Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Sharon Olds

Sharon Olds (San Francisco, 19 de noviembre de 1942) es una escritora y poeta estadounidense en lengua inglesa, autora de ocho libros de poesía.

Más vieja

Cuanto más vieja me pongo, más me siento
casi hermosa- no mi cara, una cara común,
puritana, sino mi cuerpo. Y tendré
cincuenta, pronto, mi cuerpo
se marchita, huesudo, y me gusta su
rugosidad plateada, la piel que se afina,
la superficie de un lago rizada por el viento, un espectro
arrugado, un pliegue de humo. Sin embargo
cuando miro hacia abajo puedo ver, a veces,
cosas que, si las viera una mujer joven, la harían
gritar como en una película de terror,
quedo convertida en bruja en un instante—si me inclino
lo suficiente, puedo ver la piel fina
de mi estómago frunciéndose
y colgando en pequeños picos, como yeso fresco.
Y sin embargo puedo imaginarme a los ochenta, hecha
enteramente, por fuera, de eso,
y haciendo el amor con la misma dignidad
animal, el túnel todavía igual
al interior de una bráctea color frambuesa.
De pronto me veo joven a mí misma
al lado de esa octogenaria, me veo
como su hija, mi carne suelta y drapeada
muestra los ángulos largos de estos extraños
huesos como las manijas de utensilios de cocina hechos en el cielo.
Cuando era más joven, me veía a mí misma,
a veces, como el tosco dibujo de una hembra—
los pechos, el destello de las caderas de los años 40—
pero este grisáceo ser abollado es confortable como
una vieja prenda favorita, es casi
amable, ahora, para mí. Por supuesto, es
el amor de él el que estoy viendo, el trabajo de su pulgar
sobre este centavo de la suerte —cinco veces
cinco años en su bolsillo. Quizás
aún si me muriera, él no me vería fea.
A veces, ahora, bailo
como humo chato sobre una chimenea.
A veces, ahora, creo que vivo
en el lugar donde se hace la bebida solemne, salvaje
de acabar, no estoy todo el día acabando,
pero vivo todo el día en el lugar donde eso se hace.

Madre primeriza

Una semana después de que naciera nuestra hija,
me arrinconaste en la habitación de huéspedes
y nos hundimos en la cama.
Me besaste y me besaste, mi leche desató su
nudo corredizo y caliente a través de mis pezones,
empapó mi blusa. Toda la semana había olido a leche,
leche fresca, agria. Empecé a latir:
mi sexo había sido desgarrado como un trapo
por la corona de su cabeza, me habían cortado con un cuchillo
y cosido, los puntos tiraban de la piel—
y la primera vez que te rompen, no sabes
que vas a cicatrizar, mejor que antes.
Me acosté con miedo y sangre y leche
mientras me besabas y me besabas, tus labios calientes,
hinchados como los de un adolescente, tu sexo grande y seco,
todo tú tan tierno, te inclinaste sobre mí,
sobre el nido de puntadas, sobre
lo rajado y desgarrado, con la paciencia de alguien que
encuentra un animal herido en el bosque
y se queda con él, a su lado
hasta que vuelva a estar entero, hasta que pueda correr de nuevo.

Los no nacidos

A veces puedo ver, alrededor de nuestras cabezas,
Como mosquitos alrededor de un farol en verano,
Los hijos que podríamos tener,
El brillo tenue de todos ellos.

A veces los siento esperando, adormecidos
En algún vestíbulo –sirvientes, casi–
Escuchando el timbre.

A veces los veo mintiendo como cartas de amor
En la Oficina de Cartas Muertas

Y a veces, como esta noche, de oscuro
Reojo puedo sentir sólo a uno de ellos
Parado al borde de un acantilado frente al mar
En plena oscuridad, estirando sus brazos
Desesperadamente hacia mí.

Para mi madre

Fuiste mi primera hija, en realidad.
Cuando mi hermana se mudó al cuarto de huéspedes
Empezaste a venir a mí por las noches
Como un niño que no puede dormir, viniendo
Hacia la cama de la madre, así que me convertí en madre
A los siete años. Como la enfermera que pone al recién nacido
En los brazos de una madre, a veces venías
Y te ponías en mis brazos, sintiéndote esponjosa y casi
deshuesada, bolsas de esto
Y aquello, plumas húmedas en tus ojos.
De dónde es que viene, el amor de los bebés–
Te tuve en brazos sin pensarlo, me sentí afortunada,
Tu cachete contra mi pecho duro e irritado,
Es un pezón llano como un trazo de color,
Un lugar donde algún dios había apoyado el pulgar
Por un instante. Yo no estaba impaciente, no lo estaba
Cuidado con el olor a huevo hervido que trajiste
Desde su cama– lo que yo quería era alimentar la fuerza como
Calor o color hacia tu cuerpo
Para bombearle vida a tu vida. ¿En dónde había aprendido eso?
Lo había aprendido de vos, de los meses en que me abrazaste
A tu pecho y me transmitió calor, abundante
Leche, han pasado siete años desde entonces, no me había olvidado de nada.

No podría decir

No podría decir que yo había saltado de ese ómnibus,
ese ómnibus en movimiento, con mi hijo en brazos,
porque no lo sabía. Me creí mi propia historia:
me había caído, o el ómnibus ya había arrancado
para cuando tenía un pie en el aire.

No recordaría el apriete de mi mandíbula,
el fastidio de haberme pasado de parada, el paso
ya dentro del aire, la niña clarísima
mirando alrededor suyo en el aire mientras me hundía
en una rodilla en plena calle, rasguñándola, retorciéndola,
el ómnibus derrapando hacia una parada, el chofer
saltando fuera, mi hija riendo.
Hacelo de nuevo.

Nunca lo he hecho
de nuevo, fui muy cuidadosa.
Le he prestado atención a esa amable joven madre
que saltó ligeramente
del vehículo en movimiento
hacia la calle quieta, su vida
en sus manos, la vida de su vida en sus manos.

Primera hora

Esa hora, fui más yo misma que nunca. Me había sacado
a mi madre lentamente de encima, estaba acostada ahí
respirando por primera vez, como si
el aire del cuarto me estuviera soplando
como a una burbuja. Todo lo que tenía que hacer
era salir por la línea de mi mirada y volver,
salir y volver, en la seda de la gravedad, la
presión del aire una caricia, oliendo en mí
la sangre cremosa de ella. El aire
me tocaba suavemente la piel y la lengua,
entraba en mí y sacaba los pequeños
suspiros que yo no sabía que eran míos.
No tenía miedo. Estaba acostada en la quietud
y miraba, y me dedicaba al pensamiento sin palabras,
mi mente recibía su oxígeno
directamente, la rica mezcla por boca.
No odiaba a nadie. Miraba y miraba,
y todo era interesante, yo era
libre, todavía no enamorada, no
pertenecía a nadie, no había bebido
leche, todavía – nadie tenía
mi corazón. No era muy humana. No
sabía que existía alguien más. Estaba acostada
como un dios, por una hora, después vinieron a buscarme,
y me llevaron con mi madre.