Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Porfirio Barba Jacob

Porfirio Barba Jacob, seudónimo de Miguel Ángel Osorio Benítez, fue un escritor colombiano nacido en Santa Rosa de Osos, Antioquia, el 29 de julio de 1883, y fallecido en Ciudad de México el 14 de enero de 1942. Su vida fue una aventura constante que se reflejó en su obra poética, considerada como una de las más originales y representativas del modernismo hispanoamericano.

Desde joven, Barba Jacob mostró su interés por la literatura y el periodismo, colaborando con diversos periódicos y revistas a partir de los 12 años. En 1903, fundó y dirigió «El Cancionero Antioqueño», publicación cultural que tuvo gran acogida en el medio intelectual.

En 1907, viajó a Estados Unidos, donde trabajó como obrero y marinero, y luego se trasladó a Centroamérica, donde participó en algunas revoluciones políticas y conoció a importantes figuras literarias como Rubén Darío y Amado Nervo.

En 1910 adoptó el seudónimo de Porfirio Barba Jacob, que mantuvo hasta el final de sus días. Su obra poética se caracteriza por su lirismo intenso, su musicalidad, su simbolismo y su temática variada, que abarca desde el amor y la muerte hasta la naturaleza y la filosofía. Algunos de sus poemas más famosos son «Canción de la vida profunda», «Parábola del retorno», «Carbunclos» y «Rosas negras».

Barba Jacob vivió en varios países de América Latina, como Guatemala, Honduras, Costa Rica, El Salvador, Cuba, Perú y Argentina, donde dejó huella de su talento y personalidad extravagante. Fue amigo de escritores como José Santos Chocano, César Vallejo, Alfonsina Storni y Pablo Neruda. Su última residencia fue México, donde murió a los 58 años víctima de la tuberculosis. Sus restos fueron trasladados a Colombia en 1974 y sepultados en el Cementerio Central de Bogotá.

Porfirio Barba Jacob fue un poeta singular e irrepetible, que supo expresar con belleza y profundidad su visión del mundo y de sí mismo. Su obra ha sido reconocida y admirada por varias generaciones de lectores y escritores, que han encontrado en ella una fuente de inspiración y una muestra de la riqueza literaria de Colombia.

Futuro

Decid cuando yo muera… (¡y el día esté lejano!)
soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento,
en el vital delirio por siempre insaciado,
era la llama al viento…

Vagó, sensual y triste, por las islas de su América;
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento;
la tierra mexicana le dio su rebeldía,
su libertad, su fuerza… Y era una llama al viento.

De simas no sondadas subía a las estrellas;
un gran dolor incógnito vibraba por su acento;
fue sabio en sus abismos, y humilde, humilde, humilde,
porque no es nada una llamita al viento.

Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su trágico lamento…
Era una llama al viento y el viento la apagó.

Canción de la vida profunda

El hombre es una cosa vana, variable y ondeante…

MONTAIGNE

Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en útiles monedas tasando el Bien y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos…
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.

Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día… un día… un día…
en que levamos anclas para jamás volver…
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!

El corazón rebosante

El alma traigo ebria de aroma de rosales
y del temblor extraño que dejan los caminos…
A la luz de la luna las vacas maternales
dirigen tras mi sombra sus ojos opalinos.

Pasan con sencillez hacia la cumbre,
rumiando simplemente las hierbas del vallado;
o bien bajo los árboles con clara mansedumbre
se aduermen al arrullo del aire sosegado.

Y en la quietud augusta de la noche mirífica,
como sutil caricia de trémulos pinceles,
del cielo florecido la claridad magnífica
fluye sobre la albura de sus lustrosas pieles.

Y yo discurro en paz, y solamente pienso
en la virtud sencilla que mi razón impetra;
hasta que, en relación el ánimo suspenso,
gozo la sencillez que viene y me penetra.

Sencillez de las bestias sin culpa y sin resabio;
sencillez de las aguas que apuran su corriente;
sencillez de los árboles… ¡Todo sencillo y sabio,
Señor, y todo justo, y sobrio, y reverente!

Cruzando las campiñas, tiemblo bajo la gracia
de esta bondad augusta que me llena…
¡Oh dulzura de mieles! ¡Oh grito de eficacia!
¡Oh manos que vertisteis en mi espíritu
la sagrada emoción de la noche serena!

Como el varón que sabe la voz de las mujeres
en celo, temblorosas cuando al amor incitan,
yo sé la plenitud en que todos los seres
viven de su virtud, y nada solicitan.

Para seguir viviendo la vida que me resta
haced mi voluntad templada, y fuerte y noble,
oh virginales cedros de lírica floresta,
oh próvidas campiñas, oh generoso roble.

Y haced mi corazón fuerte como vosotros
del monte en la frecuencia.
Oh dulces animales que, no sabiendo nada,
bajo la carne sabéis la antigua ciencia
de estar oyendo siempre la soledad sagrada.

Elegía de septiembre

¡Oh sol! ¡Oh mar! ¡Oh monte! ¡Oh humildes
animalitos de los campos! Pongo a todas las cosas
por testigos de esta realidad tremenda: He vivido.

Main

Cordero tranquilo, cordero que paces
tu grama y ajustas tu ser a la eterna armonía:
hundiendo en el lodo las plantas fugaces
huí de mis campos feraces
un día…
Ruiseñor de la selva encantada
que preludias el orto abrileño:
a pesar de la fúnebre muerte, y la sombra, y la nada,
yo tuve el ensueño.
Sendero que vas del alcor campesino
a perderte en la azul lontananza:
los dioses me han hecho un regalo divino:
la ardiente esperanza.
Espiga que mecen los vientos, espiga
que conjuntas el trigo dorado:
al influjo de soplos violentos,
en las noches de amor, he temblado.
Montaña que el sol transfigura.
Tabor al febril mediodía,
silente deidad en la noche estilífera y pura:
¡nadie supo en la tierra sombría
mi dolor, mi temblor, mi pavura!
Y vosotros, rosal florecido,
lebreles sin amo, luceros, crepúsculos,
escuchadme esta cosa tremenda: ¡He Vivido!
He vivido con alma, con sangre, con nervios, con músculos,
y voy al olvido…

Sabiduría

Nada a las fuerzas próvidas demando,
pues mi propia virtud he comprendido.
Me basta oír el perennal ruido
que en la concha marina está sonando.

Y un lecho duro y un ensueño blando;
y ante la luz, en vela mi sentido
para advertir la sombra que al olvido
el ser impulsa y no sabemos cuándo…

Fijar las lonas de mi móvil tienda
junto a los calcinados precipicios
de donde un soplo de misterio ascienda;

y al amparo de númenes propicios,
en dilatada soledad tremenda
bruñir mi obra y cultivar mis vicios.

Retrato de un joven

Pintad un hombre joven… con palabras leales
y puras; con palabras de ensueño y de emoción:
que haya en la estrofa el ritmo de los golpes cordiales
y en la rima el encanto móvil de la ilusión.

Destacad su figura, neta, contra el azul
del cielo, en la mañana florida, sonreída:
que el sol la bañe al sesgo y la deje bruñida,
que destelle en los ojos una luz encendida,
que haga temblar las carnes un ansia contenida
y que el torso, y la frente, y los brazos nervudos,
y el cándido mirar, y la ciega esperanza,
compendien el radiante misterio de la vida…

La estrella de la tarde

Un monte azul, un pájaro viajero,
un roble, una llanura,
un niño, una canción… Y, sin embargo,
nada sabemos hoy, hermano mío.

Bórranse los senderos en la sombra;
el corazón del monte está cerrado;
el perro del pastor trágicamente
aúlla entre las hierbas del vallado.

Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena,
y llora, como yo, por el influjo
de la tarde traslúcida y serena.

Nunca sabremos nada…

¿Quién puso en nuestro espíritu anhelante,
vago rumor de mares en zozobra,
emoción desatada,
quimeras vanas, ilusión sin obra?
Hermano mío, en la inquietud constante,
nunca sabremos nada…

¿En qué grutas de islas misteriosas
arrullaron los Números tu sueño?
¿Quién me da los carbones irreales
de mi ardiente pasión, y la resina
que efunde en mis poemas su fragancia?

¿Qué voz suave, que ansiedad divina
tiene en nuestra ansiedad su resonancia?

Todo inquirir fracasa en el vacío,
cual fracasan los bólidos nocturnos
en el fondo del mar; toda pregunta
vuelve a nosotros trémula y fallida,
como del choque en el cantil fragoso
la flecha por el arco despedida.

Hermano mío, en el impulso errante,
nunca sabremos nada…

Y sin embargo…
¿Qué mística influencia
vierte en nuestros dolores un bálsamo radiante?
¿Quién prende a nuestros hombros
manto real de púrpuras gloriosas,
y quién a nuestras llagas
viene y las unge y las convierte en rosas?
Tú, que sobre las hierbas reposabas
de cara al cielo, dices de repente:
-«La estrella de la tarde está encendida».
Ávidos buscan su fulgor mis ojos
a través de la bruma, y ascendemos
por el hilo de luz…

Un grillo canta
en los repuestos musgos del cercado,
y un incendio de estrellas se levanta
en tu pecho, tranquilo ante la tarde,
y en mi pecho en la tarde sosegado…