Narrativa

Marilyn’s last dance

M.M

―No sé nada de eso.

Mentí. 

El alto y grueso insistió: “¿Seguro?”. El bajo y delgado me acercó todavía más el papel a los ojos. 

No hacía falta. Desde el primer vistazo había reconocido los trazos redondos y aniñados y esas dos palabras: Anthony knows, estampadas con tinta negra al centro de la página. 

Pero el emblema rojo de un célebre hotel de La Habana, impreso en el borde inferior, disparó una alarma que me empujó ―instintivamente, no por cálculo― a la negación frente la discordante pareja. Unos minutos atrás, habían llegado ellos hasta la entrada de mi apartamento y pedido entrar, luego de mostrar las credenciales de agentes policiales.

Anthony and the Dead Souls ―dijo el hombre alto, de pronto; y quedé pasmado por la correcta pronunciación. Con su aire de cincuentón y cabeza rapada, a seguidas tradujo: ―Almas muertas. ¿Cómo la novela de Gogol?

Le di la razón con la cabeza, al tiempo que mi intuición iluminó la orden de que no debía mentir otra vez. Y en verdad no lo volví a hacer, aquella tarde.

Con su mención al líder y su banda de rock, él me había mentado. No por el nombre de nacimiento sino con el que me reconocen en la escena artística. También entre los amigos… Y ella, que además me consideraba un sabelotodo y solía decir: Anthony knows, redirigiendo hacia mí cualquier cuestión para la cual no tuviera respuesta. 

―Muchacho… ―intervino el policía bajito; y me provocó malestar esa actitud de superioridad en alguien que no percibía tan distante de mi edad, por los mechones de cabello oscuro entrevistos en su pelado rasante. Peor aún, cuando el tipo de cuarentaitantos soltó una advertencia: ―Será mejor que nos digas todo lo que sepas…

El destino no simplemente ocurre. Te envía señales previas… One more time to kill the pain. I feel summer creepin’ in and I’m tired of this town again. Tenía a Tom Petty and the Heartbreakers aullando en mis audífonos en el instante que los policías me estaban aporreando la puerta; por poco no alcanzo a oírlos. Honey, put on that party dress. Buy me a drink, sing me a song. Take me as I come ‘cause I can’t stay long. En otra época escuchaba mucho esa música, ahora ya nunca. ¿Por qué aquella tarde…? Y justo Mary Jane’s Last Dance, la canción favorita de ella.

―Hicimos los deberes, Anthony… Hablamos con amigos, familiares, que nos dieron la pista para llegar hasta ti ―intervino el agente culto, en tono conciliatorio― Tú sabes quién hizo esa nota, ¿verdad? ¿Ustedes fueron novios, no? ―Asentí las dos veces, mientras Tom Petty cantaba en mi mente: She grew up in an Indiana town. Well, she moved down here at the age of eighteen. 

Ella vino a estudiar actuación en la capital desde un remoto pueblito, y she blew the boys away, con esa carita de ángel ―el óvalo perfecto, infantil, los vivaces ojos verdes, la sonrisa perenne―, que hacía a todos adorarla. Yo estaba en la especialidad de música y no era de los más populares en la Escuela de Arte ni presumía aún de tener mi propia banda de rock. ¿Por qué me escogió? 

La primera noche que durmió en mi casa, ante el poster de Jim Morrison, dijo: “Porque te pareces a él”. Pero ella, de seguro, nunca había visto al cantante de The Doors. “Porque eres inteligente y reservado”, explicó otro día y quiero pensar que esa fue la causa verdadera. “El asunto que nos trajo aquí…”, prosiguió el policía mayor y el hilo del recuerdo se quebró. “Es muy grave”, dijo y dejé caer la cabeza esperando el peor de los anuncios.

―Sentimos tener que decírtelo así, Anthony, te va a doler… Pero, imagínate, la nueva celebridad de Hollywood, la actriz del momento, una compatriota nuestra que se atrevió a revivir en la pantalla a la mítica blonde… La cubana más famosa del mundo regresa a su tierra y la encuentran muerta sobre la cama de su habitación del hotel. ¿Te das cuenta del problema tan grande que ahora nosotros tenemos delante?

―Pero no te pongas en guardia, muchacho. No vinimos a acusarte… El personal del hotel alega que siempre la vieron sola y todo apunta a que se suicidó. El informe de Toxicología señala que le hallaron en sangre una mezcla letal de alcohol y opioide sintético. 

El más viejo intentaba ser amable, el petulante era directo; aunque eso había dejado de importarme. Pensarla convertida en un cadáver me puso en shock; y sin embargo, una parte de mi mente ya se esforzaba en clarificar el motivo de su muerte. Anthony knows, pedía ella desde el más allá y los policías volvían a mostrarme el papel. 

―Lo dejó en la mesa de noche junto al frasco de pastillas y la botella de whisky ―aclaró uno. 

―Ayúdanos, muchacho ―pidió el otro.

Una escena cayó desde el desván de la memoria. Honey, put on that party dress. Buy me a drink, sing me a song. Y se puso el atuendo blanco que le ceñía senos y cintura y me eché al piso, ventilador en mano, entre sus piernas; y Tom Petty entonaba Last dance with Mary Jane y ella reía, mientras el aire alzaba la falda ancha y plisada y ojeaba yo el surco profundo de entrada a su sexo. Mary Jane y Norma Jean eran una sola en su imaginación y cuando revivía la secuencia sublime de La tentación vive arriba daba cumplimiento a su sueño imposible.

Le conté este recuerdo a los policías. Aunque sin llegar a especificarles lo borrachos que estábamos esa noche. Borrachos de alegría y de amor, y también de whisky y yerba. Porque esto último era lo que Mary Jane significaba para mí. 

Se cruzaron miradas y me aventuré: “¿Tenía puesto el vestido blanco?” Confirmó que sí el alto y grueso y encima reveló un dato: “Llevaba colgados los auriculares. Falta verificar si escuchaba esa canción”. En cambio, el bajo y delgado sembró la duda: “¿Quién se suicida después de realizar su gran propósito en la vida?” 

Les pedí un momento y busqué mi laptop. Hurgué en la bandeja de entrada hasta hallar el último email que me mandó, hacía unos años ya, cuando dejó Madrid y el éxito cosechado ahí detrás para probar fortuna en la mismísima Meca. Les leí: “Hollywood es un mercado competitivo y salvaje. Y Los Ángeles, una ciudad surrealista y superficial donde todo el mundo lucha por lo mismo y se relaciona calculando qué le puede dar el otro. A veces es agotador y ha habido momentos en los que he pensado: ¿Qué tengo yo que no tengan las demás?”

―¿No lo entienden todavía? El peso abrumador de Hollywood y de la fama. La maldición de Marilyn Monroe… Ella nunca iba a medias. Asumió el personaje hasta el final y murió igual que la diva rubia: sola, de sobredosis, en un cuarto de hotel.

También yo me había metido hasta el fondo en el rol. Anthony knows. Incluso había logrado persuadir a los policías.

―Sí, parece encajar….

―Demasiado bien… Mantente localizable, muchacho, la investigación no está cerrada.

―Puede que necesitemos volver a verte, Anthony. Pero gracias por la colaboración.

Les dije “cuando gusten”, o algo así, sintiendo que el alivio resultante de salir airoso del trance difícil, me había atenuado el dolor por la pérdida. Acompañaba a los agentes hasta la salida cuando el hombre mayor se volvió, para una última pregunta:

―¿De verdad nos contaste todo? ¿Ella no se comunicó contigo para avisarte que viajaba a La Habana?

No había vuelto a mentir ni ocultado nada a sabiendas. Para convencerlos, les conté de cuando estuvo aquí, haría unos tres años, y me llamó por teléfono. Pero no había venido sola, la escoltaba su novio del momento, una celebridad hollywoodense, y rehusé verla. Además del ataque de celos, me corroía el sentimiento ambivalente de alegrarme con los triunfos suyos al tiempo que seguía inculpándome, egoístamente, de facilitarle el camino de la partida. 

Les hablé de aquella fiesta en la casa de Pedro Corrientes, a la que fui invitado por el hijo del gran actor, mi mejor amigo de entonces y colega en la escuela de música. Ella no era amante de festejos y tuve que incitarla a acompañarme bajo la insinuación de que encontraría ahí a gente importante para impulsar su carrera. Aunque mucho lo lamentaría después, no me equivoqué: un productor extranjero le echó el ojo desde que entramos y salió del lugar con la oferta de filmar una película en España. “Es mi futuro”, me dijo llegado el momento y no encontré argumentos para retenerla.

Mi franqueza absoluta parecía demostrada y los dos hombres optaron por despedirse. No sin antes exigirme silencio total acerca de esta visita y del letal incidente que la originó. “Te estaremos chequeando, muchacho”: fueron las últimas palabras del agente odioso. 

Solo, al fin, y desvalido para lidiar emocionalmente con la pésima noticia, invoqué la ayuda de maryjane, que aguardaba escondida en un sobrecito, detrás de los volúmenes del librero. Cannabis expandió mi mente y ciertas piezas del rompecabezas tan bien armado para los agentes empezaron a desprenderse…

Llevaba quince días evitando distracciones y componiendo las canciones para un nuevo álbum; pero rompí mi voto de castidad con internet y me empeñé, primero, en saciar una curiosidad… Como era de esperar, nada de nada en las publicaciones oficiales. Tampoco en los medios extranjeros. En la prensa independiente asomaban, apenas, vagos y despistados rumores. Si esta gente, pensé, es capaz de encubrir misiles o desvirtuar una invasión flagrante, cómo no va a poder ocultar la muerte de una simple actriz, por muy Marilyn Monroe que haya sido. Ahora urgía adentrarse en la profusa arboleda de las redes sociales. Entre mis sienes seguía latiendo ese Anthony knows, la petición de ella, como una gran interrogación abierta. Como una súplica, o una herida. Indagué en Telegram, WhatsApp, Instagram, Facebook; por último, en el chat de Messenger. Ahí, arrinconado dentro del torrente de mensajes, descubrí el suyo: “Estoy saliendo para Cuba. No faltes a la cita esta vez. Te espero con el vestido blanco”.

Rafael Grillo. (La Habana, 1970). Escritor y periodista.

Rafael Grillo (La Habana, 1970): Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Imparte cursos de técnicas narrativas en la Universidad de La Habana y otras instituciones. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto y La revancha de Sísifo y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008). Incluido en numerosas antologías; las más recientes: El silencio de los cristales. Cuentos sobre la emigración cubana; Tres toques mágicos. Antología de la minificción cubana y Island in the Ligth / Isla en la luz (bilingüe, publicado por The Jorge Pérez Foundation, Miami). Como antologador participó en L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe Hispano (2015) y es el responsable de la “Trilogía de las Islas” conformada por Isla en negro. Historias de crimen y enigma (2014); Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales (2016); Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas (2016). En 2018 recibió con Isla en rojo el Premio del Lector, que se entrega a los libros más leídos del año. En 2020 participó en la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana y vio la luz su volumen de relatos Revolicuento.com.