Policial

¿Quién mató a Leopoldo Ayala?

—Ya es suficiente, Sergio. Aquí no hay nadie.

—Vuelve a tocar el timbre, Luis. Se ve que tú no conoces a esta gente. Ellos no son como las personas normales que trabajan. Jamás se levantan temprano y después con la cara tan dura que te dicen que se pasaron toda la noche “creando”…

—Su razón tienen, ¡escuche esa música!, para las cosas intelectuales hace falta concentración…

—Sióoo, oye, hay alguien ahí dentro y se está acercando… ¡Qué te dije! Mira… —señala hacia el visor de la puerta, que acaba de ser abierto.

—¿Digan? —habla el propietario del ojo inspector.

—Abra —exige el nombrado Sergio, que se saca un carnet del trasero del jeans y lo exhibe un segundo—. Mayor Sergio Cortina… —hace una indicación al otro y este lo imita enseñando su carnet por un instante brevísimo—… y él es el Teniente Luis Nieves.

—Ah, ya… Un momentico, déjenme ponerme presentable.

—Tú ves, Luisito, a esta hora y el tipo anda todavía en paños menores.

El Teniente no replica, transcurren varios minutos sin que los dos hombres intercambien palabras, resuena altísima la voz de los cantantes, “le gusta el mambo a la mujer del pelotero, le gusta el mambo a la mujer del carnicero”, que proviene de una planta superior del edificio. Al fin, aparece una figura que surca la entrada y se planta entre los visitantes.

—¡Qué bueno que llegaron tan rápido! ¡Y en el momento justo… como para que no se diga después que exagero! Lo oyen clarito, eh… Empezó desde las ocho y treinta de la mañana con “El Chupi Chupi”, así se mete el resto del día y le cogen las doce de la noche con el “Ay Padrino”. ¡A mí es al que me tienen que quitar esa sal de encima!, a esa Yusimí, qué “Pobre Diabla” ni ocho cuartos, pobres diablos mis tímpanos, ustedes lo están verificando por sí mismos, compañeros policías, vean por qué insistí en la denuncia que se escribiera lo del “atentado contra mi integridad física”…

—¿De qué atentado está hablando usted? —es el Mayor Cortina quien pregunta y enseguida establece: —Me parece que está equivocado…

—Ah, ¿ustedes no vienen de la PNR, por lo de la queja que presenté ayer en la Estación ante el alevoso maltrato hacia mi persona que comete esa vecinita? Esa que incumple además con las regulaciones vigentes sobre la “contaminación acústica”…

—No, óigame, nosotros somos de Criminalística —explica el Mayor Cortina.

—Ohh —pronuncia entrecortado el inquilino del apartamento 21, Edificio No. 970, en el Vedado, al tiempo que da un paso atrás y hace el gesto involuntario de componerse el pelo. Sus cabellos tienen un matiz castaño, parejo y oscuro, inconcebible para la edad que delatan las arrugas en el rostro pálido. Una bata de seda, color vinotinto, le cubre el cuerpo escuálido y ceñido por el talle con una cinta dorada. De inmediato el viejo trata de encubrir el repliegue temeroso con una pose cooperativa—: Y en qué podría yo servirles a ustedes, por favor…

—Primero aclárenos si es usted el ciudadano… —el Mayor Cortina lleva la mano hacia el bolsillo del pulóver de anchas listas, azules y rojas, y extraía ya una libreta de apuntes cuando el Teniente Nieves lo auxilia de memoria:

—Antero Virgiliano Aruca Piñeiro… ¿Es usted?

—¡Ay, niño, habla bajito! Que no se te oiga pronunciar por estos confines ese nombre tan horrendo…

—¿Usted es o no es el ciudadano llamado… Antero Virgiliano Aruca Piñeiro? —presiona el Mayor Cortina con la vista puesta aún en el cuadernillo de tapas negras.

—¡Pero si ya ni en el infierno pequeño de Contramaestre quedará alguien que se acuerde de esa mezcla infame de tales nombres y apellidos!

—Concrétese, por favor, y responda —demanda otra vez el agente de más rango.

—Óigame, Sergio… ¿así se llama usted, no? Lo que quiero darle a entender es que yo soy, y a la vez ya no soy, esa persona que nombró.

—Explíquese con claridad ¡y no me llame Sergio! Diríjase a mí como Mayor Cortina y permítanos…

—¡Qué lástima! Le Beau Serge… —interrumpe el presunto Antero Virgiliano— Déjeme decirle que eso de Cortina no le sienta nada bien…

—Por favor, ciudadano, permítanos pasar adentro de su casa para continuar esta conversación —la voz de Cortina deja traslucir que hace un gran esfuerzo para contener la irritación.

—Sí, sí, qué descortesía imperdonable, adelante Cortina… Muchacho, ¿Luis Nieves, no?, pasa tú también…

—Mayor… Mayor Cortina, le repito. Y a él llámele Teniente Nieves.

—Sí, claro, claro, y dispénseme si lo ofendí, yo solamente intentaba establecer un rapport, pero si prefiere la distancia… por mí no hay problema… Siéntense, vamos, que allá fuera, con esos reguetones de la chiquita del quinto piso y la vieja Andrea sacando ojos y oídos como antenas de cucaracha desde el final del pasillo…

—Acabe ahora, ciudadano, de darle una respuesta expedita a mi interrogante. —retoma el Mayor Cortina las riendas del interrogatorio inmediatamente después de instalarse en una esquina del sofá.

El Teniente Nieves se ha pegado al otro borde y deja holgura suficiente entre ambos. Comprueba la molicie del mueble y observa la hermosa tela de Damasco que lo recubre, roja en el trasfondo y con arabescos trazados por la combinación de hilos de tonalidades ocres y grisáceas. Luce ensimismado, y sin embargo interviene:

—Sergio, lo que ahorita quiso decir este hombre es que él ya no usa su nombre original…

—¡Eso! Clarito como la nieve. ¡Qué bien le asienta ese apellido al jovencito! El Teniente Nieves sí me entendió… Mi espantoso nombre de nacimiento quedó enterrado en mi pueblo natal, cuando me fui a Santiago de Cuba primero y luego a La Habana para hacerme escritor y desde entonces sólo me hago llamar por mi nom de plume

—¡Teniente, también para usted yo soy el Mayor Cortina, aténgase al reglamento! Y usted, ciudadano, hábleme en castellano, por favor, y responda sin rodeos lo que se le pregunta —le sale desesperado el tono al oficial que quiere imponer su autoridad y ha sacado un cigarro, maquinalmente, y lo mantiene entre los dedos, sin encenderlo aún, porque no ve cenicero alguno sobre la mesa de cristal que lo separa del anfitrión. Este se ha arrellanado en un balancín de madera, de aspecto antiguo pero en buen estado de conservación.

—Ah, está bien… Pero no se me cohíba, Mayor Cortina, ahora le alcanzo lo que busca… —dice el hombre de edad indefinida forzando una sonrisa conciliadora—: No me importa que interponga una cortina de humo entre nosotros… Y ya que me voy a levantar, qué prefieren: ¿té o café?

—¡No se moleste! —contesta como un resorte el Mayor Cortina.

—Té —pide el Teniente Nieves.

—Bueno, café —se corrige el Mayor y enciende el cigarro.

—Entonces discúlpenme si me demoro un poquito… porque el té ya está hecho pero tengo que poner a colar la cafetera.

Mientras el escritor se aleja arrastrando las pantuflas felpudas, color salmón, que le calzan los pies, el mayor clava la mirada contrariada sobre el subordinado.

—Así que un tecito, Teniente… ¡¿A usted que le sucede?! Estése atento y no se deje confundir por las maniobras de este viejo cabrón… ¡Mire aquello!

—Sí, muy lindo, es tapicería del Perú. Y vio las porcelanas chinas y el elefante de cerámica de la India… y aquello es un calendario azteca, parece de plata original…

—¡No, las fotos!

—Ah, sí, ha viajado mucho este hombre… Londres, París, mírelo en la Bahía de Nueva York, con la Estatua de la Libertad al fondo.

—Sí, sí, Teniente, pero me refería a aquellas… Lo ve, son unos camaleones estos tipos, buscan la oportunidad de retratarse con los ministros, con los altos dirigentes del gobierno, y te colocan esas fotos bien a la vista, para hacerse los revolucionarios… Déjeme hablar a mí, Teniente Luis, que lo noto medio distraído.

—Usted ordene, Mayor… Pero creo que no tiene sentido seguir con la misma pregunta, nosotros sabemos perfectamente quién es él, vamos directo al grano…

—Luis, le falta mucho por aprender… A estas gentes hay que llevarlas poco a poco, presionarlos, que se pongan nerviosos, después ellos mismitos se regalan… Sióo… Ahí llega.

—Tome señor Cortina, digo, Mayor… Es cafecito del bueno, de ese que venden en El Escorial de la Plaza Vieja, porque en esta casa se vive humildemente y puede faltar de todo, menos café de verdad… Y el buen té, porque ese que te estás tomando, Nieves, me lo trajo un amigo directico desde la India.

—Bueno, gracias… Ahora, a lo que vinimos… Porque voy a dar por sentado que usted es la persona que estábamos buscando…

—Ajá…

—Nosotros sabemos que el nombre Leopoldo Ayala es bien conocido para usted. Ahora, dígame, ¿cuándo fue la última vez que vio a esa persona?

—Uyy, suéltame pasado… ¡Me están bombardeando con Historia Antigua! ¿Leopoldo Ayala…? ¿Estaremos hablando de la misma persona? Porque a quién único recuerdo llamado así en toda mi luenga vida, era un fantasma… ¿Usted quiere decir que existe de verdad el hombre que firmaba como Leopoldo Ayala?

—Más bien EXISTÍA —se entromete el Teniente Nieves y se gana otra vez la mirada atravesada del Mayor.

—Existía o existe… Igual no entiendo nada…

—Adelante, de ese Leopoldo Ayala que usted confiesa haber conocido, dígame todo lo que sabe —retoma las riendas el Mayor.

—Saber lo que se dice saber… pues no sé nada. Le repito que para mí ese era un nombre sin rostro, un simple seudónimo tras el que, por supuesto, alguien tenía que estarse escudando… pero nada más.

—Bueno, ¿y qué pasó entre usted y Leopoldo Ayala?

—A mí con él, nada… Él fue quien la cogió conmigo, y no sólo conmigo, también con otro montón de escritores y artistas, contra los que escribió esos articulitos nefastos que publicaba en la revista de los militares… Ay, usted perdone, pero nunca entendí que tenían que hacer la gente del ejército, con tanto bloqueo y misiles y amenazas imperialistas, metiéndose en asuntos de estética, nada menos que de ESTÉTICA… Pero, fíjese, se lo digo con sinceridad, ya para mí grises quinquenios o negras décadas son cosas del ayer, no soy de los que vive de rencores…

—Concrete, ¿qué fue lo que pasó?

—Uyy, no se me hagan los desentendidos, que aquí los investigadores son ustedes… ¿Quién no sabe la qué se armó cuando a mí me dieron el premio de Teatro en el 69?… Bueno, este muchacho, el teniente Nieves, no había ni nacido. Y usted, Mayor, si acaso era un adolescente y no podía comprender todavía las cosas que pasaban…

—Por favor, ciudadano, prosiga y limítese a los hechos —insiste el Mayor.

—Está bien, está bien… Lo que pasó es que yo escribí una obra de teatro titulada Los siete samuráis al rescate… Pero nunca pude verla montada en la escena, y justamente por culpa del tal Leopoldo Ayala y sus ataques desde la revista Verde Limón… Ja Ja… Discúlpeme, ese no era el nombre verdadero del magazín, pero así fue como le pusimos un grupo de amigos, que estábamos molestos con…

—¿Molestos con Leopoldo Ayala, no?

—Sí, molestos, claro. ¡Ese Leopoldo escribía ahí una cantidad de estupideces! De mi obra dijo que transcurría en el Japón para usar el ambiente exótico como forma de evasión de la realidad nacional, y que eso era algo imperdonable en el momento trascendental que vivía el país y bla bla bla… Y que yo trasmitía un mensaje negativo desde el punto de vista ideológico porque cómo era eso de que se presentara a un pueblo que pide auxilio a unos mercenarios para defender su integridad… Vaya, ese tipo de argumentos de aquellos tiempos que, como decía el Santo Nicolás del Peladero, no conviene recordar… Luego pasó que yo me defendí a través de la revista de los escritores y expuse que si bien el título de mi pieza teatral era un homenaje a la película de Kurosawa y la trama ocurría en Japón, realmente estaba basada en un episodio histórico de la batalla de Queronea, durante la Guerra Corintia, entre las ciudades de Tebas y Esparta… Porque, déjenme decirles, que mi obra era lo que hoy llaman una “recontextualización”, yo soy un adelantado, saben, y antes de que se pusieran de moda la intertextualidad y lo posmoderno ya esas cosas aparecían en mi literatura… Volviendo a mi réplica, ahí resalté también la importancia de Esquilo y Sófocles, de Aristóteles y Platón, la necesidad de que las masas populares tuvieran conocimiento sobre el pensamiento, el arte y la historia de Grecia, que fue la cuna de la cultura occidental a la que nosotros pertenecemos… Pero el personaje contraatacó con otro artículo, aunque ya ni me acuerdo bien qué dijo entonces… Creo que algo sobre las raíces verdaderas de nuestra identidad y mencionó a Hatuey y los taínos. ¡Válgame Dios, qué incultura! Si en verdad somos, en primer lugar y pésele a quién le pese, hijos de España y la cultura latina que trajeron consigo los conquistadores, y sólo después que ellos llegaron fue cuando se empezó a sumar al ajiaco que hoy corre por nuestras venas, la sangre negra, la china…

—Alto, un momento, lo que yo quiero es que usted deje en claro qué fue lo que hizo usted, y también esos amigos suyos que menciona —habla el Mayor Cortina, impaciente.

—¿Cómo que qué hice? Ya se lo dije: sostuvimos esa polémica en el ámbito intelectual y nada más… Bueno, recuerdo que además invitamos al tal Ayala a dar la cara y presentarse en la casa de la Unión de Escritores para cruzar su espada con nosotros… Aunque eso del duelo, al estilo de los tiempos románticos, lo decíamos metafóricamente, por supuesto… Es cierto que nos sentíamos muy indignados, por el perjuicio causado por la verborrea y la censura impuesta por gente como esa, pero nosotros éramos gente civilizada, y estábamos por la batalla de ideas, no por la violencia física…

—Ajá… ¿Y Leopoldo Ayala se presentó o no?

—No. Ni esa vez ni nunca. De hecho le digo que jamás creímos que existiera verdaderamente Míster Ayala.

—Entonces…—iba a continuar el Mayor Cortina. Pero el Teniente Nieves vuelve a interferir:

—Nosotros le confirmamos que Ayala sí existe… Bueno, que EXISTIÓ, porque ahora está muerto.

—¿Usted quiere decir que la persona de carne y hueso que escribió esos artículos se llamaba realmente Leopoldo Ayala?

—Efectivamente. Le estamos hablando del coronel Leopoldo Ayala Menéndez. ¡Y además le decimos que ese compañero ha sido asesinado! —de nuevo es el Teniente quien habla, con tono de gravedad y amenaza. Entretanto, el Mayor Cortina se remueve incómodo, descontento con el rumbo intempestivo dado al interrogatorio por su subordinado, pero contiene el impulso de recriminarlo con la vista o la palabra y queda a la expectativa, limitándose a observar fijamente al investigado.

—¡Válgame Dios! ¿Asesinado dice?

—Los obreros que trabajan en la restauración de la casa de la Unión de Escritores descubrieron el cadáver cuando removían la tierra de los jardines —informa el Teniente Nieves.

—¿Y cómo supieron qué era él, si ha pasado tanto tiempo…? Ya, claro, con las nuevas técnicas forenses, como en la serie CSI, por el análisis de los huesos o de los dientes…

—Nada de eso hizo falta. Llevaba sus documentos de identidad en el bolsillo. Su muerte ocurrió hace solamente una semana.

—¿Hace una semana nada más? Ah, qué bueno… Espere un momento, no me malinterprete, quise decir que si es un hecho reciente, pues entonces todo eso que le conté del desafío en la Unión de Escritores ya no cuenta.

—¿Por qué no cuenta? —ahora sí salta el mayor Cortina, poco dispuesto a permitir la distensión.

—Bueno, pues porque ha pasado demasiado tiempo… ¿A estas alturas cree usted que alguien de aquella época iba a seguir alimentando deseos de venganza?

—¿Es que acaso no dijo usted mismo que en aquel entonces no sabían quién era Leopoldo Ayala? ¿No cabe entonces la posibilidad de que alguien, usted incluido, descubriera pasado el tiempo quién era el autor de esos artículos y…? —insinúa el Mayor Cortina.

—¡Ay, no, qué ideas son esas! —el viejo escritor pega un brinco nervioso en el balancín y se pone de pie— Alto un momentico, miren, voy a traer un poco más de café, para usted Cortina, y un tecito para usted, Nieves… ¡Y también para mí, porque ya me están alterando con este asunto! Pero antes quiero ratificarles, con toda la sinceridad del mundo, mi total ignorancia sobre ese hecho del que me están hablando… Ahora vuelvo.

Otra vez el chancleteo del escritor camino a la cocina y los dos agentes ganan la oportunidad para intercambiar impresiones.

—Sergio, yo creo que estamos perdiendo el tiempo con este hombre.

—Teniente Nieves, deje a un lado la confiancita, que después se le olvida mantener la distancia durante el interrogatorio…

—Disculpe, Mayor.

—Y no se me relaje antes de tiempo… ¿Usted ve esas gentes que le dicen a uno que no guardan resentimiento? Pues esos son los peores. ¡Y si son artistas…! Oye, esos no soportan que los critiquen y te digo yo que son muy vengativos.

—¿Pero hasta el extremo de matar a un hombre después de cuarenta años?

—Dejemos las especulaciones, Teniente, y atiéndame… Ahora vamos a aflojar la pita, que primero él se confíe y después lo apretamos. ¡Y déjeme a mí seguir con esto, no se meta!

—Como usted mande, Mayor… Ahí viene el tipo.

—Ya el café está frío, compañero agente, pero… no sé usted…yo odio el café recalentado. Y tú sí te salvaste, Nieves, porque el tecito todavía está tibio… En lo que usted se fuma ese cigarrito, Mayor, ¿podrían responderme algo?, porque me pica la curiosidad… Dicen que ese tal Leopoldo Ayala era un coronel, pero la verdad es que yo nunca lo había oído mentar. ¿A qué se dedicaba él? Vaya, si me lo pueden decir…

—El coronel Ayala se desempeñaba en la gerencia de una cadena hotelera del Grupo Gaviota —aporta el Mayor Cortina la información, al tiempo que busca relajarse dando chupadas al cigarro.

—Ah, ya entiendo… De espartano militar a comerciante sibarita.

—¿Qué dijo usted?

—Oh, nada, nada… Es que me acordé de la novela que estoy escribiendo ahora. La cual trata, casualmente, sobre un abnegado militar precisado a ocuparse de asuntos económicos porque, como usted sabe, es una necesidad urgente del país…

—¿Y su novela está inspirada en algún personaje real? —otra intrusión del Teniente Nieves.

—¡No, en lo absoluto! Pura imaginación… Aunque ahora, con esto que me cuentan, se me ha revuelto la inspiración y… ¡Qué buena idea! Mi protagonista va a morir asesinado y así le doy un giro policial a la trama, algo que es siempre atractivo para los lectores. Incluso se me está ocurriendo cambiarle el nombre al personaje… ¿Qué les parece si lo llamo Leonardo Ávila?

—¿Usted no está hablando en serio, verdad? ¡Nada de lo que aquí se ha hablado puede ser usado para…! —la irritación del Mayor Cortina es mayúscula.

—Ayy, no, claro que no, incapaz yo, no me malinterpreten… Pero se ve que ustedes no entienden a los escritores. ¡La ficción es la ficción!

—Nosotros esperamos que usted entienda la extrema confidencialidad de esta conversación. ¡Le advierto que estaremos al tanto de sus pasos!

—Oh, por favor, no me trate de esa manera, como si fuera yo un delincuente y no una figura respetada de las letras de este país… Además, déjeme decirle algo en lo que estoy pensando… ¿Por qué andan buscando ustedes entre los escritores y no dentro del ambiente en que se desenvolvía el señor coronel? Pues, aunque ese mundo del turismo y el comercio, válgame Dios, sólo lo conozco de segunda mano, tengo entendido que ahí hay mucha vileza…

El Mayor Cortina sonríe como si hubiera estado esperando el contraataque del escritor para jugarse la carta mayor:

—Bueno, usted pregunta por qué y yo le recuerdo un dato que ya le dimos: ¿Acaso el cadáver no apareció en la sede de los escritores?

—Pero en esa casona entra todo tipo de gente, no sólo los artistas y escritores, y van por diversos motivos, hasta para reunirse a beber y conversar en un barcito que hay ahí… ¡El asesino pudo ser cualquiera!

—Ocurre que hay una cosa que no le hemos dicho todavía… —ahora habla el Teniente Nieves, que ya parece disfrutar su participación en la encerrona—: ¡A Leopoldo Ayala no lo mataron ahí dentro! ¡El asesino se tomó el trabajo de trasladar el cadáver para enterrarlo en esos jardines!

—Responda… ¿Tiene una explicación para eso? —presiona el Mayor Cortina.

—¡Pues sí! ¡Mi conclusión es que el asesino conocía acerca de esos antecedentes que les he contado y quiso incriminarme a mí y a los colegas del gremio! —el viejo escritor está histérico, se levanta de un salto y aprieta las solapas de la bata de seda con las manos crispadas.

Brota nuevamente una sonrisa maliciosa en la faz del Mayor Cortina y el Teniente Nieves, que estaba observando fijamente a su jefe, opta por imitarlo. Parecen confiados en algún recurso que guardan todavía para tensar aún más la soga alrededor del cuello del interrogado. Habla el Mayor:

—Ustedes conocen lo suyo… pero nosotros sabemos lo nuestro. En la Criminalística usamos la técnica científica, ciudadano, y seguramente ha escuchado hablar de la elaboración por parte de nuestros especialistas de un perfil psicológico del probable asesino… Pues entérese de que los psicólogos del Departamento determinaron que el criminal, o los criminales, movieron el cuerpo del muerto hacia el lugar donde fue encontrado no con la intención de implicar a nadie, como usted dice, sino porque…. A ver, Teniente, continúe usted explicando esa parte…

—El enterramiento en los jardines de esa casa fue un “acto simbólico” del asesino o, más probablemente, de los asesinos. Quienes con ese comportamiento buscaban sellar o satisfacer completamente el impulso de venganza nacido de una afrenta sufrida en el pasado —expone de carretilla el Teniente Nieves como recitando una cartilla aprendida de memoria.

La réplica no surge de inmediato. Vuelve el escritor a tomar asiento y emite un largo suspiro. ¿Está abrumado, o confundido, o derrumbado? ¿O es simple cansancio? Rompe el mutismo de pronto, con una risa tan escandalosa que deja atónitos a los agentes. Luego se posa las palmas de las manos en ambas mejillas y pronuncia con la altisonancia de un actor teatral:

—¿Quién mató al Gobernador? ¡Fuenteovejuna, señor!

—No le entiendo, hable claro… ¿Qué está queriendo usted decir? —el Mayor Cortina luce desconcertado.

—Lope de Vega —contesta a secas el viejo escritor.

—¿López Vega? Esa persona que acaba de implicar… ¿Cuál es su nombre completo? —el Mayor Cortina garabatea con el bolígrafo en la libreta de tapas negras.

—No, Mayor, un momento, él acaba de citar…

—¡Cierra la boca Luis! ¡Y usted prosiga, ciudadano!

—Todos para uno y uno para todos.

—¿Cómo fue…? ¿Todos quiénes?

—Sergio, de lo que está hablando este tipo es de D’Artagnan y los Tres Mosqueteros…

—¡¡Pero cállese ya, Teniente Nieves, y aténgase al reglamento!!

Rafael Grillo. (La Habana, 1970). Escritor y periodista.

Rafael Grillo (La Habana, 1970): Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Imparte cursos de técnicas narrativas en la Universidad de La Habana y otras instituciones. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto y La revancha de Sísifo y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008). Incluido en numerosas antologías; las más recientes: El silencio de los cristales. Cuentos sobre la emigración cubana; Tres toques mágicos. Antología de la minificción cubana y Island in the Ligth / Isla en la luz (bilingüe, publicado por The Jorge Pérez Foundation, Miami). Como antologador participó en L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe Hispano (2015) y es el responsable de la “Trilogía de las Islas” conformada por Isla en negro. Historias de crimen y enigma (2014); Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales (2016); Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas (2016). En 2018 recibió con Isla en rojo el Premio del Lector, que se entrega a los libros más leídos del año. En 2020 participó en la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana y vio la luz su volumen de relatos Revolicuento.com.