos.
Soledad de cielo y campo.

El convite

Lo que hallaste en la mesa, justamente,
no fue sino el sabor de mi ternura;
un fruto sabio, un pan sin amargura,
y el agua de la vida allí presente.

Junté las manos y elevé la frente
para darte el amor, en la clausura
del corazón recóndito; en la albura
de la mesa ofrecida humanamente.

Toma de este manjar y que este vino
sea, en el dulce vaso diamantino,
la primera señal de nuestra alianza.

Yo soy la vida y tú el amor. Y el fruto
del encarnado amor, en el minuto
cuajó la eternidad de su esperanza.

Invocación a la noche

Separa de mi ser todo elemento
que la materia a su pesar inclina,
y envuélveme en tu acuática neblina
dejándome desnudo el pensamiento.

Indúceme al jardín donde el aliento
Se satura de estrellas y la harina
que el molino ennoblece y aglutina,
convierte en desnudez su sedimento.

¡Pensar! Y que mis sienes escarpadas
cintilen como antenas capturadas
por la luz electrónica de un rito

donde la Eternidad piensa desnuda,
sin Dios, sin mente, sin piedad ni duda
ni el gran dolor del pensamiento escrito.

Triunfo final

Me derrotó la claridad. No pude
resistir con mis ojos animales
su resplandor, ya espadas siderales
mi último sueño el batallar elude.

Mas el infierno a defenderme acude
de todas las potencias celestiales.,
y al odio de los tigres zodiacales
suplica mi tormento que lo escude.

No pude tolerar de la Alegría
los cánticos divinos y me interno
como bestia bramando, en la anarquía

de un bosque y su impiedad bajo el invierno.
Me agobiaron los ángeles del día
pero soy vencedor entre mi infierno.

LICUACIÓN DE LA LUZ

A cada pulsación siento que cae
un granizo de luz que así se inmola.
Una gota de luz, una tan sola
que cada pulsación mueve y atrae.

Vuelve a sonar la pulsación y trae
otro líquido prisma de corola,
y otro y otro y consúmase una ola
de luz y brisa que jamás decae.

El Mundo la recibe prosternado
y la interna en sus vivos socavones.
Yo también la recojo arrodillado.

Son mías esas lentas pulsaciones
y todo lo que alarma mi costado,
le desprende divinas licuaciones.

Los abismos

Voy a pesar la sombra en mi balanza.
Es necesario porque yo he vivido
como un titán oscuro y sometido
a un peso agobiador de la Esperanza.

Y voy a calcular a dónde alcanza
mi exploración, lo agudo de mi oído;
mi resistencia, porque aun herido
mi cuerpo aguantador pisa y avanza.

Tengo que conocer mi fortaleza;
las iras de la luz, los mecanismos
de todo lo que acaba y lo que empieza;

lo indestructible de los muertos mismos,
y saber hasta cuándo mi cabeza
puede sufrir los últimos abismos.

El hombre abeja

Mirábanle salir de su casa lacustre
fija al pie de un gran monte sereno
de su natal país, allá en el sur.
Siempre guardó el sigilo
de sus fugas cinegéticas,
pues se creyó que salía en busca
de la azul cornamenta de algún ciervo
o de la carne de una codorniz.
No supo nadie que él tenía su colmenar propio,
por él mismo labrado con fragantes ceras,
y que en sus doradas cápsulas
él mismo destilaba frutal licor.
Le vieron muchas veces
inclinarse sobre las flores,
y pensaron que las amaba
como ninguno antes allá.
Les succionaba el néctar con ternura
y vertía sus dulces bálsamos después.

Desapareció algún día. Jamás lo recordaron.
Cuando volvieron a encontrarle
destilaba desde sus sienes
otro licor más hondo en el papel.

Os doy testimonio
de haber conocido a este hombre—abeja
en su profundo colmenar, allá en el sur.